EL CAPÍTULO PERDIDO DE

La vuelta al mundo en 80 días

de Julio Verne

traducido por Christian Sánchez

Ofrecemos aquí el capítulo XXXIII tal como fue prepublicado en el periódico Le Temps;
observará el lector una diferencia muy importante en la trama con respecto a lo que luego apareció en forma de libro.

—¿El capitán? —preguntó Mr. Fogg.

—Soy yo.

—Yo soy Phileas Fogg, de Londres.

—Y yo, Andrew Speedy, de Cardiff.

—¿Partirá usted?

—En una hora.

—¿Con destino a...?

—Burdeos.

—¿Y su cargamento...?

—Piedras en el vientre. Sin flete. Voy en lastre.

—¿Tiene usted pasajeros?

—Nada de pasajeros. Pasajeros, nunca. Mercancía molesta y discutidora.

—¿Su navío marcha bien?

—Entre once y doce nudos. El "Henrietta", muy conocido. En otro tiempo ofició de forzador de bloqueos.

—Encantado, capitán Speedy. [sic]

—Pero ¿por qué todas estas preguntas? —dijo el capitán.

—¿Querría usted tomar cuatro pasajeros? —preguntó Mr. Fogg.

—No.

—¿Y dirigirse a Liverpool?

—¿A Liverpool?

—Luego iría usted a Burdeos. No es más que un desvío.

—No.

—Y ¿si se le pone precio?

—Aunque usted pagase doscientos dólares por pasajero...

—Le ofrezco dos mil (10.000 francos).

—¿Por persona?

—Por persona.

—Y ¿ustedes son cuatro...?

—Cuatro.

El capitán Speedy comenzó a rascarse la frente, como si fuera a arrancarse la epidermis.

—¿Es seria su propuesta? —le preguntó al caballero.

—Muy seria. Tengo mucho interés en encontrarme en Londres, el próximo 21, antes de las diez y treinta y cinco de la noche, y si llego a tiempo, agregaré una prima de dos mil dólares.

—¿En total, diez mil?

—Diez mil.

—Es preciso ver a los armadores —respondió el capitán Speedy, muy agitado.

Esta oferta de diez mil dólares para hacer un desvío casi insignificante, estos diez mil dólares que caían en la caja de los armadores y el bolsillo del capitán —porque Andrew Speedy era propietario del "Henrietta" en las dos quintas partes—, y esto cuando el navío iba en lastre, sin carga, era un golpe de suerte.

Un cuarto de hora después, Mr. Fogg y el capitán Speedy llegaban a las oficinas de Formanby and Co. en High Street, y diez minutos más tarde salían de allí con el asunto arreglado.

Mr. Fogg había puesto en las manos de Formanby and Co. la suma de ocho mil dólares, reservando la prima para la llegada, se aquella se ganaba, y Formanby and Co. le había dado un recibo por una suma equivalente, convenientemente redactada, y que ponía el buque de tres palos y hélice "Henrietta", de Nueva York, a disposición de Phileas Fogg, esquire, para transportarlo a Liverpool.

—Yo regreso a bordo —dijo Speedy.

—Yo, al hotel —dijo Mr. Fogg.

—Son las ocho cuarenta. Debemos estar con presión.

—A las nueve, estaremos a bordo —respondió Mr. Fogg.

En efecto, a la hora indicada, Mr. Fogg, Mrs. Aouda, Passepartout y Fix, a quien el caballero ofreció graciosamente pasaje, habían embarcado en el "Henrietta".

¡Cuando Passepartout se enteró de lo que costaría esta travesía de Nueva York a Liverpool, lanzó uno de esos "¡Oh!" prolongados, que recorren todos los intervalos de la gama cromática descendente!

En cuanto al inspector Fix, se dijo que decididamente el Banco de Inglaterra no saldría indemne de este asunto. En efecto, al llegar a Liverpool y admitiendo que el sujeto Fogg no arrojase algunos puñados al mar, ¡más de ocho mil libras (200.000 francos) faltarían del saco de billetes!

 

XXXIII

 

DONDE EL CAPITÁN SPEEDY CONCLUYE UN ASUNTO DE LA MAYOR IMPORTANCIA CON SU PASAJERO PHILEAS FOGG

 

Parecía que Mr. Fogg por fin había agotado la suerte contraria. Había salido vencedor de la última prueba. Había superado este último obstáculo, y si era el azar quien le había proporcionado el "Henrietta", debía agradecérselo al azar.

El capitán Speedy no había exagerado las cualidades náuticas de su navío. Este vapor había sido construido en Inglaterra, en la casa de los Hermanos Leard [sic], de Birkenhead, y durante la Guerra de Secesión, adelantándose a los buques de la marina federal, había forzado varias veces y con éxito los bloqueos de Charleston y de Wilmington.

"¡Entre once y diez [sic: doce] nudos!" había dicho el capitán Speedy, y, en efecto, el "Henrietta" se mantenía en ese promedio de velocidad.

Entonces, si —¿cuántos "si" aún?—, si el mar no se agitaba mucho, si el viento no saltaba al este, si no le sobrevenía ninguna avería a la embarcación, ningún accidente a la máquina, el "Henrietta", en los nueve días que van del 12 al 21 de diciembre, podría franquear las tres mil millas que separan Nueva York de Liverpool.

La tripulación del "Henrietta" se componía de un capitán, un segundo, un teniente y diecisiete hombres, entre ellos dos maquinistas y seis fogoneros. Todos estaban dispuestos a no ahorrar esfuerzos. El capitán Speedy, muy sensible a los billetes, no descuidaría nada para conseguir una travesía rápida. Era un buen marino, un lobo de mar, y maniobraba admirablemente su navío.

Durante los primeros días, la navegación se hizo en excelentes condiciones. No había mar gruesa; el viento parecía fijo al noroeste; las velas fueron izadas, y con estas goletas el "Henrietta" marchó como un verdadero transatlántico. Seguía la ruta loxodrómica, es decir, la de los grandes círculos, que, en una esfera, describe el camino más corto de un punto a otro. Todo andaba a pedir de boca.

Passepartout estaba encantado. La tripulación jamás había visto a un muchacho más animado, más ágil. Tenía con los marineros mil atenciones y los asombraba con sus piruetas. Los prodigaba con los mejores nombres. Para él, maniobraban como héroes, y los fogoneros fogoneaban como caballeros. Su buen humor, muy comunicativo, se impregnaba en todos. Había olvidado el pasado, los problemas, los peligros. Sólo pensaba en la meta, tan cerca de ser alcanzada, y a veces hervía de impaciencia, como si estuviese calentado por los hornos del "Henrietta". En ocasiones, el digno muchacho daba vueltas alrededor de Fix; lo miraba con ojos "que decían mucho", pero no le hablaba. Ya no existía ninguna intimidad entre los dos antiguos amigos.

Por otra parte, Fix se mostraba taciturno, indeciso, preocupado. Buscaba la soledad. Se le escuchaba hablándose a sí mismo entre dientes. Para Passepartout no había duda de que el inspector de policía había reconocido su error, que había cambiado de opinión con respecto a Phileas Fogg. De ahí, un profundo desengaño, una vergüenza muy legítima por haber seguido tan torpemente una pista falsa alrededor del mundo. Pero Passepartout —todo corazón, se sabe— no quería vanagloriarse y aumentar la confusión de Fix dándose aires de suficiencia.

Mrs. Aouda, feliz y confiada, Mr. Fogg, impermeable a toda impresión, esperaban, después de ser instalados lo más confortablemente posible a bordo del "Henrietta".

Todos los mediodías, el capitán Speedy hacía las observaciones y desplegando la carta le indicaba a Mr. Fogg el punto preciso que ocupaba el barco en el Atlántico.

El 13, pasaron la punta del banco de Terranova. Son malos parajes. Durante el invierno sobre todo, allí las brumas son frecuentes, los ventarrones, temibles. Desde la víspera, un brusco descenso del barómetro hacía presentir un cambio próximo en la atmósfera. En efecto, durante la noche, la temperatura se modificó, el frío se volvió más vivo y al mismo tiempo el viento saltó al sudeste.

Era un contratiempo. El capitán Speedy, a fin de no alejarse de su rumbo, debió cerrar velas y forzar el vapor. Sin embargo, la marcha del navío se frenaba, en vista del estado del mar, cuyas grandes olas rompían contra su roda. Sufría movimientos de cabeceo muy violentos, y esto en detrimento de su velocidad. La brisa se transformaba poco a poco en huracán, y se preveía ya el caso de que el "Henrietta" no pudiese mantenerse más delante del oleaje. Ahora bien, si era necesario huir, era a lo desconocido con todas sus consecuencias.

El rostro de Passepartout se ensombrecía al mismo tiempo que el cielo, y, durante dos días, el honesto muchacho sufrió una ansiedad mortal. Pero el capitán era una marino audaz, que sabía hacerle frente al mar, que conocía su navío, y  mantuvo el rumbo, incluso sin ponerse a media máquina.

El "Henrietta", cuando no podía elevarse sobre las olas, las atravesaba, y su puente era barrido totalmente, pero pasaba. A veces también la hélice emergía, batiendo el aire con sus enloquecidas palas, cuando una montaña de agua levantaba la popa sobre el oleaje, pero el maravilloso paquebote continuaba hacia adelante.

Sin embargo, el viento no refrescó tanto como podría temerse. No fue uno de esos huracanes que pasan con una velocidad de noventa millas por hora. Se mantuvo como vendaval, pero desgraciadamente soplaba con obstinación desde el sudeste y no permitió al capitán Speedy hacer uso del velamen. Y ¡qué útil habría sido que viniese en ayuda del vapor!

El 16 de diciembre era el septuagésimo quinto día transcurrido desde la partida de Londres. En resumen, el "Henrietta" no tenía aún un retardo inquietante. La mitad de la travesía ya casi se había realizado, y los peores parajes quedaban atrás. Sin embargo, el capitán Speedy no se pronunciaba aún. En verano, habría respondido del éxito. En invierno, estaba a merced de la mala estación. Así pues, no decía nada. En el fondo, tenía esperanza, y si el viento le faltaba, al menos contaba con el vapor.

Ahora bien, aquel día, el maquinista subió al puente, se dirigió al capitán y conversó largo tiempo con él.

Sin saber por qué —por un presentimiento, sin duda—, Passepartout sintió una vaga inquietud. Veía al capitán Speedy dar señales de impaciencia y contrariedad, yendo, viniendo, maldiciendo, golpeando el piso, alejándose del maquinista, volviendo con él. Esto duró diez largos minutos. Passepartout habría dado una de sus orejas para escuchar con la otra lo que se decía allá. Por fin, el capitán le dijo al maquinista:

—¿Está seguro de lo que afirma?

—Seguro, capitán. No olvide que, desde nuestra partida, navegamos con todos los hornos encendidos.

—¡Maldición! —exclamó el capitán—. Pero ¿qué hacer?

—Es preciso prevenir a Mr. Fogg —respondió el maquinista.

—¡Luego! Aunque sea prevenido, aunque sus compañeros sean prevenidos, aunque la tripulación, aunque el diablo sea prevenido, ¿acaso saldremos del aprieto?

—No, pero al menos el principal interesado en el asunto sabrá a qué atenerse.

—¡El principal interesado soy yo! —replicó el capitán Speedy, terminando la frase con una andanada de juramentos.

Después de eso, el mecánico descendió a la "engine room". Passepartout había escuchado la última parte de la conversación. Era evidente que algo había. El capitán recorría la toldilla como hombre colmado de irritación.

Passepartout no lo soportó más. Se acercó al capitán.

—Señor... —le dijo.

—¡Ve a buscar a tu amo, animal! —exclamó Andrew Speedy, tomándolo por los hombros y recalcando la orden con un gesto vigoroso.

Passepartout no se detuvo a contestar el gesto ni la calificación. Descendió, corrió al camarote de Mr. Fogg, quien, con paso tranquilo, volvió con él a la toldilla.

—¿Quiere hablarme, señor? —le preguntó al capitán.

—¡Y bien, sí, señor! —exclamó Andrew Speedy, que no podía contener las palabras—. ¡Y que el diablo se lleve a las personas que tienen prisa!

—¿Qué hay?

—¡Hay... hay que nos quedaremos sin combustible, si continuamos avivando los fuegos de esta suerte! ¡El "Henrietta" está hecho para navegar a vela y a vapor, y si tenía suficiente carbón para ir tranquilamente de Nueva York a Burdeos, no tiene suficiente para ir a toda máquina de Nueva York a Liverpool!

Passepartout, que escuchaba esta conversación, sentía que las piernas le flaqueaban. Mr. Fogg no se movió.

—¡Comprenderá usted —prosiguió el capitán Speedy— que si hubiera tenido tiempo en Nueva York, me habría aprovisionado! ¡Pero bueno! ¡Llega usted a las ocho y cuarto, y a las nueve partimos! ¡Habría necesitado un día para cargar combustible, un día, señor, y es falta suya, después de todo! ¡Y aún así, si este maldito viento en contra que nos sopla el diablo hubiese quedado en el noroeste! ¡Pero no! ¡En fin, lo prevengo! Si continuamos marchando con todos los hornos encendidos, en dos días no quedará un solo trozo de carbón a bordo.

—¡Ah! —dijo simplemente Mr. Fogg.

Luego, se paseó durante cinco minutos por la toldilla, sin dejar ver ninguna impresión.

Luego, volviéndose al capitán, dijo:

—¿Me ha dicho usted, señor, que su barco está en venta?

—Sí.

—Se lo compro.

—Usted... aquí... ¡cómo así!

—¿Cuánto?

—Señor —respondió el capitán, absolutamente desconcertado—, no se lo voy a poner muy caro. El barco tiene once años. Mis armadores y yo lo valuamos en cincuenta mil dólares (250.000 francos).

—Lo tomo a ese precio.

—Pero es necesario un contrato...

—¡Le pagaré al contado!

Passepartout ya no estaba pálido, estaba rojo, le faltaba la respiración.

Mr. Fogg descendió al camarote después de haber invitado con un gesto al capitán a acompañarlo. Andrew Speedy siguió maquinalmente a su pasajero, sin saber si debía tratar con un loco.

Al llegar al camarote, Phileas Fogg se contentó con decirle:

—Señor, que todo esto no lo asombre. Sepa que perderé veinte mil libras si no estoy en Londres el 21 de diciembre, a las diez y treinta y cinco de la noche. He aquí los cincuenta mil dólares en billetes.

El capitán tomó el dinero sin decir palabra, pero con mano febril.

—Y ahora ¿me pertenece este barco? —prosiguió Mr. Fogg.

—¡Cierto, de la quilla a la perilla de los mástiles!

—Bien. Avive los fuegos y mantenga el rumbo hasta el completo agotamiento del combustible.

El capitán se retiró y algunos instantes después la chimenea del "Henrietta" vomitaba torrentes de humo.

Cuando Fix se enteró de la transacción realizada entre el sujeto Fogg y el capitán, y la enorme suma pagada a éste, tuvo como una apoplejía. Pero al fin se repuso. ¡Cerca de veinte mil libras gastadas! ¡Aunque es verdad que la suma robada al Banco de Inglaterra se elevaba a cincuenta y cinco mil libras!

La embarcación continuó pues navegando a toda máquina, pero, tal como había sido anunciado, dos días después, el 18, el maquinista hizo saber que el carbón se acabaría esa jornada.

—Bien —dijo Mr. Fogg—. Que no se deje apagar los fuegos. Al contrario. Que se carguen las válvulas. ¿A qué distancia estamos de Liverpool?

—A setecientos setenta millas (300 leguas).

—Haga demoler todas las instalaciones interiores del buque y alimente el fuego con los pedazos.

El capitán hizo un gesto de asentimiento. Encontraba muy natural que se quemase la nave... La nave ya no era de él.

Júzguese cuánta madera seca debió consumirse para mantener el vapor con suficiente presión. Aquel día la toldilla, las carrozas, los camarotes, los ranchos, el sollado, todo se fue.

El día siguiente, 19 de diciembre, se quemó la arboladura, la madera de respeto, las berlingas. Se abatieron los mástiles, se los cortó a hachazos. La tripulación ponía un celo increíble. Passepartout, talando, cortando, serrando, hacía el trabajo de diez hombres. Era un furor de demolición.

El día siguiente, 20 de diciembre, los parapetos, las empavesadas, la obra muerta, la mayor parte de la cubierta fueron devorados. El "Henrietta" no era más que un barco desarbolado como un pontón.

Pero aquel día, a las diez de la noche, el barco estaba apenas a la altura de Queenstown. ¡A Phileas Fogg no le quedaban más que veinticuatro horas para llegar a Londres! Ahora bien, ése era el tiempo que precisaba el "Henrietta" para alcanzar Liverpool, incluso navegando a todo vapor. ¡Y el vapor le iba a faltar al final al audaz caballero!

—Señor —le dijo entonces el capitán Speedy—, ¡todo está en nuestra contra! No estamos más que ante Queenstown.

—¡Ah! —dijo Mr. Fogg—. ¿Es Queenstown esa ciudad cuyas luces percibimos?

—Sí.

—¿Podemos entrar en el puerto?

—No antes de tres horas. Sólo con la pleamar.

—¡Esperemos! —dijo tranquilamente Phileas Fogg, sin dejar ver en su rostro que, por una suprema inspiración, iba a intentar vencer una vez más la suerte adversa.

En efecto, Queenstown es un puerto de la costa de Irlanda en el cual los transatlánticos que vienen de los Estados Unidos dejan al pasar sus sacos de correo. Este correo es llevado a Dublín por expresos siempre listos para partir. De Dublín arriban a Liverpool por vapores de gran velocidad... adelantándose así en doce horas a los navíos más rápidos de las compañías marítimas.

Estas doce horas que ganaba así el correo de América, Phileas Fogg pretendía ganarlas también. En lugar de llegar en el "Henrietta", a la noche siguiente, a Liverpool, lo haría al mediodía y, por consiguiente, tendría tiempo de estar en Londres antes de las diez y treinta y cinco de la noche.

Hacia la una de la mañana, el "Henrietta" entraba con la pleamar en el puerto de Queenstown.

Los pasajeros desembarcaron inmediatamente. Fix, en ese momento, tuvo un deseo feroz de detener a su hombre. ¡Pero no lo hizo! ¿Por qué? ¿Qué combate se libraba en su interior? ¿Había cambiado de opinión con respecto a Phileas Fogg? ¿Comprendió al fin que se había equivocado? Sin embargo, Fix no abandonó a Mr. Fogg. Con él, con Mrs. Aouda, con Passepartout, que no se tomaba el tiempo siquiera de respirar, se subió al tren de Queenstown a la una y media de la mañana, llegó a Dublín al amanecer y se embarcó de inmediato en uno de esos vapores, verdaderos husos de acero, todo máquina, que, desdeñando levantarse sobre las olas, pasan invariablemente a través de ellas.

A la una de la tarde, el 21 de diciembre, Phileas Fogg desembarcaba al fin en el muelle de Liverpool, cerca de la Torre Victoria [sic]. No estaba más que a seis horas de Londres.

En ese momento, Fix se acercó, le puso la mano sobre el hombre y, exhibiendo su orden, dijo:

—¿Es usted el señor Phileas Fogg?

—Sí, señor.

—¡En nombre de la reina, lo detengo!


Vemos en esta versión que Phileas Fogg resuelve este último contratiempo como lo hizo en tantas ocasiones anteriores, apelando al poder del dinero para tomar pasaje en el "Henrietta" y que para la versión del libro Julio Verne tuvo una ocurrencia genial: la de convertir al Sr. Fogg en un secuestrador, encerrando al capitán Speedy y tomando posesión de la nave.
El descubrimiento de este capítulo perdido pone en evidencia el proceso de creación de una de las mejores obras literarias de Verne.