En la guanera del puerto de Stokes se trabajaba febrilmente y sin un momento de tregua, entre el incesante vocerío de los vigilantes y las roncas imprecaciones de los mineros. Unos y otros se sentían a un tiempo casi asfixiados por las pestíferas emanaciones del guano y por el polvo que éste levantaba entre espesísimas nubes sobre las hediondas capas que por espacio de siglos y siglos depositaran allí las aves marinas.
Ya había empezado el mes de julio hacía varios días y se presentaba frío y tempestuoso entre frecuentes huracanes que, al desencadenarse, levantaban las poderosas olas del Océano Pacífico.
Las numerosísimas islas que flanquean el borde extremo de la América meridional y la cercana tierra del Fuego se hallaban cubiertas de nieve; hasta las mismas costas del Estrecho de Magallanes empezaban a hacerse impracticables a causa de las violentísimas resacas producidas por los impetuosos vientos que suelen reinar en aquellas desoladas regiones.
En la América meridional el mes de julio corresponde al de enero; de modo que cuando en nuestro hemisferio septentrional nos abrasa el calor, allí se hielan de frío.
Había llegado, pues, el momento de abandonar la guanera del puerto de Stokes, de dar un adiós a la isla de la Desolación, que estaba a punto de convertirse en un desierto de nieve y retirarse a Punta Arenas o a los puertos chilenos del Pacífico.
Sólo faltaba completar la carga del último buque, que se balanceaba desesperadamente entre las olas del puerto y tenía prisa por salir, antes que un huracán formidable lo lanzara contra la costa o lo condujese a las peligrosísimas y selváticas escolleras de las Once Mil Vírgenes.
El trabajo de las guaneras, tanto en las islas Chinchas, que son las más ricas y producen anualmente más de cuatrocientas mil toneladas de guano, con gran provecho para el gobierno del Perú, como en las recientemente descubiertas en las islas del Estrecho de Magallanes o de la Tierra del Fuego, pertenecientes al gobierno de Chile, es mucho más pesado que el de las minas de carbón fósil. Sólo los hombres muy robustos y los culis chinos pueden resistir el polvo amarillento y salino que les golpea de todas partes cegándoles, y los horribles olores que brotan de aquellas masas de antiguas deyecciones. Un hombre débil o un novicio no podrían pasar dos horas sin correr el peligro de morir asfixiados.
Aquellos depósitos, formados por excrementos de aves marinas, los piqueros, los sarcillos, las gaviotas, los alcatraces, especie de cormoranes feísimos, que en aquella isla se cuentan por millones, alcanzan a menudo una altura considerable, que llega hasta los treinta metros.
Están dispuestos en capas horizontales y muy espesas, ora onduladas, ora extrañamente retorcidas, especialmente en la parte alta; son oscuros en su base, donde se encuentra el guano pardo o guano antiguo, grisáceos en el centro y rojizos en lo alto, que es donde está el guano blanco, o sea, el guano recientemente depositado.
Dichos depósitos no se componen solamente de estiércol de ave, sino también de huevos y residuos de pescado, pues los pájaros de guano son tan formidables pescadores como glotones formidables. Y tienen además tal abundancia de fosfato de cal y de amoniaco que triplican la producción de las plantaciones de las Antillas, del Perú, de Bolivia y de todas las regiones del mundo.
Aunque recientemente descubiertas, las guaneras del puerto de Stokes habían sufrido ya una enorme depresión en sus yacimientos. Más de veinte buques, que navegaban con rumbo a Australia y a los puertos del África del Sur, habían exportado miles y miles de toneladas de aquel precioso compuesto, no obstante lo cual, aquellas minas eran tan ricas que podían cargar tres veces más.
Sin embargo, había llegado, como queda dicho, la mala estación con sus tempestades y huracanes de nieve y, por lo tanto, los mineros, que desde unos cuantos días venían ya padeciendo los rigores del invierno en sus míseras cabañas improvisadas a lo largo de la plaza, trabajaban afanosamente para completar la carga del último buque.
Componían un centenar de hombres, recogidos en todos los puertos de Chile y del Perú; pero eran, en su mayor parte, cholos, raza robusta procedente del cruzamiento de la sangre española con la india, de estatura más bien baja que alta, piel oscura y amarilla, cabello negro y liso, barba rala y ojos pequeños y vivos que despiden chispas salvajes.
Tienen, empero, el aire de bandidos y son poco seductores, con sus líneas deshechas por la dura labor de aquellas fétidas minas, la piel roída por las sales amoniacales y los párpados llenos de pústulas, todos harapientos y cubiertos de polvo del que sus anchos sombreros de paja de Guayaquil o de fieltro de grandes alas no llegan a proteger.
Se subían a los estratos, cavando con fuerza, estornudando y tosiendo incesantemente, arrancando grandes moles que otros hombres se apresuraban a depositar en los sacos para embarcarlos luego en ciertas galeras llamadas balsas y trasbordarlas después a la pequeña nave que se balanceaba en medio del puerto.
De cuando en cuando se oían grandes detonaciones y abrían inmensas grietas en aquellos depósitos, que a la vez que levantaban nubes de polvo y dejaban ciegos a todos durante algunos minutos, despedían tales hedores que hacían escapar hasta a los vigilantes.
Eran barrenos que estallaban para disgregar el guano pardo, que oponía increíble resistencia a los mismos azadones por hábiles que fueran los que los manejaran.
De cuando en cuando algunos hombres caían medio asfixiados y eran llevados abajo, donde con una taza de chicha —especie de cerveza hecha con maíz fermentado— pronto de reponían para retomar la dura labor y correr la misma desgracia pocas horas después.
Los vigilantes, en número de seis, pertenecientes todos a la raza blanca y armados de sendos trabucos, escopetas cortas de boca ancha, les molestaban con amenazas y continuas imprecaciones para evitar el menor conato de rebelión.
Tenían prisa por poner término a aquella vida desdichada que venían llevando desde hacía siete meses y volver a sus viviendas sitas en el estrecho, en Punta Arenas, vida desdichada no menos dura que la de los trabajadores, aunque no estaban obligados a manejar los pesados azadones, ni a exponerse a las explosiones de los barrenos que comúnmente producían funestos resultados.
—Daos prisa —decía un joven ayudante, moreno como un mestizo, de ojos negros y aterciopelados, que mascaba con visible satisfacción algunas hojas de coca mezcladas con un poco de carbonato de potasa—. El tiempo se pone feo y la Pillán quiere levar anclas antes que anochezca.
¿Es verdad, Pardo, que habrá doble ración de caña?
—Y chicha en abundancia —contestó un viejo vigilante de arrugado rostro y barba casi cana, que vestía el poncho de brillantes colores para preservarse de las heladas ráfagas procedentes de las altas montañas de la Tierra del Fuego.
—¿Acabaremos, Pardo?
—Es preciso —repuso el viejo.
—¿También tú tienes prisa por volver a casa?
—Como que hace tiempo que no veo a Mariquita.
—¿La hija del señor López? ¿Aquella bella muchacha a quien llaman la Estrella de la Araucania?
—Quiero asistir a su matrimonio, querido José. La he hecho bailar encima de mis rodillas y me llama tío Pardo. ¿Cómo quieres tú que falte yo a su boda?
—¿Ha regresado Alonso?
—Debe haber fondeado ya en Punta Arenas y con un buen cargamento seguramente. ¡Es un gran ballenero ese joven! No le hay igual en todas las costas del Pacífico ni en las del Atlántico.
—¿Y Pedro? —preguntó el joven vigilante—. ¡Qué golpe para él!
—Tendrá que resignarse con perder a Mariquita. ¡Debía llegar antes que Alonso!
—No sé si se conformará. Puede ser un hombre peligroso.
—Un tiempo lo fue. Sé que intentó dos veces abordar la barca de su primo Alonso, aprovechándose de la niebla, y también que de un espolonazo quiso un día partirla en dos...
—Habladurías seguramente.
—No —dijo el viejo vigilante—. La noche en que Pedro trató de partir la barca en dos, iba yo al timón y evité el espolonazo milagrosamente.
—¿Estabas tú? —exclamó el joven.
—Sí, José. Era yo contramaestre a bordo de la Rosita.
—¿Era una noche de niebla?
—Como que a veinte pasos no se veía nada.
—¿Y cómo pudiste evitar el golpe de la Quichua?
—Con un timonazo a tiempo —repuso Pardo—. Si hubiese tardado dos segundos más, la Rosita hubiera quedado partida por la mitad. Recuerdo precisamente que en aquel momento atravesábamos el Cabo de Hornos y que el mar nos empujaba violentamente hacia la formidable escollera.
—Entonces Pedro no se conformará —dijo José, que estaba pensativo—. Lo sentiría por Mariquita, a quien tanto quieren en Punta Arenas.
—Le vigilaremos, amigo mío —dijo el viejo—. Es verdad que no soy joven: pero tengo fuertes los brazos aún y llevo siempre la navaja al cinto.
—¿Dónde está Pedro ahora?
—Desde que Mariquita, hace cosa de un año, le negó su mano, se retiró al Puerto del Hambre.
—¿Ha vuelto de la pesca? —preguntó José.
—Sí; debe de haber vuelto algunos meses ha —contestó el viejo—. Me dijeron que habían visto a la Quichua, bien cargada por cierto, embocar el canal de Messier.
—Ya quisiera estar en Punta Arenas.
—Esta noche embarcaremos, José. Antes que anochezca, la Pillán habrá terminado la carga y estaremos libres. Ya he dado orden de que preparen nuestra chalupa.
Algunos toques de campana interrumpieron el diálogo. Era la señal del descanso, breve pero de todo punto necesario para no acabar completamente con aquellos desdichados que se asfixiaban en medio del polvo y de las emanaciones amoniacales que se escapaban por las grietas abiertas en las capas de guano. Los mineros, pálidos, deshechos, con los ojos hinchados y los párpados rojos, habían echado los azadones, y se deslizaban cuesta abajo por aquellos montículos para ir a agruparse en la playa, alrededor de las hogueras, donde hacían hervir las ollas y calderas de cobre de monstruosas dimensiones, y donde, debajo del rescoldo, se cocían enormes tamales, especie de tortas de harina de maíz, sazonadas con grasa, que en Chile y el Perú sustituyen mal que bien al pan.
Los tazones circulaban y se vaciaban con prodigiosa rapidez, sin que las enormes calderas dieran muestras de agotarse. Aquellos mineros, dotados de un estómago excepcionalmente robusto, apenas saboreaban, tanta era su hambre, el chupe de chiche, mixtura compuesta de insectos acuáticos bastante buena; o el puchero, formado con carne, salchicha, yucas, plátanos, raíces, con mucho ají, una verdadera olla podrida; o la quinua atamalada, plato formado con una semilla muy en boga entre los indígenas.
Pero vaciaban especialmente las botellas de chicha, cerveza obtenida con la fermentación del guiñapo, después de haber sido éste bien mascado... ¡por viejas desdentadas!
Los que primero acababan de comer hacían sitio a los otros y se echaban en la arena de la playa a gozar del sol y a mascar un poco de coca hábilmente preparada.
Esta coca, que en el Perú y en Chile hace las veces del tabaco y de la cual se hace un consumo tan excesivo como del tabaco en Europa, es una mezcla de hojas verdes, producidas por un arbusto que los indígenas llaman matu cancha y crece en los valles bien resguardados de los Andes, una pizca de carbonato de potasa, que sacan del tallo de la quinua, y cal; todo ello amasado con un poco de agua.
Para preparársela mascan antes algunas hojas formando una pelota, después la amasan con la cal y con el carbonato; luego se la colocan en un ángulo de la boca empleando el mayor tiempo posible para comerla, a fin de prolongar aquella especie de éxtasis que produce y puede hasta calmar el hambre durante un tiempo bastante largo.
Estaba la comida a punto de terminar, cuando desde lo alto de una roca que caía a plomo sobre la bahía oyóse de improviso una voz que gritaba:
—¡Allá!... ¡Una ballena!... ¡En la isla Grafton!
Todos se levantaron, abandonando precipitadamente tazones y botellas. Un hombre, de pie en lo alto de la roca, tendía los brazos señalando a lo lejos y gritando:
—¡Una ballena! ¡Una ballena!
Aunque los gigantescos cetáceos no sean cosa rara en las proximidades de la Tierra del Fuego y aparezcan a menudo en las playas meridionales de Chile, aquel grito produjo, sin embargo, cierto efecto entre los mineros.
Pardo, ballenero viejo, se levantó el primero y se dirigió a la roca, seguido de José, mientras los demás corrían a lo largo de la playa para avisar a los marineros.
—¡Eh, viejo Morales! —gritó Pardo mientras subía fatigosamente la roca—. Supongo que esto no será una broma. No tengo las piernas que tenía a los veinte años...
—No; corred, es una verdadera ballena —gritó el minero—. Está doblando aquella punta y las olas la empujan hacia aquí.
—¡La empujan!... Querrás decir que nada.
—No, Pardo; me parece muerta.
—La perseguirá algún buque.
—No: está sola.
—¡Canario!... ¡Veamos!
El antiguo ballenero, haciendo un último esfuerzo y con la ayuda de José, llegó hasta la cima del escollo, que, por ser muy alto, dominaba una gran extensión del Océano y la punta septentrional que cerraba el puerto de Stokes.
—¿Dónde está la ballena? —preguntó.
—Allá abajo, ¿no la veis? —contestó el minero tendiendo un brazo hacia Occidente—. Mirad: en este momento pasa frente a la punta y parece que quiere ir hacia Grafton.
—¿No será la quilla de algún buque?
—Tengo buenos ojos todavía, aunque quemados por el polvo. Es una verdadera ballena y muerta; veo que tiene dos arpones clavados en los lados. La he visto en ocasión en que una ola la levantaba, y tengo la seguridad de no haberme equivocado.
El antiguo ballenero se acercó al borde extremo de la roca y dirigió una rápida mirada al Océano formado a la sazón por gruesas y espumosas olas, que corrían mugiendo a estrellarse contra las costas de la isla de la Desolación.
—¿No estarás ofuscado? —preguntó.
—No, Pardo —contestó el interpelado—. Hace diez minutos la estoy observando.
—¿Dónde está ahora?
—Detrás de aquella escollera.
—¿Y has visto dos lanzas?
—Sí; os lo juro.
—No necesito que jures —dijo el viejo—. Siempre tuviste buen ojo, Morales, y has sido marino como yo. Si realmente se trata de una ballena muerta, nos apoderaremos de ella y todos los mineros tendrán su parte correspondiente.
—¿La veis ahora? Vuelve a aparecer detrás de aquella punta.
El viejo se puso una mano ante los ojos para defenderse de los rayos solares, que proyectaban destellos cegadores, y miró a lo lejos.
—Sí —dijo unos instantes después—. No te equivocaste. Es una fortuna que viene a nosotros, que gastamos la vida entre estas guaneras.
—Mirad su enorme cabeza.
—La distingo perfectamente.
—¿Y las dos lanzas?
—Sí, son dos. ¿Quién la habrá arponeado para abandonarla luego? Un buque ballenero no la habría dejado, a no ser que...
—¿Qué queréis decir?
—A no ser que haya naufragado antes de alcanzarla —repuso el viejo.
—¿La habrá matado Alonso? —preguntó José—. Me dijiste que no tenías la seguridad de que hubiese llegado con su buque a Punta Arenas.
—Silencio —dijo el viejo, que acababa de experimentar una emoción indecible—. Si la hubiese matado él y no se viera el buque... creería que le ha ocurrido una desgracia.
—Tal vez está ya en Punta Arenas haciendo los preparativos para la boda —dijo José—. ¡Oh! ¡Mira! ¿No ves?
—Sí; veo que la corriente y el viento empujan la ballena hacia nosotros y que se trata de un cetáceo enorme, amigo mío.
—Mira mejor —dijo—. Entre las gibosidades del dorso veo dos bultos que se diría se asemejan...
—Por vida de... —exclamó el viejo ballenero palideciendo—. A dos hombres, ¿verdad?
—Sí, Pardo.
—Es cierto —dijo el minero Morales.
—Y al parecer no dan señales de vida —añadió el ballenero.
—Sí, Pardo; a no ser que duerman.
—Es imposible, José —contestó el viejo, cuya emoción iba en aumento—. Dos hombres no se atreverían a dormir, máxime hallándose tan cerca de las costas. Deben haber muerto o estar agonizando.
—Pardo, hagamos levar anclas a la Pillán y vamos a abordar esa ballena —dijo José—. Tal vez lleguemos a tiempo de salvarles.
—La Pillán tiene que envergar las velas todavía y perderemos demasiado tiempo. Tenemos nuestra chalupa y entre esos mineros no faltan buenos marinos. Ven, José: vamos al encuentro del cetáceo.
Mientras bajaban, los mineros de las guaneras, como si hubiesen adivinado sus propósitos, botaron al agua una gran chalupa que había estado hasta entonces en la playa para resguardarla de las oleadas del Océano.
—¡Muchachos! —gritó el viejo Pardo—. ¿Quién quiere seguirme?
A esta voz se adelantaron veinte o treinta hombres, casi todos marinos o pescadores viejos.
—Con ocho basta —dijo Pardo—. Suban los más robustos. Los restantes no perderán su parte, puesto que la ballena será de todos.
Ocho jóvenes robustos saltaron a la chalupa como un solo hombre, agarrando prontamente los remos.
El antiguo ballenero se sentó al timón, mientras José tomaba asiento en el último banco preguntando:
—¿Hemos de alzar el palo y desplegar la vela?
—Es inútil —respondió el viejo—. La alcanzaremos del mismo modo, antes que las olas se la lleven.
La chalupa se apartó de la playa, pasando a popa del buque y entre las balsas que volvían descargadas, y dirigióse rápidamente hacia la punta septentrional, luchando vigorosamente con las olas.
El Océano estaba malísimo, aunque no tempestuoso. En aquellas lejanas regiones es muy raro hallarlo tranquilo en las proximidades de las costas, a causa de las fuertes rachas de viento, que los balleneros llaman williwaws y proceden de las ásperas y profundas gargantas de la cercana Tierra del Fuego y hasta de la isla de la Desolación. Aquellas ráfagas impetuosas, que casi no cesan durante el invierno, repercuten contra las montañas y contra las numerosísimas islas que circundan aquellas tierras y dirigiéndose luego al Océano levantan olas gigantescas que ponen en serio peligro a los navegantes.
La chalupa que ocupaba Pardo y sus compañeros era a prueba de escollo, con la borda bastante alta, larga quilla y un arqueo nada común, pues era de nueve toneladas. Por otra parte, los hombres que la tripulaban habían sido marinos y conocían los peligros que encierran aquellos parajes.
Hábilmente dirigida por el viejo patrón, salió del puerto remontando ligeramente las olas, que engrosaban con furor e iban a estrellarse con terribles mugidos contra las playas.
La ballena no estaba más que a medio kilómetro de la punta septentrional del puerto de Stokes y empujada por el viento y conducida por alguna corriente marina, avanzaba con lentitud hacia Mediodía, ora hundiéndose pesadamente en los abismos del mar, ora subiendo las crestas espumosas, con un amplio vaivén.
Era una de aquellas ballenas que los pescadores llaman de dos aletas, especie más bien rara, que sólo se encuentra en los mares antárticos. Es una de las más grandes, pues su longitud alcanza unos dieciocho metros.
Asemejan a las demás; si bien su piel, en vez de ser negruzca es verde-gris; tienen el hocico ancho y obtuso, la mandíbula inferior más saliente que la superior; en vez de una sola aleta dorsal, tienen dos muy desarrolladas, derechas, de forma triangular, perfectamente separadas, y los ojos, aunque más pequeños, bastante más inteligentes y vivos.
En el dorso de aquel enorme cetáceo, un poco hacia la primera aleta, había clavados dos arpones, a los cuales se veían todavía unidas las estachas y que habían causado dos grietas considerables, de las que debía de haber manado la sangre en abundancia, pues se veía manchado todo el flanco hasta el nivel de inmersión.
En cambio, más arriba, entre las gibosidades de las dos aletas se veían dos seres humanos pegados uno a otro y que parecían no dar ya señales de vida.
Encima de ellos un sinfín de pájaros marinos, cormoranes negros y lestris antárticas, que tienen garras como las aves de rapiña, y gaviotas revoloteaban en gran número, sin demostrar ningún temor, ora levantándose, ora bajando para arrancar del cuerpo del cetáceo algún trozo de manteca.
—Aquellos desgraciados deben estar muerto y desde algún tiempo —dijo el antiguo ballenero a José.
—Tal creo —repuso éste con tristeza—. ¿De dónde vendrán esos infelices y a qué buque habrán pertenecido? ¿Llegaremos a averiguarlo?
—Tal vez encontremos en sus bolsillos algún documento.
—¿Cuántas semanas hará que esta ballena ha muerto?
—Algunas —respondió el viejo—. Tiene casi pelado el dorso y penden de sus flancos sendos pedazos de manteca. Las aves marinas e incluso los tiburones se han alimentado de ella abundantemente, y tú no ignoras que ni unos ni otros se atreven a acercarse a esos cetáceos hasta después de algún tiempo de haber muerto.
—¿No habrá en los mangos de los arpones el nombre del buque a que pertenecieron? —preguntó José.
—No, pero lo encontraremos en las duelas.
—¿Qué son las duelas?
—Tablitas de corcho atadas al extremo de las estachas, en las cuales está grabado con hierro candente el número del buque y a veces las iniciales del capitán. Es una costumbre establecida para que ningún buque se apodere de una ballena muerta por otra tripulación; y cuanto a esto, dicho sea en su honor, los balleneros son leales.
—¿De modo que por lo menos sabremos a qué buque pertenecían aquellos dos marinos?
—Sí; siempre y cuando las estachas se mantengan intactas.
—¿Y por qué los dos hombres se refugiaron en el dorso de la ballena? He ahí una cosa que no acierto a explicarme, Pardo —dijo José.
—Yo supongo que la ballena volcaría la chalupa que le daba caza y que aquellos marinos, probablemente los únicos supervivientes, se agarraron oportunamente a las estachas.
—¿Y por qué no acudió su buque en auxilio de ellos?
—Querido José —dijo el viejo—, cuando las ballenas están heridas huyen, y no hay nave alguna, por rápida que sea su marcha, que pueda darles alcance. Tal vez aquella a que pertenecía la chalupa está buscándola en estos momentos y no me sorprendería verla aparecer de un momento a otro a no ser que...
—Sigue, Pardo —dijo el joven.
—Un golpe del cetáceo no la haya hundido. Conozco casos de esta naturaleza. ¡Eh, muchachos! ¡Fuerza a los remos! Doblamos el Cabo y el Océano está muy movido.
La chalupa había doblado el cabo meridional del puerto de Stokes y avanzaba ahora hacia el Océano, luchando fatigosamente contra las olas, que la acometían con violencia, no teniendo ya la protección de las escolleras, que hasta entonces habíanla servido de muro de contención disminuyendo la furia de las mismas.
Si bien en aquel momento no soplaba ninguna ráfaga procedente de la Tierra del Fuego, el Pacífico ofrecía un espectáculo poco tranquilizador. Las grandes olas, que encontraban un obstáculo a su paso en la barrera de islas que se extienden a lo largo de la costa de la Desolación, rebotaban rabiosamente y con tan violentas detonaciones que éstas parecían producidas por centenares de descargas de artillería. Se rompían, volvían a formarse subiendo las costas con ímpetu desenfrenado, y bajaban luego tumultuosamente dejando al descubierto los escollos y las playas durante mucho rato. Después emprendían de nuevo sus formidables asaltos causando contraondas en extremo peligrosas hasta para una chalupa tan grande y tan robusta como la tripulada por los mineros de las guaneras.
En medio de aquellas líquidas masas jugueteaban, dirigiéndose todos hacia la ballena, centenares y centenares de micrópteros, pajarracos extraños, grandes como ocas, con alas tan cortas que no les permiten volar; pero que en el agua nadan con increíble rapidez, ayudándose con sus alitas y patas palmeadas y alcanzando una velocidad de diez millas por hora.
Se dejaban caer a bandadas desde las rocas y, repelidos con fuerza por la violencia de las olas, se alejaban dejando detrás de sí una estela espumosa como si fueran microscópicos barcos de vapor. Habían divisado al cetáceo y como formidables devoradores que son, se apresuraban a tomar parte en el banquete.
Los mismos guanaes, o sea, los pájaros del guano, se dirigían en bandadas numerosas y a grito pelado hacia la enorme masa, volando a la máxima velocidad para llegar antes que los otros. Eran bandas de patillos, cormoranes, sarcillos y piqueros y tan abundantes que un solo trabucazo habría producido entre ellos verdaderos estragos.
—Van a disputarse la manteca de la ballena —dijo José—. Pero siempre quedará en cantidad abundante para nosotros.
—Aunque así sea, hemos de apresurarnos —repuso el viejo Pardo—. Entre esas aves he visto buitres negros y éstos mejor se aferran a los cadáveres humanos que a los cetáceos. Podrían destrozar el rostro de los dos marinos y volverlos irreconocibles.
—¿Pero tienes esperanza de reconocer a esos dos infelices?
—Pocos son los balleneros que no conozco —repuso el viejo—. He navegado en más de veinte barcos chilenos, argentinos y hasta ingleses de las Malvinas. ¡Alerta, muchachos! Fuerza a los remos y cuidado con las grandes olas. Diez minutos más y abordaremos la ballena. Tú, José, prepara el anclote que echaremos en las barbas de la ballena para llevarla a remolque al puerto. Después cuidaremos de los dos hombres que, por otra parte, no deben de tener ya necesidad de nuestro auxilio.
Empujada la barca por aquellos ocho remos diestramente manejados, se acercó al inmenso cetáceo. Este tenía gran parte de la cabeza fuera del agua y la boca abierta a causa de haberse cruzado accidentalmente las barbas córneas del mismo. Estas barbas son las largas láminas de hueso, dentadas en uno de los extremos y variopintas, que bajan en línea recta formando una especie de seto; con ellas se elaboran las denominadas ballenas, que sirven para la fabricación de los paraguas de lujo.
Aquella abertura en la que se precipitaban las olas mugiendo fragorosamente como si entraran en una caverna marina, era tan inmensa que podía contener perfectamente la chalupa con todos sus tripulantes y aun otra más pequeña. Al verla se podía suponer que aquella garganta había sido creada para tragarse cuanto se le presentaba. No es así, puesto que las ballenas no son nada devoradoras. Puede llamárselas, en cambio, miserables pescadoras, que se ganan pesadamente la comida con sus barbas y su lengua, contentándose con una frugal fritura que los tiburones y los delfines despreciarían.
El antiguo ballenero clavó un gancho grande en la mandíbula inferior del cetáceo, provisto de una resistente cadena, y luego alejó la chalupa de un empujón para alcanzar el lado derecho de la gigantesca masa e intentar la escalada.
De uno de los arpones pendía una estacha, una cuerda bastante gruesa para sostener el peso de un hombre. El ballenero retiró del agua la parte sumergida, esperando encontrar la tablita que llevara incisas las iniciales del capitán y el nombre del buque.
—¿Se ve algo? —preguntó José, que se había levantado.
—No hay nada —contestó el viejo—. La cuerda está rota.
—¿Puedes subir al dorso de la ballena?
—Creo que sí.
—Permíteme este honor —dijo José saltando rápidamente de banco en banco—. Soy más joven y más ligero que tú.
Agarróse a la cuerda y apoyando los pies en el cuerpo de la ballena, que estaba lleno de protuberancias, empezó a subir sin precipitarse, a fin de que el arpón no saltara o el mango, que es de madera, no se rompiese.
Sus compañeros tenían la barca junto al cetáceo para estar prontos a recogerlo en caso de que cayese.
El joven, que era fuerte y diestro, en pocos momentos alcanzó el asta y se subió al dorso del cetáceo, dirigiéndose a los dos cadáveres, que, como dejamos indicado, estaban acurrucados uno al lado de otro.
Eran dos hombres de unos treinta años, de hercúleas formas, que vestían amplios impermeables, pantalones de grueso paño azul y pesadas botas de mar. Tenían ambos largas barbas rojizas y las facciones espantosamente alteradas a causa sin duda de una larga y dolorosa agonía. Sus mejillas estaban hundidas, sus narices gangrenadas, la frente pelada sin duda por las aves marinas y vacías las órbitas.
José quedó aterrado al verlos en ese miserable estado y se detuvo a cierta distancia observándoles con atención deseoso de reconocerles. Aunque de tal modo desfigurados, le pareció que aquellos semblantes no le eran totalmente desconocidos.
—¿Están muertos? —le preguntó una voz a su espalda.
Era el viejo ballenero, que después de algún trabajo, había logrado subir al lado de José.
—Sí —contestó éste con voz trémula—. Deben haber muerto de frío y tal vez de sed.
—¿No recuerdas haberles visto nunca?
—Fíjate tú también en ellos, Pardo.
El pescador avanzó un tanto y un grito se escapó de sus labios.
—¡Ah, pobrecitos! ¡Pobre Mariquita! ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!
—¿Qué ocurre, Pardo? —preguntó José asustado.
—¿No les has reconocido?
—No... Sin embargo, aquél de barba roja y desordenada tiene un semblante que no me es desconocido.
—Son los hermanos Darranos.
—¿Estás seguro? —preguntó José con voz alterada.
—Pescaron conmigo durante tres años.
—¡Siendo así la Rosita se ha perdido!
—Destrozada por la ballena... tragada tal vez... no sé. ¡Pobre Alonso! ¡Bien me temía yo que hubiera ocurrido alguna desgracia a su barca de pesca!
—¿Y esos desdichados se embarcaron con él?
—Como que yo mismo les inscribí en el rol.
—¿Y cómo están aquí sólo ellos dos? ¿Y los demás? ¿Y Alonso? ¿Habrán perecido todos?
—El director de las guaneras cuidará de que se haga luz en este naufragio. Él sabe leer y nosotros no.
Esto diciendo, el ballenero se inclinó sobre el cadáver que tenía más próximo y le arrancó un paquete de documentos que tenía entre los rígidos dedos.
—¿Habrá ahí algo escrito? —preguntó José.
—Veo palabras.
—Bajemos, vámonos, amigo Pardo.
—Espera. Ante todo bajemos estos desdichados a la chalupa. Les daremos honrosa sepultura en vez de dejar que sigan siendo pasto de petreles y gaviotas.
—No hay necesidad desde el momento en que vamos a remolcar la ballena hasta la playa. Les quitaremos después.
—Veamos antes si tienen otros papeles.
Aunque el pescador sentía un horror profundo al tocar aquellos cadáveres, hurgóles los bolsillos, muy grandes, que se abrían a sus espaldas, pero no encontró en ellos más que un cuchillo, una pipa, dos petacas vacías y un poco de lápiz que parecía haber sido mordisqueado. Púsolo todo en el ancho cinturón de lana que le oprimía la chaqueta y se agarró en seguida a la cuerda, indicando a José que le imitara.
Los mineros, que habían permanecido en la chalupa, les esperaban con impaciencia y hasta con angustia.
—¿Están muertos? —preguntaron todos en coro en cuanto el viejo y José estuvieron en la chalupa.
—Y hace ya algunas semanas —contestó el ballenero, que al parecer retenía las lágrimas.
—¿Quiénes son?
—¡Amigos míos!
—Pero ¿quiénes?...
El pescador, en vez de contestar, hízoles señal de que echaran mano a los remos indicando el puerto de Stokes.
Los mineros, ayudados por José, alejaron la chalupa que las olas amenazaban con volcar y destrozar contra la cabeza de la ballena; aseguraron la cadena al anillo de hierro de popa, y se pusieron a bogar enérgicamente remolcando la enorme presa.
El viejo Pardo, sentado a popa, triste y cabizbajo, no había pronunciado una palabra. Salvo de cuando en cuando en cuanto se pasaba el dorso de la callosa mano izquierda por el arrugado rostro, para enjugar seguramente alguna lágrima.
—¡Pobre viejo! Tú piensas en Mariquita —le dijo dulcemente José—. Tal vez no ha ocurrido la desgracia que presientes. No nos hemos enterado todavía de aquellos documentos. ¡Quién sabe! Tal vez esta ballena la mató el mismo Alonso y la perdió después, y su barca de pesca habrá llegado felizmente a Punta Arenas. En cuyo caso, la desgracia no sería tan grande como tú supones.
—Esto no son más que esperanzas —contestó el ballenero suspirando—. Nadie me ha dicho que la Rosita haya regresado de su campaña de pesca.
—¿A dónde fue?
—Al Sur del Cabo de Hornos, en el Antártico.
—Puede haber subido por las costas orientales de la Tierra del Fuego y penetrado en el estrecho desde el Cabo del Espíritu Santo. Di, ¿no hay una corriente que va del Cabo de Hornos a Chile?
—Sí —contestó el ballenero.
—Pues bien. Puede darse el caso de que este cetáceo fuera muerto cerca de una de las numerosas islas de la costa meridional de la Tierra del Fuego, y que huyendo hacia el Norte viniera a morir a estos parajes.
—¿Y tú crees que la Rosita habría abandonado la ballena? No, José; un ballenero no abandona la presa, sino que si la pierde, la busca hasta dar con ella.
—Puede haber ocurrido una borrasca que obligara a Alonso a doblar el Cabo de Hornos. Ya sabes que allí suelen estallar con frecuencia y con una violencia terrible. ¡Vaya, Pardo, ánimo! No ha llegado aún el momento de que te desesperes.
El viejo movió tristemente la cabeza y dijo luego con voz sorda:
—El corazón me dice que ha ocurrido una desgracia a la ballenera de Alonso Gutiérrez y que Mariquita no volverá a ver a su prometido. ¡Qué dolor para aquella pobre criatura y aun para el señor López!
—Di, Pardo. A estas horas las balleneras deben de haber regresado a sus respectivas procedencias. ¿No es cierto?
—Sí —contestó el viejo— y desde hace tiempo. En junio y aun antes termina la pesca para no exponer a los buques al peligro de verse bloqueados por los hielos que en esta época acostumbran a bajar hacia el Norte.
—¿Cuándo saldremos para Punta Arenas?
—Lo antes posible. Esta misma noche o antes, si obtenemos el consentimiento del señor Dalmanda.
—Tratándose de una cosa tan grave no nos lo negará. He ahí las chalupas de la Pillán, que vienen a nuestro encuentro para ayudarnos a remolcar la ballena. Dentro de un cuarto de hora estaremos en tierra y sabremos lo que contienen estos documentos.
—Por desgracia, nada bueno, José —contestó el ballenero suspirando—. Deprisa, deprisa.
Dos chalupas tripuladas por una docena de hombres pertenecientes al buque que estaba completando la carga de guano, habían salido del puerto para auxiliar a los mineros, que se iban cansando por momentos al remolcar el cetáceo que las olas sacudían amenazando romper la cadena.
Con semejante refuerzo la entrada en el puerto no fue tan difícil como los mineros temieron en un principio. Las tres chalupas, maniobrando con suma habilidad, se pusieron a cubierto detrás de la barrera de los pequeños escollos que servían de muro de contención al romper las grandes olas. De este modo, pasando por detrás de la Pillán, que había puesto la bandera a media asta en señal de luto, se detuvieron delante del grupo de cabañas provisionales levantadas por los mineros.
Todos los habitantes del puerto se habían reunido en la playa para admirar el monstruo marino, curiosos por saber quiénes eran los dos desgraciados que estaban acurrucados en el gigantesco dorso.
Cruzáronse mil preguntas.
—¿Están muertos?
—¿Los habéis reconocido?
—¿Son chilenos o argentinos?
—¿Habéis encontrado la tablita de corcho?
El viejo Pardo había contestado a esas preguntas con estas solas palabras:
—Avisad al señor Dalmanda.
Después saltó a tierra, seguido de José, mientras los marineros de la Pillán y los mineros de la chalupa aseguraban con cables y cadenas la enorme ballena, con objeto de evitar que las olas la llevaran al fondo de la bahía o la devolvieran al Océano.
—¿Qué hay que hacer con esos dos cadáveres? —preguntó un minero, deteniendo al ballenero.
—Por ahora que no los toque nadie —contestó el viejo.
—¿Y con la ballena?
—Volved a las guaneras y terminad la carga de la Pillán. Mañana os ocuparéis de este monstruo. ¿Hay hombres prácticos entre vosotros?
—Sí, Pardo. Hay unos veinte que han sido balleneros como vos.
—Pues hasta mañana.
El viejo y José se dirigieron a una casita de piedra de un solo piso, ocupada por el director de las guaneras, y sin hacerse anunciar penetraron en una pequeña habitación que a la vez que de oficina servía de comedor y de cuarto dormitorio.
El señor Dalmanda, que al parecer no se había dado todavía cuenta de nada, se levantó de su escritorio, que estaba lleno de papeles cubiertos de números, y saludó con la mano a los dos vigilantes.
El director era un bello sujeto, de unos cuarenta años, alto, bien formado, de tez morena y ojos tan negros como vivos.
—¿Ya de vuelta, Pardo? —preguntó.
—¿Está usted enterado, señor Dalmanda?...
—He tenido conocimiento de vuestra expedición, y si bien me urge terminar la carga esta misma tarde, he prestado a la misma mi asentimiento. Una ballena vale muchos miles de pesos y habría sido tontería dejarla escapar.
—Es verdad, señor Dalmanda, pero usted ignora lo que hemos encontrado encima del cetáceo —dijo Pardo.
—Me han dicho que dos cadáveres.
—Que yo he reconocido, señor.
—¿Usted?
—Formaban parte de la tripulación de la Rosita.
—¿De Alonso Gutiérrez? ¿De aquel valiente y desgraciado oficial de la marina argentina?
—Sí, señor.
—¡Oh! Lo sentiría por él y por el señor López de Orellana —exclamó el director con voz conmovida.
—Todo lo hace suponer, pero usted lo comprenderá mejor, porque en poder de uno de los marinos hemos encontrado documentos que a usted le será fácil descifrar.
—¿Documentos? —exclamó el señor Dalmanda—. ¡Dádmelos! Dádmelos en seguida, Pardo. Tal vez podamos saber la suerte que ha corrido la Rosita. ¡Oh! Lo sospechaba. Su tardanza me tenía inquieto.
—¿Luego usted sabía que no había regresado a Punta Arenas? —preguntó atontado el ballenero.
—Gutiérrez me tenía ofrecido que apenas terminada la pesca vendría a cargar guano para algunos agricultores de la isla de Chiloé y, efectivamente, no ha venido.
—¡Dios mío! —exclamó Pardo palideciendo.
Desabrochóse rápidamente la faja de lana roja y sacó una hoja todavía doblada en cuatro.
El señor Dalmanda la abrió con cierta agitación que le hacía temblar las manos y echó en él una rápida mirada.
—Esto es un pasaporte a nombre de Solano Darranos, expedido por las autoridades de Valdivia.
—Espere usted —dijo José—. Hay muchas palabras escritas en lápiz. Fíjese bien.
El director obedeció. El reverso del pasaporte estaba cubierto de palabras escritas con lápiz, bastante irregulares por cierto, como si la mano que las trazara estuviera nerviosa; pero eran inteligibles. Las letras eran grandes y redondas, en general separadas una de otra; una verdadera caligrafía de marino, cuyas manos, acostumbradas a manejar cables muy gruesos, no tienen habilidad para coger una ligera pluma.
—Lea usted, señor director, lea usted —dijo Pardo con voz alterada.
El señor Dalmanda vaciló unos instantes, porque de momento no comprendía del todo la escritura; pero luego leyó lentamente lo que sigue:
«19 junio 1859.
En el momento de comparecer ante Dios, ya que he perdido toda esperanza de llegar a salvo, hago las siguientes declaraciones para que no se culpe a nadie de mi muerte ni de la de mi hermano Alfonso.
Nos salvamos en esta ballena agarrándonos a las estachas en el momento en que nuestra chalupa naufragaba de un golpe de cola que debe de haber matado a todos nuestros compañeros.
No sabemos lo que ha ocurrido en la Rosita, que manda el capitán Alonso Gutiérrez, que dejamos sin arboladura cerca de la punta oriental de la isla de los Estados, a quince millas del Cabo de San Juan.
Durante veinticuatro horas hemos podido verla que iba a la deriva hacia las costas de la Tierra del Fuego, contra las cuales habrá probablemente naufragado.
A bordo estaban aún el capitán y cinco hombres.
La ballena, herida, nos ha llevado al Oeste del Cabo de Hornos y ha muerto estando a la vista del islote de Hope.
Nuestros sufrimientos han sido atroces. La manteca de la ballena nos ha producido continuos vómitos, y el frío, y sobre todo la sed, nos ha reducido a miserable estado.
Mi hermano ha muerto el 30 de junio y yo estoy a punto de seguirle. Dios se apiade de nosotros.
Solano Darranos».
El señor Dalmanda, Pardo y José, después de aquella lectura, permanecieron silenciosos durante algunos momentos mirándose tristemente unos a otros. La declaración del pobre pescador, escrita probablemente pocas horas antes de morir, no dejaba duda alguna acerca de la suerte que había corrido la Rosita y el prometido de Mariquita.
Los tres estaban pálidos y los ojos del viejo ballenero, húmedos.
—¿Qué dice usted a eso, señor? —preguntó al fin José rompiendo el triste silencio—. ¿Habrá naufragado el señor Gutiérrez?
—Este documento lo confirma —contestó el director—. Si la Rosita perdió la arboladura e iba a la deriva hacia las costas de la Tierra del Fuego, es que el buque estaba a merced de las olas sin la menor posibilidad de evitar las horribles escolleras de aquella región inhospitalaria.
—¿Qué me aconseja usted que haga, señor? —preguntó Pardo sollozando.
—Que arme usted su chalupa y se dirija sin pérdida de tiempo a Punta Arenas para advertir al padrino de Mariquita.
—Y ver de organizar una expedición de socorro —añadió José.
—¿Cómo? —preguntó Pardo—. En Punta Arenas no hay barcas de pesca que puedan ir más allá del Cabo de Hornos y menos aún en esta estación.
—Una hay —repuso José.
—¿Cuál?
—La de Pedro.
—¿La Quichua? ¿Y tú crees que Pedro, que odia tanto a Alonso, se hará a la mar para ir a salvar a su rival? Eso no lo pienses siquiera, José. Aquel hombre recibirá con satisfacción la nueva del naufragio, y no se moverá por todo el oro del mundo, porque verá renacer la esperanza de que Mariquita un día sea suya.
—Es verdad —dijo el señor Dalmanda—. Esos dos primos se odian demasiado.
—Siendo así, todo se ha perdido —dijo José desfalleciendo—. Los salvajes de la Tierra del Fuego son malos. Es más; se dice que son caníbales y no perdonarán a los náufragos.
—Se podría ir a Valdivia y equipar una nave —dijo Pardo.
—Y perderíais un tiempo precioso —contestó el señor Dalmanda—. Viejo mío, id y haced lo posible para conseguir que el padre de Mariquita obtenga el apoyo del gobernador. Ya sé que la estación está muy adelantada, que las borrascas harán en breve pésima y peligrosísima la navegación en el Cabo de Hornos para los buques de pequeño porte. Con todo, no habéis de abandonar al bravo Alonso en manos de los salvajes o en alguna isla desierta, falto de todo. ¿Os sentís con bríos para volver solos a Punta Arenas, u os hacen falta algunos hombres?
—Mi chalupa es manejable y tiene velamen —contestó el ballenero—. Entre José y yo, sabremos llegar y pronto a Punta Arenas, tanto más cuanto que el viento nos es favorable en este momento.
—Sí, nos bastaremos nosotros dos —dijo el joven vigilante.
—Yo haré que se os reserve la parte que os corresponda de la venta de la esperma y de las barbas de la ballena.
—Gracias, señor Dalmanda —dijo Pardo.
—Tomad las provisiones que estiméis necesarias en el almacén de las minas. Yo respondo de todo.
—Ya sé que tenéis buen diente y además que para trabajar es preciso estar bien fuerte. Animo y vamos a ver lo que resulta de todo.
Devolvió el documento al antiguo ballenero y le acompañó hasta la puerta, estrechando su mano y deseándoles un buen viaje.
—El señor Dalmanda es un hombre de corazón —dijo José.
—Sí —contestó Pardo—. Hagamos en seguida los preparativos y liquidemos nuestras cuentas, puesto que nosotros no volveremos aquí. El señor López no dejará a Alonso en tan crítica situación.
—Pero ¿dónde encontraremos el buque?
—No sé; pero te aseguro que no nos detendremos en Punta Arenas. No quiero ver llorar a Mariquita, aunque mi chalupa haya de dar la vuelta a la Tierra del Fuego.
—Sería buscar la muerte. Emprender semejante viaje en esta estación y en una barca sin puente y falta de toda comodidad sería locura, Pardo.
—Será una locura, pero si no encontramos ningún aviso, yo partiré, José. ¡Te lo juro!
Una hora después, la chalupa dejaba el puerto de Stokes entre los saludos de todos los mineros que se habían reunido en la playa.
El viejo ballenero había hecho levantar el palo y desplegar la vela mayor y los dos foques, por ser la chalupa harto pesada para cuatro remos por diestros y robustos que fueran los remeros. Además, el viaje era demasiado largo, por cuanto Punta Arenas está bastante lejos de la isla de la Desolación y muy adentro del Estrecho de Magallanes.
El viento era por fortuna favorable, soplando constantemente del Oeste, y permitía, por lo tanto, a los dos vigilantes llegar fácilmente al canal de Cockburn y subir con facilidad hacia el Noreste costeando la isla Clarence. La chalupa, apenas hubo salido del puerto y doblado la punta meridional, se puso a seguir la costa al abrigo de los numerosos islotes que aparecen aquí y allá alrededor de la Tierra de la Desolación formando verdaderos canales.
Contra aquellas islas, que están en parte unidas entre sí por altas escolleras, se estrechaban en su parte delantera gigantescas olas que la chalupa no habría podido afrontar, mientras reinaba detrás de ellas cierta calma al entrar el oleaje sólo después de romper. Por otra parte, el mar estaba agriadísimo en aquellos canales, especialmente allí donde las escolleras y las islas dejaban ciertos pasajes.
El viejo ballenero y José maniobraron con rara habilidad, pues este último fue también marino antes de ser vigilante de las guaneras. El primero iba al timón y el segundo se ocupaba de los foques, dispuesto a plegarlos en cuanto las gargantas de la Tierra de la Desolación amenazaran con enviar alguna de aquellas terribles ráfagas que todos los navegantes de aquellas regiones temen más que a un verdadero huracán.
El aspecto que ofrecían aquellas islas, diseminadas en aquel Océano siempre furioso, llegó a impresionar al mismo viejo ballenero, acostumbrado a navegar por aquellos parajes. Parecía que un formidable terremoto había disgregado antiguamente alguna inmensa isla, esparciendo sus fragmentos en todas direcciones.
Era un agrupamiento de rocas abiertas y negruzcas, cortadas a pico, altísimas e inaccesibles algunas; de escollos grandes y pequeños que se cruzaban de mil maneras, que ora aparecían, ora se ocultaban bajo los montes de espuma que vomitaban las oleadas entre un ruido continuo y ensordecedor.
Ninguna planta crecía en aquellas tierras eternamente batidas por los huracanes; ni liquen, ni musgo. Los navegantes que las llamaron tierras desoladas no anduvieron desacertados, pues no habría podido vivir en ellas ningún ser humano.
Aquello era en cambio el reino de las aves.
Todas las playas de las islas y las cimas de las escolleras estaban llenas de ellas.
Bandadas inmensas de aves estaban alineadas encima de las rocas, mirando estúpidamente las olas y gritando descompasadamente detrás de la chalupa.
Veíanse las uriles divididas en tres grupos, ocupadas en dar conciertos desafinados; largas filas de micropterus, grandes como ocas, extravagantes aves que tienen la cabeza gris con cejas blancas tan marcadas que parecen anteojos, amarillo el abdomen, anaranjado el pico, alas muy cortas y que engordan tanto que no pueden volar; oenops aura, que, cuando se ven perseguidos, vomitan una materia tan hedionda que obligan a huir al cazador más entero aunque no tenga nariz; feos milvagos, con picos tan anchos que parecen bocas, y finalmente batallones de chloephaga, especie de ocas de elegante forma, de negro cuerpo manchado con puntos blancos y de cortísimo pico.
El escándalo que armaban aquellos millares de aves era tan enorme que por momentos tapaba el formidable mugido de las olas.
La chalupa, que había alcanzado una velocidad de seis o siete millas por hora, manteniéndose siempre dentro de aquella especie de canal, a las cuatro de la tarde llegaba felizmente a la embocadura del Estrecho de Cockburn, que está formado por las costas meridionales de la isla de la Desolación y las occidentales de la Clarence; paso bastante ancho y no muy fácil de recorrer puesto que está lleno de bancos y pequeños escollos y batido siempre por las olas del Pacífico, que entran libremente en él.
El viejo ballenero y José, maniobrando con prudencia, penetraron en él dirigiéndose a las playas de la Desolación, a fin de ponerse al abrigo de las grandes olas que recorrían el estrecho con velocidad extraordinaria, e iban a romper dentro de aquel inmenso estanque formado por las islas mencionadas, por la costa patagona, la isla Dawson y por las altas y horribles orillas de la Tierra del Fuego.
—Tendremos que sudar —dijo José al ballenero, contemplando las altas y áridas montañas de las islas y sus profundos valles—. Aquí los williwaws deben de hacerse sentir con violencia.
—Recibiremos más de una de esas tremendas ráfagas de viento —contestó el ballenero—. Pero tenemos la fortuna de hallarnos bastante bajos y de un golpe solo podemos arriar la vela mayor. Probablemente esta noche nos embestirán, porque el viento tiende al Sudoeste. No temas, José. Yo respondo de mi chalupa y mañana, al romper el alba, estaremos en Punta Arenas en casa del señor López.
—Es mejor que en vez de ir a su casa, Pardo, le mandemos recado de que se vea con nosotros. De este modo, será él quien dé la triste noticia a Mariquita.
—Tienes razón, amigo —contestó el ballenero suspirando—. Yo no tendría valor para contarle nada a la pobre criatura. ¡Oh, qué golpe! ¡Qué golpe para la infeliz!
—Le encontraremos a su Alonso, amigo Pardo. El señor López quiere demasiado al bravo marino para abandonarle a su triste suerte y, además, es rico, y para el que posee mucho dinero no hay empresa difícil.
—Esta lo será; yo te lo digo, José —repuso el viejo—. Las mayores dificultades para tan ardua empresa están precisamente en lo que yo te he dicho; en la mala estación y en la falta de un buque sólido capaz de resistir las tempestades que se desatan en los parajes de Hornos. Uno hay... Y un hombre audaz también: un intrépido y valiente marino capaz por sí solo de llevar a feliz término semejante empresa.
—¿La Quichua y Pedro?
—Sí, José; pero por desgracia no hemos de pensar en una ni en otro.
—¿Quién sabe?
—¿Por qué?
—Si Mariquita se lo pidiera...
—Mariquita no se dirigirá jamás al hombre a quien ella ha desdeñado. Ni él accederá a ello —dijo el ballenero—, le conozco a fondo.
—Tal vez las lágrimas de la mujer que tanto amara le decidirían.
—La amó pero hoy la odia seguramente con toda el alma. Ocúpate de la escota, José, que entramos en un canal peligroso, que los williwaws barren con frecuencia.
La chalupa maniobraba difícilmente porque las aguas del Estrecho de Cockburn estaban muy agitadas a causa de las anteriores ráfagas.
Habiendo pasado la isla Clarence, el canal se ensanchaba considerablemente, formando un inmenso estuario cerrado por todas partes por ásperas y altísimas rocas, cortadas a pico en su mayoría, y por montañas de horrible y selvático aspecto, cuyas cimas estaban cubiertas de nieve.
Por el Norte se presentaba gigantesco el Burney, un pico enorme que sobresale aislado en el extremo de la Tierra del Rey Guillermo, en la costa patagona, cuya cima se eleva a mil novecientos metros. Al Este en cambio, se destacaba el Cabo Tamar, imponente roca que cae aplomada en el mar, y al Oeste las hórridas montañas de la Tierra de la Desolación.
Al pie de aquellos gigantes se veían oscuros bosques de hayas, mirtos y helechos, que subían gradualmente hacia las mesetas superiores, e inmensos estratos de liquen y musgo, que parecían cuajadas de agua.
Ninguna lancha, ninguna chalupa surcaba las atormentadas aguas de aquella profunda bahía. En cambio, se veían pájaros de todas clases que volaban a bandadas cada vez más numerosas y llenaban los islotes, las escolleras y las playas sin que, al parecer, les preocupara poco ni mucho la presencia de los dos navegantes.
A las ocho de la noche la chalupa pasaba por delante del fondeadero de Playa Parda y penetraba en el Estrecho de Magallanes, que tiene siete millas de largo y en ciertos puntos sólo tres de ancho, para internarse una hora después en el Long Reach, otra parte del canal que tiene una longitud de treinta millas.
La noche era oscurísima y el cielo preñado de nubarrones. Con todo, la chalupa seguía impávida su curso, luchando siempre con las olas que se estrellaban con furor contra las rocas de la costa patagona por un lado y contra las de la Tierra del Fuego por otro.
El viento había aumentado con violencia, obligando a José a tomar rizos a la mayor y a ejercer una continua vigilancia para no dejarse sorprender por las rachas que a veces caían de improviso procedentes de los valles de la Tierra del Fuego.
Al antiguo ballenero le costaba no poco trabajo el mantener la chalupa en buena dirección y evitar los numerosos escollos que hay diseminados en el Estrecho.
Los golpes de mar se sucedían con frecuencia inquietante y algunos de los más violentos lanzaban la chalupa ora hacia una costa, ora hacia la otra, amenazando con hacerla añicos.
A las once navegaban todavía por el Crooked Reach, así llamado por su forma torcida, un canal también bastante difícil.
A su derecha distinguían confusamente El Morrión, enorme escollo que se distingue a gran distancia, y a la izquierda el Quod, otro escollo que parece un castillo feudal destruido por alguna explosión tremenda.
El mar también era pésimo en aquel sitio y ponía a dura prueba la habilidad del viejo ballenero y la paciencia de José, quien no podía darse un momento de reposo, viéndose obligado a aflojar o a estrechar de continuo las escotas de la mayor y las de los dos pequeños foques.
Las olas, no encontrando desahogo suficiente, rompían con inaudita violencia contra ambas costas, rebotando a prodigiosa altura. Era un verdadero milagro que la chalupa no volcara o no se hiciera pedazos.
—¡Eh, Pardo! —dijo José, que empezaba a inquietarse—. ¿No habrá peligro de que termine aquí nuestro viaje? Me parece que el mar, en lugar de calmarse, se enfurece cada vez más y que nuestra chalupa no es capaz de resistir estos condenados golpes.
—No te digo que nuestra situación sea muy halagüeña que digamos; pero si podemos embocar el English Reach y salvar la isla Carlos y la de Monmouth, podremos llegar al término de nuestro viaje. Si vemos que no podemos seguir, nos refugiaremos en la bahía de Fortescue, que no dista mucho de aquí.
—Yo preferiría la del Hambre.
—Veremos, José. Yo espero poder seguir nuestra marcha sin detenernos en ningún sitio. ¿Ves la isla de Carlos III?
—La siento.
—¿Cómo se entiende?
—¿No oyes ciertos rumores a la derecha?
—Sí, son las olas que se estrellan contra ella —contestó Pardo dando un golpe al timón.
—Lo peor será cuando hayamos doblado el Cabo Froward. Allí especialmente, entre los canales de las islas de la Tierra del Fuego es donde los williwaws se hacen sentir. Ten cuidado de que no se nos apague el farol o no se lo lleven las olas.
—Lo he atado con un doble nudo —dijo José.
—Y prepárate para dejar caer la vela.
—No temas, amigo.
La chalupa, cada vez más movida por las olas que se rompían furiosamente a través del canal, pasó a babor de la isla de Carlos III, huyendo a lo largo de la península de Brunswick y superó fácilmente la isla de Monmouth, refugio preferido de una multitud de gaviotas, que cubren materialmente sus rocas. A las dos de la mañana doblaba el Cabo Froward, que forma la extremidad más adelantada del continente americano y tiene una altura de más de ochocientos metros.
El Estrecho empezaba a ser tortuoso y ofrecía, por consiguiente, más peligro.
A derecha e izquierda se divisaban confusamente numerosos islotes, que constituían una serie de pequeños canales, entre los cuales las grandes olas se batían con espantoso furor.
Era aquel el pasaje más difícil, temido de todos los navegantes, porque allí es precisamente donde se desencadenan de improviso formidables ráfagas, que derriban de un golpe los más fuertes palos de las naves, si los marineros no arrían a tiempo las velas.
Aquellos vientos poderosos levantan las aguas del Estrecho a una altura extraordinaria, y las arrojan a la costa con tal fuerza que las elevan a centenares de metros sobre las rocas. ¡Ay de los buques que se encuentran anclados en aquellos senos! Son arrojados contra las rocas donde se estrellan irremisiblemente.
Por fortuna para los dos vigilantes, en aquel momento se hizo un desgarro en las nubes y asomó la luna que iluminó los islotes, las escolleras y el Sarmiento; imponente montaña, siempre cubierta de nieve, cuya cima alcanza una altura de 2128 metros.
Las rachas se dejaban sentir a intervalos de pocos minutos una de otra, levantando verdaderas cortinas de agua que se pulverizaban en seguida. Se anunciaban con mil silbidos que se trocaban luego en rugidos formidables y procedían todos de los selváticos valles de la Tierra del Fuego.
Sólo con gran trabajo podía seguir la chalupa su camino. Danzaba sobre las olas como si fuera un sencillo tapón, se precipitaba violentamente a los abismos de los cuales parecía que no había de salir, y, presa luego de los vientos que tenían sin duda un movimiento circular, daba vueltas sobre sí misma, como si se encontrara en el centro de un remolino.
El mismo ballenero había palidecido ante el temor de no poder resistir la furia de los vientos y de las olas; a pesar de lo cual no abrigaba aún el menor propósito de buscar un refugio. Sabía que no estaba ya muy lejos de Punta Arenas y quería llegar allí antes que rompiese el alba.
Por otra parte, confiaba todavía en la fuerza de su chalupa, que gozaba fama de ser una de las mejores de todo el litoral.
No era la primera vez que se había visto precisada a luchar con temporales fuertes ni sería tal vez la última en que saliera incólume.
Tal vez algún que otro desperfecto en el velamen, pero eso no importaba, si no podía repararse la avería en alta mar, ya tocarían en algún puerto donde poder hacerlo.
Lo más importante era no perder la serenidad.
Reducida la vela de popa a su mínima expresión y plegado uno de los foques, se dirigió al Cabo de San Isidro, con la proa al monte Tarn, y procurando mantenerse en medio del canal para no tropezar con la multitud de islotes que se despegaban de la Tierra del Fuego.
Fue aquello una lucha larga y fatigosísima, durante la cual la chalupa corrió el peligro de perder la arboladura o de estrellarse contra cualquiera de ambas costas.
Sólo a las cinco de la mañana pudo llegar al Puerto del Hambre, una ensenada bastante grande para acomodar incluso barcos de gran porte y habitada en aquel tiempo por unos pocos pescadores.
—Allí está Pedro —dijo el ballenero a José—. Detrás de aquel islote me ha parecido ver su barca de pesca. Ese ha vuelto y quizás con una buena carga, pero el otro no.
Suspiró y dirigió la chalupa hacia Oriente. Los golpes de viento habían cesado; pero las olas seguían tan peligrosas como antes.
Estaban ya cerca de Punta Arenas y a los primeros albores se distinguían las rocas que circundaban aquella colonia chilena perdida en la extremidad del continente americano.
Pardo hizo desatar las ligaduras de la vela de popa para tomar más viento y aumentar la velocidad; y a las siete de la mañana, en el momento en que la gente empezaba a salir de casa, llegaba al pequeño muelle, cerca del fortín de madera en que ondeaba majestuosamente la bandera chilena.
Punta Arenas es la capital del inmenso territorio magallánico. Está situado en un pequeño monte circundado de espesos bosques de hayas antárticas y bañado por un pequeño río que provee a sus habitantes de un agua excelente: el Río de las Minas. Es un pueblecito construido de madera, con casas de lindo aspecto que dan a aquel pequeño centro un tono gracioso y coquetón, con una iglesia que lanza bien alto su campanario también de madera y un fortín armado con algunos cañones de pequeño calibre que más de una vez han tenido que hacer fuego contra las bandas de los patagones.
Antes de 1843 había sido construido donde se elevaba antiguamente la Ciudad del Rey Felipe, en el célebre Puerto del Hambre. Pero habiéndose rebelado la guarnición instigada por su comandante, un lugarteniente de artillería, que mató al gobernador, fue abandonado para reconstruirlo un año después en el sitio en que se encuentra en la actualidad.
Punta Arenas es una colonia penitenciaria, habitada en su mayor parte por guasos chilenos, hombres de baja estatura, casi todos condenados, que de día pueden trabajar libremente en los aserraderos y de noche los encierran en el cuartel, bajo la vigilancia de la guarnición, que se compone de cincuenta soldados a las órdenes de un capitán.
Es una ciudad que podrá tener reservado un risueño porvenir, pero hasta ahora ha progresado poco desde su fundación, a pesar de los esfuerzos del gobierno chileno. Tiene importantes aserraderos, depósitos de carbón y víveres para los buques que atraviesan el estrecho, y cierto tráfico con las tribus patagonas, que proveen a los habitantes de salvajina, pescado y caballos. Posee también dos pequeños suburbios, Bahía Agua Fresca y Bahía Santiago, con los cuales está unida por un camino costero.
El viejo ballenero y José, atada que tuvieron la chalupa y armados los dos con sus respectivos fusiles, saltaron de la misma para dirigirse a la ciudad que, como queda dicho, no se levanta precisamente en la playa. Las cincuenta o sesenta casas están en cambio escalonadas en la pendiente de una colina.
Aunque los chilenos no tengan la costumbre de madrugar, algunos habitantes comenzaban a salir y hasta algunos escuadrones de presidiarios, escoltados por unos soldados, descendían hacia la playa para dirigirse a los aserraderos.
La mayoría de los hombres con quienes tropezaban los dos vigilantes eran guasos, es decir, gauchos de Chile, que forman la mayor parte de la población de Punta Arenas, hombres sanos y robustos, de severas líneas, piel morena, procedentes de un cruzamiento de españoles e indios. Vestían pintorescos trajes: ponchos de distintos colores, de pelo de guanaco y de vicuña, chaqueta rica en botones de metal, pantalón de lana negra y zapatos provistos de espuelas de plata con enormes rodajas, de un diámetro de quince centímetros.
No faltaban tampoco los zambos, mestizos, derivados de negros e indios, de forma maciza, de estatura superior a la media, de tez oscura y cabellera abundante y rizada.
Pardo y José, una vez en la ciudad, se detuvieron delante de una casita de madera en cuya puerta se leía: taberna española.
—Entremos y que nos den ante todo un pequeño almuerzo (N. del A.: "Colación ligera") —dijo el ballenero—. Tú tendrás seguramente hambre después de una noche tan mala y agotadora. Mandaremos mientras un recado al señor López avisándole mi regreso.
—¿No vas a verle a su casa? —preguntó José.
—No quiero que Mariquita asista a nuestro coloquio.
—¿Puedo estar yo a tu lado?
—¿Tienes prisa en regresar a Santiago?
—Si es que me sobra tiempo, a mis amigos les veré más tarde. Por otra parte, sabes de sobra que no tengo parientes y que mi casita está siempre desierta. Deseo mejor permanecer aquí y conocer al señor López y, si es posible, a la linda Mariquita.
—¿No viste nunca a uno ni otra?
—No, Pardo.
—Yo te los presentaré que soy de casa.
Entraron en la taberna; la única que entonces existía en Punta Arenas y al frente de la cual estaba un peruano, que con ella había hecho fortuna. Era una linda sala, minuciosamente cuidada, con mesitas cubiertas con blancos manteles; lujo casi raro en Punta Arenas.
El propietario, al ver entrar al ballenero, hizo un gesto de estupor.
—¿Cuándo llegó usted, Pardo? —preguntó—. Hace tiempo que no se le ve a usted en Punta Arenas. ¿Ha concluido el trabajo en las guaneras?
—He llegado esta mañana, señor Endenas.
—Con un tiempo tan malo...
—Los hombres de mi fibra no temen a los williwaws. Dígame: ¿el señor López sigue aquí?
—Le vi anoche.
—¿Y Mariquita?
—Sigue siendo la más hermosa criatura de Punta Arenas.
—¿Y la Rosita de Alonso Gutiérrez? ¿Ha llegado? Aún no, ¿verdad?
—No, Pardo. Todo el mundo acá está inquieto y comienza a temer que alguna desgracia le haya sucedido a aquel bravo marino. La Quichua de Pedro, que partió casi al mismo tiempo, hace seis semanas se encuentra en el Puerto del Hambre, mientras de la barca de Alonso no se tienen noticias. ¿Qué le parece a usted este retraso, usted que es un viejo ballenero?
—No estoy yo más tranquilo que los demás —respondió Pardo—. ¿Quiere usted hacerme el obsequio de mandar a casa del señor López para decirle que se vea conmigo aquí? Tengo algo que comunicarle.
—¿Algo que afecta a Alonso Gutiérrez?
—Tal vez —contestó el ballenero evasivamente—, sírvanos en tanto algo y sobre todo caña y chicha. La noche ha sido mala y tenemos hambre.
—No pido más que dos minutos.
El ballenero y José se sentaron en una mesa situada en el ángulo más oscuro y tragaron de un sorbo un vaso de caña que les sirvió un joven peón. Mientras, otro joven les sirvió una sopera llena de un líquido de color poco agradable, si bien despedía un olor que abría el apetito.
Era la chulipa, la salsa peruana por excelencia; una verdadera olla podrida, que es el símil del puchero chileno, compuesto de ranas, cebollas, zanahorias, tubérculos de todas clases, nadando en un caldo oscuro que los europeos no prueban sin desconfianza y un plato lleno de famineros, hongos extremadamente coriáceos que ni tenedores ni cuchillos logran pinchar, y que sin embargo son muy estimados por los peruanos y los chilenos, aun poniendo a dura prueba la solidez de sus dentaduras.
El ballenero y José se pusieron a devorar con un apetito de verdaderos marinos, regando la sopa y los hongos con vasos llenos de chicha.
Ambos parecían, sin embargo, bastante preocupados, especialmente el primero, cuya frente se iba oscureciendo cada vez más.
—El señor López estará a punto de llegar —dijo José en cuanto hubo concluido de comer—. Estoy impaciente por ver qué efecto le causará la lectura del documento.
—Le hará el efecto de un rayo —respondió Pardo suspirando.
—Me han dicho que es un hombre enérgico.
—Un viejo que vale por dos de nosotros.
—También él podría acompañarnos sí logramos organizar la expedición de socorro.
—No es de suponer que el señor López, que ha sido uno de los más infatigables exploradores de las tierras magallánicas, permanezca en su casa cuando otros van a afrontar la muerte en las costas salvajes de la Tierra del Fuego. Es verdad que es viejo; pero arde aún la sangre en sus venas y conserva un valor a toda prueba.
—Me han dicho que es una buena persona y que nuestro país le debe mucho.
—Es un hombre de ciencia y un viajero, que durante veinte años ha recorrido toda la pampa patagona, visitando todas las islas del estrecho y practicando, en fin, exploraciones en la Tierra del Fuego, corriendo veinte veces el peligro de ser devorado por aquellos salvajes.
—¿Por qué se estableció en este mísero pueblo?
—Porque tiene afecto a la tierra magallánica, que ha estudiado apasionadamente, y ha plantado aquí sus aserraderos, que le rinden mucho.
—¿Luego es verdad que es rico?
—Sí, querido José; y Mariquita, su hija adoptada, será dueña un día de una gran fortuna.
—¡Ah! ¿No es hija suya? —exclamó sorprendido José—. En Santiago, todos la tenían por tal.
—Pero no en Punta Arenas —repuso el ballenero—. Y efectivamente, con sólo verla una vez se comprende que en sus venas no circula pura la sangre del hombre blanco. Es una espléndida mestiza, que heredó mucho de su madre, una de las más nobles señoras chilenas, y que tiene buena parte de sangre india.
—¿Mestiza Mariquita?
—Hija de Elisa Bravo y del jefe araucano Nahuelquin.
—¿Qué me cuentas, Pardo?
—Una historia verídica, mi querido José, por extraordinaria que te parezca. Una historia que conocen todos nuestros compatriotas del bajo Chile. Su madre era la única superviviente de un terrible naufragio ocurrido en 1844 en las costas de la Araucania. La nave que la conducía fue arrojada a las costas por un violento huracán. Llegaron los araucanos, hicieron prisioneros a todos los náufragos y les mataron a todos exceptuando a la Bravo. Con el cargamento de licores que encontraron en la bodega se emborracharon todos, y en el furor de la borrachera hicieron una verdadera carnicería con aquellos desgraciados que el Océano había arrojado a sus costas.
—¿Y la señora Bravo? —preguntó José.
—La vendieron a los pehuenches por cien jumentos, y conducida al lado opuesto de los Andes la casaron a viva fuerza con el jefe Nahuelquin, de la toldería de Huitraillan, al cual dio tres hijos y una hija. (N. del A.: "Histórico")
—¿Y esta hija es Mariquita?
—Sí, José.
—¿Y cómo fue a parar al señor López?
—Se la vendió un jefe pehuenche por cinco fusiles. No tenía a la sazón más que cinco años y estorbaba más que otra cosa a aquel salvaje, al cual había correspondido como parte de su botín de guerra.
—¿Y la madre de Mariquita vive aún?
—Parece que la mataron junto con sus hijos en un asalto que dio una tribu enemiga, porque por muchas pesquisas que practicó el señor López, no logró obtener la menor noticia. ¡Ah! Ahí viene.
La puerta de la taberna se había abierto y entró un hombre en la sala.
Era un anciano de sesenta o sesenta y cinco años, robusto todavía que andaba erguido como un joven. Tenía blanca y muy larga la barba; el cabello en cambio, por un extraño contraste, apenas era gris y sus ojos brillaban vivos detrás de unos lentes.
Tenía bastante terso el rostro a pesar de la edad y de las muchas fatigas que soportó durante las largas exploraciones hechas en las desoladas tierras magallánicas; sólo la frente, muy ancha por cierto, presentaba profundos surcos.
Como todos los habitantes de Punta Arenas, cubría su cabeza un amplio fieltro y vestía un poncho de finísima lana de vicuña, de colores vivos, que debió de haber pagado a buen precio, y polainas de caña gruesa que le subían hasta encima de la rodilla.
Al ver al viejo ballenero se le acercó con rapidez, alargando la mano, no sin manifestar sorpresa profunda.
—¡Tú, mi viejo Pardo! —exclamó—. No esperaba verte antes de terminar esta semana. ¡Qué alegría va a tener Mariquita cuando te vea!
—He llegado hace una hora con mi amigo José, un valiente muchacho que me ha ayudado a atravesar el estrecho, señor López.
—Tus amigos lo son míos —dijo el viejo señor estrechando cordialmente la mano al vigilante—. Ahora me dirás por qué me mandaste a llamar, Pardo.
—Tengo una grave noticia que comunicarle, señor López; pero antes quisiera hacerle una pregunta.
—Habla —repuso el viejo sentándose.
—¿Qué piensa usted del retraso de la Rosita?
El señor López le miró con atención durante unos momentos, mientras su rostro iba palideciendo.
—Leo en tus ojos una triste noticia —dijo después con voz lenta—. ¿Me engaño? Habla, Pardo.
El ballenero, en vez de contestar, sacó el documento y se lo entregó diciendo:
—Lea usted.
El señor López se apresuró a tomar el papel, que leyó con rapidez con la mirada y palideciendo cada vez más; gruesas gotas de sudor frío empapaban su frente, cuyos surcos se hacían más profundos.
—¡Perdido! ¡Alonso perdido! —exclamó por fin con trémulo acento—. ¡Oh, mi pobre Mariquita! Bien presentía ella que alguna desgracia debía de haber sobrevenido a su novio.
El señor López se dejó caer en la silla, profundamente emocionado por la inesperada nueva, ocultando el rostro entre sus manos.
—No desesperemos, señor López —dijo el ballenero—. No tenemos todavía pruebas de la muerte de Alonso ni de que la Rosita haya naufragado. Y cuando no falta la energía, puede uno defenderse de los golpes más terribles.
—Si cayó en poder de los salvajes, está perdido —gimió el anciano.
—Tal vez no son tan malos como se cree. Hay precisamente tribus que respetan a los blancos y puede ser que aún le encontremos con vida. Además, puede que el viento le haya llevado a la isla de los Estados y allí no hay salvajes.
—No se encontraría en mejores condiciones, mi querido Pardo. El clima de aquellas tierras es horrible durante el invierno y no podría resistir por mucho tiempo las tormentas de nieve y el hambre.
—Veamos, señor López —dijo el ballenero—. ¿Cuándo zarpó la Rosita?
—A fines de noviembre.
—¿Cuánta gente llevaba?
—Doce marinos y dos jefes balleneros.
—¿Iban bien provistos?
—Tenían víveres para ocho meses.
—Y estamos ya en julio —dijo Pardo como hablando consigo mismo—. Aunque hubieran podido refugiarse en alguna isla habrán tenido que luchar con el hambre. ¡Maldición!
—Amigo Pardo —dijo el viejo, que pareció haber conquistado en un momento la antigua energía—. ¿Crees posible organizar una expedición de socorro? Poseo bastante dinero para armar una nave y estoy dispuesto a sacrificar cuanto poseo para librar a Alonso de la muerte y hacer feliz a Mariquita.
—La estación, señor López —contestó el ballenero—, no es muy propicia que digamos para emprender un viaje a las costas de la Tierra del Fuego. Las tempestades descargan con tal frecuencia y con tanta furia que desaniman a las naves de gran porte y los hielos a estas horas han empezado ya su emigración hacia el Norte. Peligros tendremos que afrontar muchos en aquellas costas batidas sin tregua por olas formidables; soy, sin embargo, de su opinión. Hay, empero, una dificultad y grave por cierto.
—¿Cuál?
—Encontrar la nave.
—En Valdivia y en los otros puertos de Chile las hay en abundancia.
—Sería un mes perdido y no hemos de olvidar que Alonso en estos momentos debe de estar sin víveres o casi sin ellos; aunque suponiendo que en la pesca de la ballena haya perdido algunos hombres y que los supervivientes se hayan sometido a una ración diaria.
—¿Y vamos a dejarles morir sin intentar salvarles? —preguntó el señor López con triste acento—. Si Alonso muriera, Mariquita no le sobreviviría.
El ballenero quedó silencioso contemplando el fondo de su vaso, aún lleno de chicha, como si esperara encontrar en él alguna idea.
—Oye —dijo súbitamente—. Hay un hombre, un marino audaz, tanto tal vez como Alonso, que conoce al dedillo las costas de la Tierra del Fuego y el Océano Antártico y que posee el mejor buque ballenero que se pueda encontrar en ningún sitio de las tierras magallánicas... ¿Pero querrá ponerse a nuestra disposición? He ahí el problema, señor López.
—Sé a quién te refieres. Pronuncia su nombre.
—Pedro.
—Pedro... —dijo el viejo viajero tímidamente.
—Sí, el primo y rival de Alonso —repuso Pardo—. Sólo él podría hacer un milagro semejante y encontrar la Rosita.
—No querrá jamás exponer su propia vida para salvar la de Alonso y darle la felicidad que él ha perdido.
—No obstante... —dijo el ballenero mirando fijamente al señor López.
—Comprendo...
—¿Si su ahijada de usted se lo pidiera?
—¿Mariquita?
—Tal vez, señor López, lo conseguiría.
—Mi ahijada no se atrevería...
—Ella ama a Alonso y se trata de salvarle.
—¿Y si se negara?
—¿Quién? ¿Pedro?
—Sí.
—En este caso no respondería yo de la vida de Alonso ni de sus compañeros. Un buque desprovisto de víveres, varado tal vez en una costa desierta o en cualquier isla destrozada por los huracanes, no vuelve nunca a su puerto de partida.
El señor López se había levantado, presa de una viva agitación. Dio tres o cuatro vueltas en torno de la sala, con la cabeza inclinada y los ojos semicerrados, y luego, deteniéndose de improviso delante de Pardo, le dijo bruscamente:
—Ve a decirle a Mariquita que venga. La suerte de Alonso Gutiérrez está en sus manos. Yo, entretanto, daré aviso al gobernador de lo que ha ocurrido a la Rosita y le pediré su apoyo, aunque sea poco lo que pueda hacer.
Pardo vació de un sorbo su vaso de chicha, indicó a José que no se moviera, y salió diciendo:
—Esperemos.
Subió la calle principal que conducía a lo alto de la colina, flanqueada de casitas de madera y de huertecillos cuidados con gran esmero y que en la buena estación producen coles, patatas y cebollas, y se detuvo en el extremo de la misma, delante de una casa mayor que las demás, de dos pisos, con persianas verdes y balcones de madera, en los que se veían varias macetas donde vegetaban tristemente algunas fucsias magallánicas con botones rojos coralinos.
Era la más graciosa de cuantas se veían en todo el pueblo y aun la más alta, después de la que ocupaba el gobernador.
Pardo, al ver la puerta entreabierta, empujóla y entró, quitándose el gorro de piel de guanaco. Se comprendía desde luego que las personas que habitaban aquella casa estaban acostumbradas a cierto lujo, desconocido por completo de los pobres guasos magallánicos.
Pardo se encontró en un saloncillo coquetón con las paredes de doble tabla de haya, cuidadosamente alquitranadas para que el viento externo no pueda pasar por las grietas y adornadas con bellísimas pieles de guanaco y de vicuña y con el suelo cubierto con gruesas esteras para combatir la humedad.
Una pequeña estufa de mayólica roncaba alegremente en un ángulo difundiendo un calor agradabilísimo. En otro ángulo había un armario lleno de libros; en el centro una mesa de nogal con tallados de madreperla rodeada de cómodas sillas de piel de Córdoba y otros sitios. En la pared había un reloj cuya péndola dorada hacía oír el monótono y agradable tic-tac; objeto de gran lujo en Punta Arenas, sobre todo en aquella época.
Al lado de una ventana, sentada en cómodo sillón de brazos, adornado con grandes tachuelas doradas, estaba una joven, vistiendo una bata de paño verde, con la cintura ceñida por una faja de seda de brillantes colores, ocupada en una puntilla de seda negra.
Era Mariquita, la Estrella de la Araucania.
Mariquita, la hija de la chilena que naufragó en las costas de Valdivia y del jefe araucano Nahuelquin, era una joven de diecisiete años y de una belleza maravillosa. Era alta, esbelta sin ser delgada, de piel aterciopelada y ligeramente bronceada, de ojos negros y grandes adornados con bien arqueadas y perfectamente delineadas cejas. Mejor que la de su padre era la sangre de su madre la que circulaba por sus venas, porque las hermosísimas líneas de las mujeres de origen español se habían mantenido en toda su pureza. Sólo su cabello en vez de ser completamente liso era algo rizado aunque igualmente hermoso y abundante que le caía en dos grandes trenzas, adornadas con cintas, hasta la cintura. Los ojos habían también heredado el esplendor extraño y salvaje que se observa en los de los belicosos y soberbios araucanos.
Al ver entrar a Pardo la joven se levantó de un salto, lanzando una exclamación de júbilo.
Mariquita había profesado siempre gran cariño al viejo ballenero que la había visto crecer, y la había llevado tantas veces en su chalupa a admirar las salvajes bellezas del canal, que tantas veces la había hecho bailar encima de sus rodillas, la había adormecido cantándole antiguas canciones marinescas.
—¡Tú, Pardo! —dijo saliendo a su encuentro—. ¡Qué alegría me da el verte aquí! Creí que no ibas a volver ya de las guaneras de la Tierra de la Desolación.
El ballenero estrechó amablemente entre sus rudos dedos la pequeña mano de Mariquita sin articular palabra.
Su semblante, en cambio, que se había oscurecido, traicionaba demasiado sus preocupaciones y su tristeza, para que unos y otra pasaran desapercibidos a los ojos de la joven.
—Pardo —dijo Mariquita con ansiedad—. ¿Qué tienes? ¿Me traes alguna mala noticia? ¿Has visto a mi padre?
—Sí —contestó por fin el ballenero—. Es más: es él quien me envía... Tiene que hablarle a usted... no sé de qué... tal vez de cosas serias...
—¿Qué puede haber ocurrido? Ha salido hace media hora, me parecía alegre y no me ha dicho nada... Tío Pardo... leo en tus ojos una especie de turbación...
—No es nada, señora...
—Tío Pardo: tú tienes algo que decirme y no te atreves. ¿No tienes confianza en tu pequeña Mariquita? ¿Ha sucedido alguna desgracia en las guaneras?
—No... a nosotros no... a los demás. ¡Eh! ¡Dios mío! No sé lo que digo...
—Coordina tus ideas, tío Pardo, y cuéntalo todo a tu Mariquita. No tienes que guardar secretos para mí. ¿Qué quiere mi padre de mí? ¿Se ha lesionado tal vez por esas calles? ¡Habla, habla!
—¡Nada de eso! Si la aguarda a usted en la taberna del peruano, ¿cómo quiere usted que se haya hecho daño?
La joven se acercó al pescador, le cogió las manos y mirándole fijamente le dijo luego con voz trémula:
—¿Qué tienes? ¿Qué te ha sucedido? Estás agitado y veo una lágrima en tus ojos.
El ballenero no se había atrevido a contestar, asombrado de haberse descubierto involuntariamente.
—He sido un estúpido —pensaba—. Después de todo, o por mí o por su padre habrá de saberlo. Contándoselo todo evitaré un nuevo dolor al bueno del señor López.
—¡Habla, tío Pardo! —gritó Mariquita sacudiéndole.
—No tenía que hacer más que acompañar a usted a la taberna del peruano, donde la aguardan su papá y un amigo mío —contestó el pescador, que cada vez se iba embrollando más.
—¿A qué?
—Se ha encontrado un documento... En el dorso de una ballena fueron hallados dos cadáveres... ¡Mariquita! Perdóneme usted si voy a ocasionarle un gran dolor, pero usted tiene que tener fuerza y no asustarse.
—¡En nombre de Dios, habla! ¡Explícate, tío Pardo!
—¡No murió! ¡No! Al contrario, tenemos pruebas de que vive aún y tal vez podamos salvarle...
—Pero ¿a quién? ¿A quién?
—¡A Alonso!
—¡Alonso! —gritó la joven retrocediendo vivamente y dejándose caer en el sillón—. ¡Alonso! ¡Ah!
De los labios de Mariquita salió un gemido; un gemido ronco, sofocado.
—Señora —dijo el ballenero, que no sabía cómo salir del atolladero—. No le he dicho a usted que haya muerto... no... una invernada en las costas de la Tierra del Fuego no significa nada... aquí o allí todo es igual... hace frío y vuelve luego el verano.
Mariquita se levantó súbitamente con los ojos húmedos y transfigurado el rostro por un dolor intenso, pero parecía tranquila.
—¡Cuéntamelo todo, todo! —exclamó.
—Su papá de usted se lo quería contar.
—No puedo esperar... lo mismo da... habla, tío Pardo, habla tú, te lo pido con el alma.
El ballenero, apoyada su espalda en la pared, le contó como supo o como pudo, cuanto habían deducido de los papeles encontrados en poder de uno de los dos desgraciados marineros de la Rosita, ocultándole con sumo cuidado el tremendo peligro que amenazaba a Alonso y a sus compañeros de desventura, o sea, morir de hambre en las desoladas costas de la Tierra del Fuego.
Mariquita le había oído silenciosa sofocando de cuando en cuando algún gemido. Cuando el pescador le hubo insinuado que sólo un hombre podía ir en busca de los náufragos y de la Rosita, se emocionó vivamente y palideció.
—¡Pedro! —exclamó—. ¡El rival de Alonso! ¡Rechacé su mano y creo que no me perdonará nunca el haber concedido a su primo mi corazón!
—Y no obstante, Mariquita, sólo él posee un buque capaz de afrontar en la estación presente los hielos del Antártico y él es el único hombre tan audaz como para dirigir semejante expedición. No puede usted escoger.
—Sé que odia a Alonso profundamente.
—Tal vez delante de usted no resista, porque a mí me consta que la quiere a usted todavía apasionadamente. La suerte de Alonso está en sus manos.
—¡Dios mío! —exclamó Mariquita cubriendo su rostro con las manos.
—Piense usted que cada minuto de retraso puede ser fatal a su prometido y a sus mismos salvadores. El Sur del Océano se cubre ya de hielos, y pronto se desatarán en estas regiones los terribles huracanes de invierno.
Mariquita se levantó bruscamente: en sus negrísimos ojos brillaba una viva llama y en su rostro se leía una voluntad suprema.
—Sea —dijo ella—. A costa de mi propia felicidad, Alonso no ha de morir, no.
—¿Qué piensa usted hacer, Mariquita? —preguntó Pardo aterrado ante la palidez que observaba en las mejillas de la joven.
—Prepara dos caballos y ven a encontrarme a la taberna del peruano.
—¿Iremos al Puerto del Hambre?
—Sí —contestó la joven con energía—, iré a ver a Pedro.
—¿Y?
—Calla... ¡Veremos!
Tomó de una silla una gruesa manta adornada con puntilla negra, se la echó a la espalda envolviéndose estrechamente el cuerpo y salió rápidamente como si hubiese tomado una decisión irrevocable.
Atravesó el pueblo sin dirigir siquiera una mirada a las personas que la saludaban, tal era su preocupación, y cinco minutos después entraba en la taberna del peruano, donde el señor López, presa de mortal angustia, la aguardaba en compañía de José.
—Todo lo sé —dijo acercándose al viejo explorador y abrazándole afectuosamente—. Tío Pardo, obligado por mí, me lo ha contado todo.
—¡Pobre Mariquita mía! —exclamó el señor López.
—Nosotros le salvaremos, padre mío.
—¿Cómo?
—Iré a ver a Pedro.
—¿Estás decidida?
—A todo con tal de salvar la vida al que debía de ser un día mi esposo e hijo tuyo.
Al pronunciar estas palabras su voz temblaba y las lágrimas velaban sus pupilas. Pero reaccionó, en seguida, y añadió:
—Si Pedro accede a mis ruegos, partiré con él.
—¡Tú, Mariquita!
—¡Sí, padre mío!
—¡Exponerte a los terribles huracanes de la Tierra del Fuego!
—Desafiaré los hielos y las tempestades. Circula por mis venas la sangre de dos razas a cual más valiente, y soy ahijada de un hombre que ha afrontado cien veces la muerte en la pampa argentina y en las tierras magallánicas.
Un rayo de orgullo brilló en los ojos del viejo.
—Sí —dijo—, tú eres en verdad hija de razas fuertes y no irás sola a desafiar los peligros que amenazan a los navegantes de las regiones meridionales.
—¿Irás tú también?
—Sí, Mariquita.
—Eres viejo, padre, y tus largas exploraciones han debilitado tu fuerte fibra.
—Soy el mismo explorador que ha pasado la mitad de su vida entre las lanzas y las bolas de los araucanos y patagones —repuso el señor López.
—Hágase tu voluntad, padre. A tu lado tendré más valor y veré la muerte sin miedo si viene por nosotros. Adiós; parto en seguida.
—¿Vas a ver a Pedro?
—El caballo me espera y el Puerto del Hambre no está muy lejos.
—¿Quién te acompaña?
—Tío Pardo.
—¿Volverás pronto?
—Al atardecer estaré en casa. El Puerto del Hambre no está lejos y tus caballos tienen un buen andar.
—¿Y si Pedro no estuviera? Sé que cuando no pesca va a la pampa a la caza de guanacos.
—No volveré sin haberle visto.
—Nosotros prepararemos, en tanto, lo necesario para la expedición y buscaré otros hombres para formar en ella.
—Entre los cuales espero, señor López, que me contará usted a mí —dijo José.
—Será usted el primero.
—¡Adiós, padre mío! —dijo Mariquita—. Espero traerte esta noche una buena noticia.
—¿Y si Pedro se negara? —preguntó el viejo explorador.
—No se negará —contestó la joven, cuya voz tembló al pronunciar estas palabras.
—¡Mariquita! —exclamó el señor López con angustia—. Leo en tu mirada una desesperada resolución. ¡Vas a destruir tu futura felicidad! Te preparas a cumplir un terrible sacrificio y a destrozar el más hermoso de tus ensueños.
—Calla, calla —contestó la muchacha, sofocando un gemido—. Yo he de salvar a Alonso.
—Piensa bien lo que vas a hacer, Mariquita mía.
—Estoy decidida.
Se envolvió de nuevo en la manta cubriéndose parte del rostro y salió rápidamente sin añadir palabra.
Del ligero movimiento de la manta era fácil adivinar que los sollozos movían con violencia el pecho de la infortunada joven.
No viendo todavía a Pardo, remontó la calle, pasó por las casitas y los huertecillos y llegó a su residencia en el momento preciso en que el ballenero salía del cobertizo conduciendo por la rienda a dos caballos de raza patagona, animales de poca apariencia pero de mucha robustez y de una resistencia excepcional capaces de recorrer treinta leguas en un solo día.
El ballenero, sabiendo que no había completa seguridad en el territorio, había colgado dos trabucos de las sillas y había puesto pistolas en las fundas.
—¿Partimos? —preguntó.
—Sí, Pardo —contestó la joven.
La ayudó a subir a la silla y bajaron al trote la pendiente opuesta de la colina, cubierta de huertecillos y aserraderos, gran parte de los cuales pertenecían al señor López.
Mariquita montaba como una araucana, acostumbrada como estaba desde niña a recorrer la pampa patagona. El mismo ballenero, que en su juventud había sido guaso, no montaba mal en la grande y durísima silla y a pesar de sus años era buen jinete, con todo y el galope irregular de su caballo.
Al pie de la colina doblaron hacia el Oeste, tomando un estrecho sendero que seguía paralelamente la línea de la costa a una distancia de un par de millas y tal vez más.
Soplaba un viento muy frío que movía con fuerza las plantas diseminadas en la pampa, y el cielo era gris, como si amenazara con una nevada. En la imponente mole del Sarmiento, cuya masa se destacaba con toda claridad hacia Occidente, debía ya caer la nieve en abundancia, porque sus cimas se blanqueaban con rapidez.
La gruesa manta y el pesado capote de mar abrigaban lo suficiente a Mariquita y al ballenero.
El país apareció rápidamente desierto. Alrededor de Punta Arenas no existen factorías porque correrían el peligro de verse sorprendidas por los inquietos patagones que están casi siempre en armas.
No se veían más que llanuras herbosas, cubiertas de musgo en su mayor parte, impregnado de agua, y espesas manchas de hayas; plantas soberbias cuyos troncos tienen una circunferencia de tres metros y una altura de más de treinta y un follaje espesísimo de hermoso verde pálido. Veíanse además matorrales espinosos que rodeaban los estanques, muy abundantes en aquellos lugares y ricos en incrustaciones salinas, blancas como la nieve.
En cambio, a lo lejos, tierra adentro, se veían grupos de cedros rojos, boighes, árboles que los araucanos tenían por sagrados, quillais, que producen una madera roja durísima, y quinchamalí, cuyas raíces no tienen rival para cerrar rápidamente las heridas. Feo país, sin embargo, saturado de humedad y lleno de agua, cortado en todas direcciones por arroyos y lagunas, de aspecto selvático y triste a la vez, poblado tan sólo por millares de pájaros y vizcachas, especie de perros de la pradera, parecidos a los que se encuentran en las llanuras de América del Norte y que, al igual que aquéllos, viven en cuevas en compañía de reptiles y búhos.
Los dos caballos, que galopaban rápidamente, atravesaron pronto aquella región húmeda por demás e, internándose en espesos bosques de pinos, luma, y arbustos de huingán, con cuyo grano los araucanos hacen un vino nauseabundo, encontraron un terreno más sólido y más adecuado a sus cascos.
Pardo había tomado y armado el trabuco por precaución y estaba con ojo avizor porque las emboscadas de fieros patagones no eran raras en aquella época. En cambio, Mariquita, que se mantenía silenciosa, sumergida en sus ideas, parecía no haber advertido siquiera que llevaba armas en su silla.
—Esté usted también atenta, señorita —dijo el ballenero—. No es difícil arrojar una bola perdida y usted sabe cuán diestros son los malditos patagones en el arte de lanzar esa gran piedra.
—Los patagones han aprendido a temer a los chilenos —se limitó a contestar Mariquita—. No son los araucanos.
—Es mejor no fiarse de su tranquilidad, más aparente que real —masculló tío Pardo—. Aquí no deben faltar los toldos. (N. del A.: "Tiendas patagonas")
El viejo no se engañaba. Apenas habían salido los dos caballos de aquellas espesuras, cuando en la llanura herbosa se vieron algunas viviendas patagonas, diseminadas caprichosamente en torno de los estanques.
Eran pequeños campamentos formados con tiendas de piel de guanaco, cuadradas, de cuatro metros de extensión por dos de altura, sostenidas por palos cruzados, que se montan y desmontan en pocos minutos, tan sucias como pestilentes, puesto que la limpieza es del todo desconocida por sus habitantes.
Al ver pasar los dos caballos, salieron algunos patagones armados de largas lanzas y bolas, pedazos de piedra un poco puntiagudas, envueltas en un trozo de piel y pendientes de una cuerda de un metro de longitud, que aquellos atrevidos corredores lanzan con tal destreza que destrozan la cabeza al enemigo a una distancia de cincuenta pasos.
Eran todos de estatura elevadísima, de cabeza grande, cabello largo y desordenado, de formas hercúleas, de piernas cortas y cuerpo larguísimo y piel rojo-bronceada. Aunque el frío era intenso, no tenían más abrigo que unas capas de guanaco adornadas con bordados rojos; calzaban ásperas pieles y llevaban en la cabeza una sencilla tira de cuero atada en torno de la nuca.
Debían de ser indios mansos, o sea, sometidos, porque no se alejaron de sus tiendas, ni mostraron deseos de hacer uso de sus armas, limitándose a seguir con la mirada a los dos caballos hasta que desaparecieron internándose en otro bosque. Pardo no había abandonado el trabuco y se había vuelto varias veces a mirar hacia atrás, temeroso de que aquellos peligrosos gigantes les anduvieran siguiendo.
A mediodía, o sea, cinco horas después de haber salido de Punta Arenas, Mariquita y tío Pardo llegaban al borde del estrecho, que en aquel sitio forma una vasta curva.
Puerto del Hambre estaba a la vista.
Puerto del Hambre, llamado también Puerto de la Carestía, situado casi a la mitad del estrecho, debe su triste nombre a los horrores que sufrieron los primeros colonos españoles que llegaron a las tierras magallánicas.
Dueña España de casi toda la América del Sur y ávida de nuevas colonias, dándose cuenta de la gran importancia que un día había de alcanzar aquel pasaje, que ponía en comunicación el Atlántico con el Pacífico, en 1581, o sea, sesenta y un años después de su descubrimiento encargó a Sarmiento que fuera a fundar en aquellas desoladas playas una ciudad que había de denominarse Ciudad del Rey Felipe.
Hombre audaz y marino experto, si no muy previsor, zarpa Sarmiento en seguida y después de una larga navegación echa anclas en aquella bahía, desembarcando algunos centenares de colonos, entre los cuales figuraban muchísimas mujeres.
Todo parecía sonreír a los españoles.
La Ciudad del Rey Felipe surgió como por encanto y se construyó otra un poco más lejos, llamada Nombre de Jesús, con objeto de frenar mayormente a los belicosos patagones y tener las llaves del estrecho. Mas he ahí que un día empezaron a escasear los víveres. Las naves estaban vacías, vacíos los almacenes y nadie había procurado cultivar la tierra. Sarmiento, azorado, embarcó para ir a Río de Janeiro en busca de socorros, porque esperaba encontrar allí un barco cargado de víveres por cuenta del gobierno español. Por desgracia le sorprendió una tempestad horrible que le obligó a refugiarse en Pernambuco, donde llegó con el buque destrozado.
Reparadas las averías se hace de nuevo a la mar, pero un destino contrario le persigue y naufraga. Otro que no hubiera sido Sarmiento se habría descorazonado ante tan obstinada adversidad; pero él, pensando en aquellos infelices que dejó en las desoladas riberas del estrecho, expuestos al rigor del hambre y a las tropelías de los indígenas, no desmayó.
Armó otra nave y se hizo animosamente a la mar, esperando que su perseverancia podría más que el destino. Pero estaba escrito que no había de volver a ver a sus colonos ni las ciudades que había fundado.
Una nave inglesa le atacó y después de un largo combate le venció y Walter Raleigh lo condujo prisionero a Londres, donde se negó obstinadamente a dar a conocer la horrible situación en que se encontraban sus compatriotas, temiendo que sus enemigos conquistaran el canal.
Entretanto el hambre había caído en las desgraciadas ciudades. Vencidos por ella y atormentados por los continuos ataques de los indios, los colonos morían a docenas, sembrando de cadáveres las costas.
Los colonos de Nombre de Jesús se habían dirigido a Rey Felipe, pero el gobernador no les admitió porque no había víveres.
Y sin embargo, aquellos desgraciados resistieron tenazmente durante dos inviernos, pescando y cazando y diezmando cada día su número, hasta que los últimos supervivientes, en número de un centenar se embarcaron en dos lanchas, y dejaron la ciudad maldita buscando refugio fuera del canal.
Algunos, afortunados, fueron recogidos por Cavendish, corsario inglés; otros murieron en aquellas playas y las ciudades, despobladas, fueron arruinándose hasta desaparecer por completo. Para eternizar aquel horrible desastre quedó el nombre de Puerto del Hambre, que todavía se conserva.
* * *
De la reedificada Ciudad del Rey Felipe, abandonada también por el gobierno chileno después de la rebelión militar de 1843, no habían quedado más que una docena de casitas de madera, habitadas por la mayor parte de los balleneros, agrupadas en torno de una un poco más grande, de la propiedad de Pedro.
Tío Pardo y Mariquita se dirigieron a ella con la seguridad de encontrar al ballenero. Estaba de regreso seguramente, pues en la bahía había fondeada una gran barca de pesca, que el viejo marino reconoció en seguida.
—Es la Quichua de Pedro —dijo a la joven, que se la había señalado con el dedo—. Me pareció haberla visto anoche al pasar delante de esta costa.
—¿Le encontraremos en su casa? —preguntó la joven con voz trémula.
—Lo sabremos en seguida.
Un hombre que trabajaba en un huertecillo, al ver a la joven y al viejo ballenero, salió de la empalizada para observarles.
—¿Dónde está el señor Pedro? —preguntó Pardo—. Necesitamos verle.
—El amo ha ido a la caza del cóndor —contestó el colono—. Cuando no la emprende con la ballena, se lanza con los guanacos o las grandes aves.
Mariquita hizo un movimiento de despecho; pero en el fondo de su alma no se lamentó de la ausencia de Pedro. Aquella circunstancia que le daba algunas horas de tregua no la disgustaba.
—¿Cuándo volverá? —preguntó Pardo.
—¡Quién sabe! Si quieren ustedes encontrarle no les será difícil. ¿Veis aquel monte? Es el Tarn. ¿No veis un cercado?
—Sí, lo veo.
—Es allí donde esperan a los cóndores. En menos de una hora le podéis alcanzar.
Pardo miró a Mariquita.
—Vamos —dijo ésta resueltamente—. Antes o después, nuestra entrevista ha de tener lugar.
Saludaron con la mano al colono y volvieron la espalda al grupito de casitas, dirigiéndose hacia el Tarn, un cono colosal, cuyos flancos estaban cubiertos de espesos bosques de hayas antárticas. Mariquita y Pardo habían mirado atentamente la cresta indicada por el peón.
Era una especie de plataforma rodeada de rocas incultas, desprovista de vegetación, cuyos lados parecían cortados a pico y aparecía aislada en el flanco meridional del Tarn. Aunque estaba a una distancia de cuatro o cinco millas, se veía perfectamente en el centro una especie de cercado formado de palos y en lo alto grandes puntos negros que describían amplios círculos, ora bajando, ora subiendo.
—Iremos a echarle a perder la caza —dijo Pardo—. Allá están los cóndores dando vueltas y parece que tienen un gran deseo de bajar. Pedro no va a acogerla a usted muy bien; además de un gran ballenero es un entusiasta cazador. ¿Y si mandáramos a alguien a avisarle, Mariquita?
—Tal vez no vendría —contestó la joven—. Pedro siente por mí un rencor profundo: lo sé.
—No lo dudo —dijo el viejo pescador—. No le ha perdonado a usted nunca el no haber aceptado su mano. Ese hombre debe de haberle amado a usted mucho. Sólo así se comprende que se haya hecho tan salvaje y viva tan triste. Me han dicho que pasa semanas enteras sin hablar con nadie; ni siquiera con sus marineros.
—Calla, tío Pardo —dijo Mariquita con sofocado acento—. Veremos cómo me acogerá.
—Está hecho un hurón y luego... le va a costar a usted gran trabajo decidirle. En fin. ¡No desesperemos!
Empezaban a subir las primeras pendientes del Tarn, llenas de altísimos pinos araucanos, que producen frutos muy parecidos a nuestras castañas, punyas y hayas e inmensos zarzales dentro de los cuales se oían ladrar lamentablemente los perros de la pradera.
Alzábanse delante de ellos numerosas aves que huían desordenadamente en todas direcciones. Había bellos caseritos, especie de tordos que hacen los nidos en forma de cúpulas, con entradas laberínticas, perdices de campo, tanagra striata, con hermosas plumas azules y anaranjadas, palomas zenaidas, un poco más gruesas que las nuestras, y hued-hued, aves que ladran como los perros.
De cuando en cuando, salía con rapidez de los espesos zarzales algún guanaco, animal agilísimo; de cuello largo y flexible, cabeza pequeña y patas delgadas, presa muy buscada por los patagones, que aprecian mucho la delicadeza de sus carnes; o bien salía corriendo locamente sobre sus largas patas algún ñandú, el avestruz de las tierras magallánicas, que es mucho más pequeño que el africano, y no tiene plumas tan ricas y hermosas.
Después de haber atravesado un bosque bastante espeso que subía fatigosamente a lo largo de los flancos del cono, los dos caballos se detuvieron delante de una roca, donde estaban atados al tronco de un haya otros tres de elevadísima estatura.
—Estos deben ser los caballos de Pedro y sus peones —dijo Pardo—. Tenemos que apearnos también nosotros. La cima no está más que a doscientos metros de nuestra cabeza.
Mariquita, al sentirse tan cerca de Pedro, se emocionó.
El ballenero la ayudó a bajar de la silla, ató los dos caballos junto a los otros, y comenzó a subir seguido de la joven.
En lo alto se veía un cercado, formado con palos colocados a breve distancia unos de otros y atados entre sí con cierta especie de liana y de ramas flexibles.
Debía ser la trampa de los cóndores.
Las gigantescas aves no habían bajado aún. Se les veía volar a gran altura tendidas sus anchas alas; pero parecía que no querían alejarse de aquella cima, donde algo les atraía irresistiblemente.
Pardo y Mariquita, una vez hubieron trepado las últimas rocas cuya ascensión se hacía cada vez más difícil, llegaron finalmente al borde de aquel minúsculo rellano.
Iban a entrar en el cercado, cuando una voz ruda y casi amenazadora, que parecía salir de una hendidura abierta en una roca, gritó:
—¿Quién viene a estorbar mi caza? ¿Queréis espantar los cóndores?
—¡Pedro! —exclamó Mariquita palideciendo y abrochándose la manta en torno de la cabeza.
Salió un hombre de la hendidura llevando en la mano un lazo de cuero trenzado que terminaba con un anillo de cobre.
Tendría unos treinta años. Era de estatura imponente, con pecho de patagón, ancho de hombros y miembros desarrollados que denotaban una fuerza más que extraordinaria.
Aunque de piel bronceada, se comprendía que aquel hombre pertenecía a la raza blanca. Por una singular extrañeza tenía rubio el cabello, que llevaba largo y caía desordenadamente sobre sus hombros, y unos ojos del color del acero, que lanzaban un cierto destello salvaje y que delataban un no sé qué de aspereza, pero también de tristeza.
Era un hombre hermoso, de soberbia cabeza y frente espaciosa surcada ya por precoces arrugas, con nariz derecha y labios sutiles, indicio de una voluntad de hierro y una energía muy grande.
Vestía un extraño traje que participaba del guaso chileno y del gaucho argentino. Camisa de lana de varios colores con bordados de seda y botones de plata, ceñida por una gran faja de tela roja, pantalones a lo zuavo, de tela rayada, hinchados y adornados con puntilla en las extremidades, los chiripás de los argentinos, botas largas y gruesas con espuelas de plata. Cubría su cabeza un sombrero de ala ancha, adornado con un cordoncillo de oro con cintas.
Al ver a Pardo y especialmente a aquella joven que tenía el semblante medio oculto en la manta, aquel hombre frunció el entrecejo y una palidez extraña se difundió en su rostro.
—Viejo Pardo —dijo con voz menos dura—, ¿quién es la joven que acompañáis? ¿Qué queréis? ¿No veis que espero los cóndores? Si os...
Se interrumpió rápidamente, dando un paso atrás, mientras su semblante adquiría una expresión casi feroz.
Mariquita había dejado caer la manta, diciéndole con dulce y trémula voz:
—Soy yo, Pedro. Perdone usted que haya venido a encontrarle en la montaña en vez de esperarle en su casa. No creía usted sin duda verme aquí.
—No, señorita —dijo el ballenero con acento áspero, en el que se sentía vibrar una profunda amargura—. La Estrella de la Araucania había muerto para mí. ¿Qué quiere usted del hombre a quien ha destrozado la existencia?
—Sigue usted guardándome rencor, ¿verdad, Pedro?
El marino no contestó. Sus rasgos fisonómicos seguían alterándose mientras su frente se arrugaba borrascosamente. Parecía que un terrible huracán se desencadenaba en el alma de aquel hombre.
—Tiene usted motivos para odiarme —contestó Mariquita, cada vez más temblorosa—. El hombre no perdona jamás a la mujer que ha rechazado su amor, y ha entregado, en cambio, su corazón a otro. Usted no me perdonará nunca: lo estoy leyendo en sus ojos. Pero ¿fue mía la culpa acaso, Pedro? Si usted hubiera llegado antes... tal vez no me habría negado a ser un día su... esposa.
—¿Por qué evoca estos recuerdos que el tiempo ha enterrado ya? —dijo el ballenero con voz sorda—. Han muerto ya para mí y la herida que sangró durante tanto tiempo, el mar cuidó de cicatrizarla.
Acaso no era cierto, porque mientras pronunciaba estas palabras le temblaban los labios y se iba amortiguando el brillo de sus ojos.
—Como usted quiera —dijo Mariquita suspirando—. No hablemos más de lo pasado.
Pedro había empezado a pasear por la plataforma con la frente fruncida y los puños cerrados, sin mirar a la joven. Súbitamente se detuvo ante ella y le dijo:
—Todavía, señorita, no me ha explicado el motivo que la ha conducido hasta mí.
—He de hablarle a solas.
—No es éste el sitio a propósito —contestó Pedro rudamente—. Además, fíjese usted: los cóndores empiezan ya a inquietarse y usted me haría perder en este instante la oportunidad de cazar algunos. Más tarde, y en mi casa, seguiremos esta conversación. Ahora tengo otro quehacer.
Rudo se había vuelto en sus maneras y la emoción que poco antes alterara su semblante parecía como que había súbitamente desaparecido. Hasta su mirada era ahora dura y tétrica.
Con brusco ademán indicó a la joven una hendidura que parecía la entrada de una cueva, diciéndole:
—Allá dentro, señorita. Los cóndores están a punto de bajar.
Luego pasando una mano por la espalda del viejo pescador, añadió con cierta dulzura:
—¡Tú también vas a ver, tío Pardo, qué linda caza!
Mariquita obedeció sin decir palabra y los dos balleneros la siguieron.
Aquella hendidura era, en efecto, la entrada de una pequeña caverna semicircular, capaz apenas para una docena de personas.
Echados había en el suelo dos peones, dos criados de Pedro, que habían de ayudarle en la caza.
A una señal del amo, desplegaron un bellísimo poncho invitando a Mariquita a tomar asiento en él, y luego ocuparon de nuevo su sitio mascando silenciosamente su coca.
Pedro se echó junto a la hendidura para vigilar los movimientos de los cóndores, permaneciendo casi oculto debajo de un ancho trozo de piel.
Hubiérase dicho que únicamente le preocupaban los fulmíneos vuelos de los gigantescos pajarracos. Pero no era cierto, porque de cuando en cuando doblaba la cabeza y lanzaba una furtiva mirada a la pequeña cueva buscando los ojos de Mariquita. Un temblor extraño agitaba entonces todo su cuerpo y el color de su rostro se oscurecía un tanto, como si una oleada de sangre lo inundase. No. El mar no debió cicatrizar la herida que tenía en el corazón, y quizás en aquel momento sangraba más que nunca. Un año no era bastante para cicatrizarla y sólo uno había transcurrido desde el día en que la joven rechazó su mano.
Mariquita, sentada en el rincón más oscuro de la cueva, no perdía de vista a Pedro y examinaba detenidamente todos sus movimientos. Sentía las miradas del ballenero, temblaba involuntariamente y su rostro se contraía bajo la presión de una emoción inesperada.
En tanto, los cóndores, que no veían a nadie, empezaban a bajar hacia el pequeño altiplano, limitando el círculo de sus vuelos cada vez más.
Aquel cercado ejercía en ellos una atracción irresistible y como puede comprenderse, no eran los palos los que los atraían, sino el cadáver de un cordero que habían llevado allí y sacrificado para que sirviera de cebo a aquellas voraces aves.
Los cóndores, que tienen muy fina la vista y huelen la carroña a increíble distancia, ya lo habían divisado y se preparaban a bajar para saciarse con su carne.
Esas gigantescas aves son poco amantes de los valles y de las montañas poco elevadas, donde por parte de los hombres lo han de temer todo. Ordinariamente se alojan en las gigantescas cadenas andinas, desde donde espían las presas, sin que bajen casi nunca de la línea de las nieves.
Cuando el frío hace huir a los guanacos, entonces se atreven a bajar hasta las llanuras para dar caza a otros animales, porque aun cuando se nutran preferentemente de carroña como los buitres y los urubúes, que son los basureros de las ciudades sudamericanas, se ceban también de todos los seres vivientes que no pueden oponerles gran resistencia.
Los carneros y las ovejas son sus víctimas predilectas. A veces hasta los terneros y los potrillos caen bajo las garras de estos audaces rapiñadores.
Se reúnen en buen número, rodean los corderos y luego avanzan hacia ellos batiendo sus inmensas alas y gritando desaforadamente. Cuando agitados y temblorosos los desdichados animalitos se encuentran acurrucados unos encima de otros formando un compacto grupo, los cóndores se alzan y caen como plomo sobre aquella masa viviente que no puede defenderse en modo alguno y causan en ella horribles estragos.
Los daños que ocasionan a los hacendados del Perú, Chile y de las pampas argentinas son gravísimos. Cada año perecen devorados por los cóndores millares de piezas de ganado.
Los cóndores que estaban a punto de caer en el cercado no excedían de media docena y eran todos gigantescos. Esas aves, que son espléndidas cuando se les ve surcar el espacio tendidas sus inmensas alas, llenas de fuerza y de ferocidad, pasando sobre los picos nevados de los Andes, ¡qué diferentes son, en cambio, vistos de cerca, posados en una roca! Toda su belleza desaparece, porque carecen de la nobleza del águila, y no son más que buitres, y de los más feos, con su cuello desnudo y arrugado que da asco de ver y no tienen nada que envidiar a los argalas indios, comedores de carroña por excelencia.
Los seis cóndores seguían limitando el círculo de su vuelo, e iban descendiendo lentamente y con prudencia, pues son muy desconfiados. No se atrevían a bajar del todo todavía, porque sospechaban que se les tendía alguna trampa; pero la vista de aquel cordero muerto, que prometía un abundante atracón, les atraía considerablemente.
El más atrevido o el más hambriento bajó por fin como un rayo, posándose en la cima de una roca que se levantaba a pocos metros del recinto.
Era un pajarraco que de la cabeza a la cola mediría un metro y medio aproximadamente, con alas de tres metros y un grosor tal que superaba a todas las aves conocidas.
La cabeza, en proporción con el cuerpo, era más bien pequeña, agujereada por dos ojos grises provistos de cejas del más extraño aspecto y armado de un robusto pico, arqueado en la extremidad de la mandíbula superior, negruzco en la base y amarillo en el resto de su longitud. Tenía, además, adornado el cráneo por una especie de cresta blanda, llena de surcos profundos que caían a través del rostro.
El cuello, que era sin plumas, de tinte rojizo y de aspecto desagradable, parecía hecho a propósito para hurgar entre la carroña. Estaba rodeado de un collar de pelusa finísima, de encantadora blancura, que contrastaba vivamente con las plumas azul marino que cubrían el resto de su cuerpo.
Aquel gigante del aire permaneció inmóvil durante algunos minutos, volviendo la cabeza en todas direcciones, para convencerse de que no tenía enemigos y luego de un vuelo pasó sobre la tapia, cayó encima del cordero y lo descuartizó con sus largas y robustas uñas. Los demás, animados con el ejemplo de su compañero, bajaron a su vez imitando su maniobra.
Pedro, al no verlos más, se había levantado diciendo a sus peones:
—Preparad los garrotes. Dentro de poco estarán tan hartos que no podrán alzar el vuelo.
Seguidamente, sin mirarla dijo a la joven araucana:
—Si quiere usted asistir, Mariquita, a una caza conmovedora, deje ese rincón y acérquese. Verá usted mejor. Vos también, viejo Pardo.
La joven se levantó sin contestar y se acercó a la entrada de la cueva; si bien con las preocupaciones que la atormentaban semejante caza no la interesaba poco ni mucho.
Los seis cóndores, agrupados en torno del cordero, se iban hartando de carne hasta reventar.
Era el momento esperado por los cazadores para caerles encima a esas glotonas aves de rapiña.
Como dichos pájaros son de una voracidad espantosa, cuando encuentran alimento en abundancia se llenan el cuerpo de tal manera que les es difícil emprender nuevamente el vuelo si antes no pegan una carrera para tomarlo.
Los chilenos y peruanos han adoptado esos recintos cercados para darles caza. Como a los cóndores les falta el espacio suficiente para correr, a causa de lo estrecho del lugar, se encuentran imposibilitados para emprender el vuelo y se convierten, por lo tanto, en fácil presa de los cazadores que les dan muerte a garrotazos cuando no prefieren conservarlos vivos para venderlos a los mercaderes de feria.
Cuando Pedro creyó que estaban lo suficientemente hartos para que no pudieran huir, se lanzó hacia la puerta del cercado empuñando una especie de maza de plomo, acompañado de sus dos peones.
Las aves, sorprendidas ante aquella inesperada aparición y, por otro lado, demasiado pesadas para servirse de las alas, quedaron torpemente encogidas encima del esqueleto del cordero.
Sólo empezaron a defenderse cuando los primeros garrotazos se dejaron sentir en sus cuerpos. Entonces se levantaron batiendo furiosamente las alas, tratando de aferrar los bastones con los robustos picos, y quisieron echarse encima de los cazadores, pero los esfuerzos fueron en vano.
Pedro, que como queda dicho estaba dotado de una fuerza hercúlea, daba contra ellos con tanta fuerza que de un solo golpe les destrozaba la cabeza y las alas. Sus dos peones también golpeaban duro.
Bastaron cinco minutos para que cayeran sobre los restos del cordero los seis gigantescos pajarracos.
Entonces Pedro, arrancando del mayor un manojo de larguísimas plumas de espléndido color azul oscuro, se acercó a Mariquita, que desde la entrada del cercado había presenciado la matanza, y se lo ofreció diciéndole con acento entre rudo y noble:
—Para usted, señorita. Las más bellas pertenecen a la mujer.
Luego, volviéndole bruscamente la espalda añadió:
—Volvamos a casa, que no tengo más que hacer aquí.
Cinco minutos después, y mientras los peones llevaban los cóndores a la cueva, Pedro, Mariquita y tío Pardo montaban sus respectivos caballos y galopando se dirigían al Puerto de la Carestía.
La vida de Pedro Gutiérrez, primo de Alonso, el prometido de Mariquita, había sido una de las más borrascosas y agitadas.
Antiguo oficial de la marina de guerra argentina, donde era tenido por uno de los más cultos, más audaces y más distinguidos miembros de la armada, fue envuelto a los veintidós años en uno de aquellos pronunciamientos militares tan frecuentes en las inquietas repúblicas sudamericanas.
Hecho prisionero, junto con su primo Alonso, que era también oficial de marina, fue degradado y condenado a muerte, pero indultado después fue conducido a uno de los tantos fortines que hay diseminados en la frontera patagona para contener las belicosas tribus de la Pampa.
Hombre atrevido y sediento de libertad no estuvo allí mucho tiempo. Aprovechando un asalto de los salvajes de las praderas, con un valor extraordinario y sin más arma que un sable, se metió de noche entre los asaltantes y abriéndose una vía de sangre fue a refugiarse casi incólume en los desiertos de la Patagonia, donde erró durante dos años viviendo como un robinsón.
Un buen día, después de marchas inmensas y de haber escapado mil veces a las insidias de los patagones, logró alcanzar el Estrecho de Magallanes y seguidamente Punta Arenas, donde por casualidad encontró a Alonso, quien, más afortunado que él, había conseguido embarcar en un buque inglés y dejar la Argentina, antes que el Consejo de guerra hubiese decidido de su suerte.
Con el auxilio de amigos y parientes, los dos primos, valientes marinos ambos, adquirieron una pequeña nave ballenera y se dedicaron a la pesca de esos monstruosos cetáceos que en aquel tiempo abundaban mucho todavía en las costas de la Tierra del Fuego y del Océano Antártico y consiguieron una rápida fortuna.
Una mujer debía de abrir, sin embargo, entre los dos primos un abismo profundo y una ola de intenso odio: Mariquita.
Los ardientes ojos de la joven araucana habían herido sus corazones encendiendo en sus pechos una pasión igualmente intensa.
Pedro tuvo, empero, la desgracia de llegar demasiado tarde porque Mariquita tenía empeñada su palabra con Alonso, más gentil, más caballeresco y más joven que su primo y rechazó, por lo tanto, las pretensiones del exiliado.
Desde aquel día se separaron los dos primos y cada cual armó un buque por cuenta propia.
Pedro, con el corazón ensangrentado, para no asistir a la felicidad del rival abandonó Punta Arenas y se retiró al Puerto de la Carestía para no volver allí jamás.
Se dedicó por entero a la pesca de la ballena, emprendiendo largos y peligrosísimos viajes por el Océano Antártico, esperando que llegaría a olvidar, entre huracanes y hielos, a la joven a quien había amado apasionadamente y a quien esperaba un día hacer su esposa.
Desde aquel entonces, su carácter antes jovial y caballeresco sufrió un cambio radical. El gallardo oficial de un día, a quien tanto admiraran todos los habitantes de Buenos Aires, se convirtió en rudo marinero; un verdadero hurón marino.
Se había vuelto triste y taciturno; pero la pasión no debía haberse apagado, ni desaparecido el odio que sentía por su primo; ¡quiá!
Por dos veces, su ballenero, aprovechando la oscuridad de una noche de niebla, había intentado abordar y partir en dos el buque del afortunado rival que la casualidad le había hecho encontrar en medio del Océano Antártico. Y en otra oportunidad se le había visto dar vueltas por la entrada del Estrecho de Magallanes, armado con una escopeta y seguido de sus tripulantes, acechando seguramente una ocasión propicia para tropezar con Alonso de regreso de una campaña de pesca y de un balazo en el corazón librarse de él.
Un año había transcurrido así hasta que, como hemos visto, Mariquita, que creía no volverle a ver, se le apareció de improviso para reclamar su auxilio a fin de salvar al desgraciado Alonso, que estaba en peligro en las desoladas playas de la Tierra del Fuego.
* * *
Cuando, después de una carrera de dos horas, llegaron al Puerto de la Carestía, sin haber cambiado una palabra durante el camino, daban las cuatro de la tarde en el pequeño campanario de madera que se alzaba sobre la casa del ballenero.
Pedro se apeó enseguida del caballo para ayudar a Mariquita, a quien acompañó a la sala del piso bajo diciéndole bruscamente:
—Aquí podremos hablar sin que nadie nos moleste, señorita.
Pardo, comprendiendo que sobraba, se quedó fuera guardando los caballos.
Se comprendía al primer golpe de vista, que aquella casa era la de un hombre de mar. La salita del piso bajo en que habían penetrado estaba llena de objetos marinescos dispuestos con cierto orden y hasta con cierto gusto.
Las paredes estaban cubiertas de trofeos formados con arpones cruzados con varias lanzas que terminaban en una punta redonda y ancha para clavarse debajo de la cola de los cetáceos y romper las últimas vértebras; redes colocadas a modo de guirnaldas, hachas, cuchillos y armas de fuego de todas clases.
En el suelo había en cambio bellísimas pieles de guanaco y focas australes; en el centro una antigua mesa de nogal llena de mapas de las regiones australes, y en los ángulos grandes estanterías llenas de libros polvorientos y aves marinas embalsamadas, que poco a poco iban perdiendo las plumas.
Pedro, apenas hubo entrado en la sala, rogó a Mariquita que tomara asiento y le ofreció un antiguo sillón que en otro tiempo debió de ser de cuero rojo; pero había ya perdido el primitivo color. Después, se situó delante de ella, apoyado en la mesa.
Estaba triste de nuevo y sus dedos atormentaban los mapas echando a perder sus ángulos sin darse siquiera cuenta de lo que hacía. Viendo a Mariquita silenciosa le dijo:
—Hable usted, señorita. Supongo que no habrá venido hasta aquí con el exclusivo objeto de verme.
Había tal ironía en aquellas palabras que la pobre muchacha tuvo la idea de levantarse y marchar. Fue cosa de un momento. Hizo un llamamiento al valor y le dijo casi balbuceando:
—He venido en busca de su generosidad, Pedro.
Una sonrisa amarga se dibujó en los labios del marino.
—Se trata de salvar a un hombre a quien los huracanes han arrojado a las costas de la Tierra del Fuego y que, sin un pronto auxilio, moriría allí de hambre y de frío.
—¿Alguien que ha naufragado? —preguntó Pedro frunciendo el entrecejo—. ¿Quién es?
—Su primo de usted —respondió Mariquita con voz apenas perceptible.
Pedro hizo un movimiento brusco.
—¡Él! —exclamó con los dientes apretados—. ¿No ha vuelto?
—No. Está perdido si no va nadie...
—¿A salvarlo?
—Sí, Pedro.
—Vaya usted. ¿Quién se lo impide? —dijo el ballenero con ironía.
—Los huracanes del Cabo de Hornos han desarbolado su nave y parece que está perdido en las costas orientales de la Tierra del Fuego.
—¡Ah! —exclamó Pedro mientras un rayo de alegría salvaje iluminaba sus ojos.
—Y nadie en Punta Arenas posee una barca capaz de afrontar los hielos y las tormentas del Océano —prosiguió Mariquita.
—Que vayan con las chalupas —contestó Pedro con acento casi brutal.
—Pero usted posee una...
El ballenero alzó la cabeza mirando con estupor a Mariquita.
—¡Se ha pensado en mi Quichua! —exclamó.
—Y en usted, que es el único hombre capaz de guiar una expedición tan peligrosa.
—¿Y quién ha pensado en mí?
—Yo.
—¿Usted? ¡Vaya, señorita! ¡No se chancee usted!
—No, Pedro. Por Dios, que no me chanceo.
Una terrible expresión de cólera se reflejó en el semblante del hombre de mar.
—¡Ir yo a salvar a Alonso! —gritó—. ¡Yo arrancar de la muerte al que ha causado mi desdicha! ¡Al que me ha destrozado el alma y destruido el sueño más hermoso de mi vida! ¡Oh no, Mariquita, no, usted se ha equivocado!
—¿No es usted generoso?
—Lo fui un día; hoy no... al menos para usted y para mi primo.
La joven se acercó vivamente al exoficial poniéndole la mano en los hombros.
—Usted me quiere aún —le dijo mientras las lágrimas, imposibles de contener, rodaban por su semblante.
Pedro no contestó, pero al contacto de aquellas manos en sus robustos hombros sintió un ligero temblor.
—¡Dígamelo!
—¿Qué le importa a usted? —preguntó Pedro con amargo acento—. Al fin y al cabo, usted no puede ser mía.
—¿Y si yo le devolviera la felicidad? ¿Si realizase su sueño? ¿Si fuera un día su esposa de usted?
Una rápida emoción alteró por un instante el semblante de Pedro.
—¡Mía! —murmuró con vez sorda—. ¡No! ¡No la creo!
—¿Si se lo jurara por mi eterna salvación? ¿Por mi madre, que reposa allá lejos, en la salvaje pampa araucana? Salve usted a Alonso... y yo seré su esposa.
—Pero usted llora.
—Qué le importa si lloro...
—Lo que usted hace es un sacrificio; un sacrificio inmenso que le destroza el corazón, Mariquita —dijo el ballenero cuya voz se hacía cada vez más dulce—. ¿No se arrepentirá usted algún día de eso que viene ahora a proponerme? Piénselo.
—Jamás, con tal que Alonso sea salvado de morir.
—¿Y será usted mi esposa?
—Se lo prometo —dijo la pobre joven.
—Sólo con este pacto lanzaré mi ballenera a las costas de la Tierra del Fuego. Guárdese, empero, de engañarme, Mariquita, porque ¡vive Dios!, no le quedarían a usted bastantes lágrimas para llorar... ¡Júremelo usted!
—Le juro que seré su esposa.
—Déme usted su mano.
—Ahí la tiene, Pedro.
—Basta con esto y el infierno trague al que quebrante la promesa —dijo el marino con tono amenazador—. En cuanto a él, le costará la vida si se atreve siquiera a mirarla. Venga usted.
—¿A dónde quiere usted llevarme?
—A mi Quichua. Bajaremos juntos el canal.
—Tengo mi caballo.
—Lo mandará usted a Punta Arenas.
—Además, mi padrino me está aguardando.
—¿Él sabe que vino usted aquí? —preguntó el exoficial.
—Sí.
—¿Y que su mano no pertenecería a mi primo si yo aceptaba la propuesta de usted?
—No, y deseo que por ahora no lo sepa —dijo Mariquita.
—No lo sabrá más que de sus labios —repuso Pedro.
—Déjeme partir. Usted no tendrá tal vez tripulación bastante para semejante expedición y tendré que buscar otros hombres.
—No tengo más que seis y necesito otros tantos.
—Se los encontraré en Punta Arenas. ¿Cuándo estará usted en disposición de zarpar?
—Mañana estaré delante de la ciudadela. Ocho o diez horas me bastan para completar mi aprovisionamiento y armar la nave.
—Mi padrino irá también con usted.
Pedro frunció el entrecejo como si esto le disgustara y luego dijo:
—No puedo negar nada a mi futura esposa. Si el señor López quiere afrontar los peligros del Cabo de Hornos no seré yo quien se lo impida. Es más: haré preparar para él un camarote al lado del de usted.
Y le tendió la mano.
—Por la vida y por la muerte —dijo.
—Sí —contestó Mariquita con voz apenas perceptible.
—Dios es testigo.
—Seré su esposa.
Salieron de la casa.
Tío Pardo estaba a pocos pasos, teniendo los caballos sujetos por la rienda, pronto a marchar. Al ver salir a la joven y a Pedro, la diestra del uno en la del otro, suspiró con satisfacción, comprendiendo que todo quedaba combinado.
—¿Quiere usted que les acompañen dos de mis criados? —dijo el ballenero al viejo.
—Es inútil, señor Pedro —contestó el pescador—. En estos alrededores no existen ya patagones bravos.
El exoficial ayudó a Mariquita a montar a caballo y envolvióla con la manta para resguardarla mejor del aire.
—Hasta mañana —le dijo mirándola fijamente.
—Sí, hasta mañana, Pedro —contestó ella.
A una voz de tío Pardo, los dos caballos partieron atravesando el Puerto de la Carestía y lanzándose a través de las altas hierbas de la pampa.
—¿Todo está cerrado, señora? —preguntó Pardo cuando se encontraron lejos de las últimas casas.
—Sí —contestó la desgraciada joven con voz sofocada.
—¿Irá a salvar a Alonso?
—Me lo ha jurado.
—¿Cómo ha podido usted decidirle cuando todo el mundo sabe que odia de muerte a su prometido?
—No lo sé.
—¿Y cuándo partiremos?
—Mañana, tío Pardo.
—Entonces Alonso se ha salvado —exclamó el viejo.
—Sí, salvado; pero yo me habré perdido para siempre para él —murmuró Mariquita con un sordo gemido.
Después se cubrió la cara con la manta para que aquel valiente y fiel marino no viera las lágrimas que ya no podía contener.
El regreso a Punta Arenas tuvo efecto felizmente, a pesar de la proximidad de los patagones. Daban las ocho cuando Mariquita y tío Pardo entraban en casa del señor López, el cual les aguardaba con José presa de vivísima ansiedad.
La joven al entrar se quitó la manta y la arrojó nerviosamente sobre una silla. Tenía los ojos encendidos de tanto llorar y estaba de tal manera pálida que parecía iba a desmayarse. No obstante, al ver al señor López, a quien amaba como si fuera verdaderamente su padre, dibujó una sonrisa en los labios, deseosa de que no sospechara ni remotamente el terrible sacrificio que acababa de imponerse para salvar al hombre a quien tanto amaba y que desde aquel momento consideraba perdido para ella.
—Cuenta, Mariquita —le dijo mientras la ayudaba a sentarse.
—Alonso será salvado —respondió con un esfuerzo—. Mañana saldremos en la Quichua de Pedro.
—¡Ah! Ya sabía yo que Pedro no había de negarse y que era generoso —exclamó el señor López.
—Sí, generoso —murmuró Mariquita con una triste sonrisa—. Muy generoso, padre mío.
—¡Valiente camarada! —dijo tío Pardo—. No: en su corazón leal no podía concentrarse el odio durante mucho tiempo.
—Ven, hija mía —dijo contento el señor López—. Esta noche celebraremos nuestro próximo viaje en las regiones del Sur. Mariquita: tú serás feliz porque tu prometido volverá sano y salvo; estoy seguro de ello.
—Sí, feliz —contestó la joven con profunda tristeza y ocultando los ojos para que no se vieran dos lágrimas que brotaban de ellos—. Sí, padre; seremos felices.
Conforme Pedro había prometido, a la mañana siguiente la Quichua andaba delante de Punta Arenas para embarcar a la joven, al señor López y al resto de la tripulación.
Durante la noche había bajado el canal, aprovechando el viento favorable y la marea alta y al despuntar el día entró en el puerto junto con sus seis hombres, escogidos entre los más valientes marineros en la pequeña población de Puerto de la Carestía.
Los habitantes de Punta Arenas, incluso las mujeres, se habían reunido en el extremo del muelle para presenciar la marcha de Mariquita y del señor López, que gozaban de general estima en la población.
El gobernador, a quien se había enterado de todo y había puesto los almacenes de la colonia a la disposición del viejo viajero, acudió también para saludar a Pedro, el cual, de pie en la proa de su ballenera, daba las últimas disposiciones a sus tripulantes, en aquel tono de mando rudo que es común entre la gente de mar.
Mariquita, al lado del señor López, cubiertos ambos con pesadas pieles y seguidos de tío Pardo, José y cuatro robustos jóvenes que habían aceptado con entusiasmo la idea de formar parte de la audaz expedición, avanzaron hacia la playa recibiendo con una triste sonrisa los augurios de un feliz viaje.
La joven estaba palidísima y bastante abatida. Debió de llorar mucho durante la noche, la última tal vez que pasaba en su templada casita.
Andaba, sin embargo, bastante resuelta y respondía con dulzura a los saludos de aquellos buenos colonos y aquellas santas mujeres.
El viejo viajero parecía, en cambio, tener veinte años menos. Andaba recio como un joven, resplandecía la alegría en su mirada y distribuía a diestro y siniestro sendos apretones de manos.
Había sonado a bordo la hora de partir y Pedro, tras colocar una plancha sobre la playa, esperaba dando visibles muestras de impaciencia.
Cuando Mariquita subió la primera a la Quichua, el exdesterrado le estrechó la mano mirándola fijamente en los ojos como queriendo adivinar sus pensamientos. Después ayudó a subir al señor López diciéndole con ruda cortesía:
—Estoy contento de verle en mi barca, caballero.
Después apartó la mirada de una y de otro dando la voz de mando:
—¡Arriba la gómena! ¡Subid la plancha!
Tío Pardo y sus compañeros obedecieron prontamente las órdenes y la ballenera, separándose del muelle comenzó a marchar.
Desde la playa los habitantes agitaban los sombreros, gritando:
—¡Buen viaje, señora Mariquita! ¡Buen viaje, señor López! ¡Que la fortuna les sea propicia!
La joven contestaba agitando el pañuelo, mientras su padrino movía ambos brazos saludando a todos.
La Quichua se alejaba. Sus dos velas, recibiendo el viento en pleno, la empujaban mar adentro con notable velocidad y topando gallardamente con pequeños bancos de hielo que las olas habían arrancado de la Tierra del Fuego, los arrollaba entre mil crujidos.
Era la barca de Pedro la más linda, la mejor y hasta la más grande de cuantas se encontraban en todo el Estrecho de Magallanes, y había hecho ya numerosos viajes al Océano Antártico con envidiable fortuna, porque nunca regresó con averías, ni quedó presa de los hielos.
Podía llamarse una verdadera nave ballenera, pues poseía todo lo necesario para la pesca de grandes cetáceos, o sea, botes adecuados, arpones, lanzas y estachas; y era, en cuanto a su resistencia, igual a los más atrevidos veleros.
A pesar de sus formas toscas y pesadas y la anchura y redondez de sus costados, en menos de media hora se había alejado tanto de la playa, que casi se perdían de vista las pequeñas casas de la ciudadela. Sólo el campanario de madera de la pequeña iglesia y el fortín se distinguían aún perfectamente en el fondo verdáceo de la colina.
Mariquita parecía no darse cuenta siquiera de la distancia. Apoyada a la borda del buque, seguía mirando hacia Punta Arenas, con los ojos fijos en su casita que, más alta que las demás, se distinguía aún.
El señor López estaba a su lado, mirando a su vez hacia la playa que descendía cada vez más, desapareciendo debajo de las olas que corrían a estrellarse hacia las rocas. El anciano, ahora que veía desaparecer el pueblo, sentíase un tanto conmovido.
—¿Miras nuestra casa, verdad, Mariquita? —preguntó súbitamente.
—Sí —contestó la joven suspirando.
—Otro día la volveremos a ver y los que la habitaremos seremos más de dos, porque tu Alonso estará también entre nosotros.
Mariquita se pasó una mano por la frente como deseosa de apartar una idea de su imaginación y murmuró:
—Sí, seremos tres.
—Le encontraremos al arriesgado muchacho, ahora que tenemos a Pedro con nosotros. ¿Sabes que es un experto marino? Era uno de los más valientes oficiales de la armada argentina, y si la política no le hubiese arruinado enviándole a la pampa, a estas horas sería por lo menos capitán de navío, lo propio que Alonso.
Mariquita hizo un signo afirmativo con la cabeza, sin despegar los labios.
—La estación está muy adelantada y fuera del canal encontraremos bancos de hielo y tremendas borrascas. A pesar de esto, conseguiremos llegar de igual manera a las costas meridionales de la Tierra del Fuego. La nave es sólida, bien tripulada y bien surtida de víveres. Dios nos protegerá. ¡Pobre Alonso! Qué alegría será la suya cuando le digas: Aquí me tienes. Vine a salvarte para no dejarte nunca más.
Un temblor, que conmovió todos los miembros de la joven, fue la respuesta.
El anciano se apercibió.
—¿Qué tienes, Mariquita? —le preguntó—. Se diría que en vez de estar alegre estás triste.
—No es nada, padre mío —repuso la joven—. Es el frío que penetra en mis huesos.
—¿Quieres retirarte a tu camarote?
—No, padre.
—Tú tienes algo que te mantiene preocupada. ¿Dudas tal vez del éxito de nuestra expedición?
—Al contrario: confío en ella.
—¿O que lleguemos tarde para salvarle?
—No; Pedro nos llevará donde está él con la debida oportunidad —respondió Mariquita con voz casi triste—. Es un hábil marino.
—¿Ansías el momento de encontrarte con Alonso?
—¡Oh! ¡Mucho, padre mío! ¡Mucho!
—Todo irá bien, Mariquita. Dentro de un mes o quizá antes tú le verás.
—Si los hielos no nos aprisionan.
—Pasaremos por el centro de ellos —dijo tío Pardo, que acababa de acercarse—. Nuestros brazos son fuertes y a bordo no faltan ni sierras ni azadones para despedazarlo.
—Tú debes de haberte encontrado muy a menudo entre montañas de hielo. ¿Verdad, viejo mío?
—Sí, señor López, muchísimas veces y, como ve usted, he regresado siempre con vida a Punta Arenas. Llegué a pasar dos inviernos en las islas del continente antártico y he conseguido llevar siempre la piel incólume a mi casa: un tanto gastada quizás; pero se mantiene fuerte todavía.
—¿Estará la Rosita de Alonso entre los hielos? En esta estación los icebergs del Océano Antártico suben en gran número hacia el Atlántico y el Pacífico.
—Señor, en distintos inviernos he visto realmente muchos en los parajes del Cabo de Hornos y en torno de las costas meridionales de la Tierra del Fuego; y los he visto también en las dos desembocaduras del Estrecho de Magallanes. Ya verá usted cómo los encontraremos junto al Cabo de San Isidro; y mucho será que no pongan a dura prueba la habilidad del señor Pedro. Esta mañana me contaron que una chalupa corrió hace poco el peligro de verse bloqueada. Es señal de que este año el invierno será excepcionalmente crudo.
—¡Terrible situación la de la Rosita, a no ser que esté fondeada en alguna costa!
—Puede haber encontrado alguna bahía, señor López —dijo el viejo ballenero—. Aun suponiendo que haya ido a la deriva hacia la isla de los Estados, en aquella tierra no faltan buenos puertos en los que se puede invernar sin gran peligro. El mayor riesgo está en el...
El señor López le hizo una rápida señal, porque comprendió que iba a aludir al hambre que amenazaba a la tripulación de la ballenera, cosa que Mariquita ignoraba aún y que deseaba no conociese.
Pero la joven, abstraída en sus tristes ideas, no había prestado atención a las palabras de tío Pardo ni se dio cuenta de la señal que le hiciera su padrino.
—¿Decías, mi querido viejo? —preguntó el señor López.
—¡Oh! Decía que las naves arrojadas a la costa no corren siempre el peligro de ser devastadas por las olas, si la fortuna las ha conducido a alguna bahía, porque una vez en ellas pueden invernar sin temor a los hielos, los cuales, por lo común, no se acumulan en abundancia en las costas de la Tierra del Fuego. Si la Rosita hubiese sido llevada a las islas australes, la cosa cambiaría de aspecto. He invernado dos veces allí; un año en la isla del Rey Jorge y otro en la Elefante, y podría decir algo acerca de los fríos y los espantosos huracanes que reinan en aquellas horribles regiones.
—¿Es que le habían dejado allí a cazar focas? Te lo pregunto porque los balleneros suelen dejar en aquellas islas a algunos de sus tripulantes, a quienes recogen el verano siguiente al comenzar la campaña de pesca.
—Sí, señor López.
—Sufrirías mucho.
—No volvería a invernar allí aunque me dieran triple salario. ¡Ea! ¿No se lo decía yo a usted, señor López? Fíjese: los hielos han entrado ya en el estrecho y en gran cantidad. Debe haber soplado fuerte viento del Sudoeste para haberlos empujado hasta aquí. ¡Bah! La Quichua es sólida y Pedro un hombre que los conoce y no retrocede nunca. Por otra parte, será cosa momentánea. Cuando estemos fuera de aquí, el mar quedará, si no del todo, en gran parte libre.
—¿Cuánto crees que vamos a emplear para llegar a los parajes del Cabo de Hornos?
—Dentro de veinte días alcanzaremos las costas meridionales de la Tierra del Fuego, si no ocurre ningún contratiempo. Ya sabe usted que el hombre propone y Dios dispone y no se sabe nunca, y en el mar menos, lo que puede acontecer. Vamos a ver si está obstruido el paso angosto de Second Narrows. Allí es donde el espolón de la Quichua tendrá que trabajar.
Mientras el señor López y tío Pardo se dirigían a proa, Mariquita se había ido apartando poco a poco de su puesto en busca de Pedro, a quien el castillo de popa le impedía ver.
El exdesterrado estaba sentado junto al timón encima de una caja, con la cabeza apoyada en una mano, triste y silencioso.
De los profundos surcos que se veían en su ancha frente, se traslucía una terrible tempestad que se desencadenaba en su cerebro y en su corazón. Su mismo semblante ofrecía de cuando en cuando una expresión salvaje, casi feroz.
Y no obstante, aquel hombre habría debido estar alegre, ahora que la joven, a quien debía haber amado con verdadero furor, le había jurado que sería suya y olvidaría a su prometido.
La tripulación no prestaba el menor cuidado a la alteración del semblante de su capitán. Estaba ya acostumbrada a verle siempre melancólico y encerrado en un silencio que tenía algo de feroz.
Pero Mariquita, que desde hacía un año no se había cruzado con él, quedó profundamente impresionada al verle así, y no supo disimular un gesto de terror.
—¡Cuánto ha cambiado ese hombre! —murmuró—. ¡Me da miedo!
Se había detenido a tres pasos de él, sin que Pedro diera señales de haber advertido su presencia. Sin embargo, al alzar los ojos para mirar el mar, la hubo de ver forzosamente.
Inmediatamente los surcos desaparecieron, la frente se alisó, su semblante recobró la natural expresión y se dibujó en sus labios algo que parecía una sonrisa.
—¡Usted! —dijo alzándose lentamente, mientras se apagaba poco a poco el torvo rayo que iluminaba sus pupilas de acero.
Estuvo un momento inmóvil. Luego, avanzando un paso, siguió hablando en un tono que, por lo amargo, parecía una recriminación.
—Creía que había usted olvidado que en esta nave hay un hombre que un día será su esposo.
—¿Por qué dice usted eso, Pedro? —preguntó Mariquita con timidez.
—Estamos a diez millas de Punta Arenas, ha transcurrido una hora desde que salimos, y no ha encontrado usted todavía una palabra para mí.
—Perdone usted: estaba con mi padrino... quien me hablaba de los peligros del viaje.
—No es el señor López el que ha de ser un día su esposo —interrumpió brutalmente el exdesterrado.
—¡Pedro!...
—El viento sopla del Sudoeste —dijo el exdesterrado mirando el canal y haciendo con la diestra una gran señal—. Encontraremos el paso de Narrows muy ocupado y tendremos que trabajar. ¿Tiene usted miedo de los hielos?
—No, Pedro.
—Tiene usted que acostumbrarse a verlos sin miedo, porque cuando sea usted mía no la dejaré en tierra.
—¿Me conducirá a la pesca de las ballenas y de las focas con usted?
—Sí... La tierra podría ser peligrosa para usted.
—Esta sospecha es injusta...
—¡Oh! Alguien podría reavivar la llama, que no se apagará nunca en el corazón de usted.
—¡Pedro! ¿Se arrepentirá usted quizás de haber salido y de haber aceptado mi mano?
—Tengo por costumbre mantener mis promesas y no arrepentirme nunca de mis actos —contestó el exdesterrado—. Además, no hemos llegado aún a las islas del Cabo de Hornos, y de aquí a allí quién sabe cuántas cosas pueden ocurrir.
—No comprendo este lenguaje; pero me parece que oculta una amenaza tenebrosa.
—¿Una amenaza? ¿Contra quién?
—Contra Alonso, contra su primo.
—No le temo ya; es usted mía, me lo ha jurado usted, y tenga usted la convicción de que no la arrancará de mi lado.
Volvióse bruscamente hacia el mar, mirando los hielos que flotaban y ondulaban empujándose unos a otros y acumulándose en el canal.
—He ahí las primeras vanguardias que preceden a los icebergs —dijo—. El invierno será crudo este año y tendremos no poco que hacer para llegar a las costas meridionales de la Tierra del Fuego. Pero lo que está en juego merece la fatiga y los peligros que tendré que afrontar. ¿Quiere usted bajar a su camarote, Mariquita? Las mujeres impiden que se maniobre con soltura.
—Es usted poco amable, Pedro —dijo la joven con ira mal reprimida.
—¿Qué quiere usted? Me he convertido en un hurón marino —contestó el exdesterrado con acento un tanto irónico—. Me tomará usted como soy y, si puede, me cambiará usted. ¡Eh, marineros! ¡A las escotas! El viento cambia y los hielos nos cogen de través.
Estaba a punto de volverle la espalda y dirigirse a proa, cuando Mariquita le cerró el paso diciéndole:
—¿Quiere usted que volvamos, Pedro?
—¿A dónde, señora? —preguntó el lobo de mar deteniéndose.
—A Punta Arenas.
Él la miró con atención. Había en sus ojos un rayo de terror.
—¡A Punta Arenas! —exclamó con un acento que revelaba una lejana conmoción—. ¿A qué?
—A echar anclas allí.
—¿Renunciaría usted tal vez a la expedición?
—Sí, y estoy dispuesta a recoger la palabra empeñada —contestó Mariquita con firmeza.
—Es demasiado tarde. Además, ¿quién salvaría a Alonso? Me lo han contado todo, y le aseguro que si no acudimos nosotros en su auxilio, morirá de hambre en las desoladas playas de la Tierra del Fuego.
—Y a usted, ¿qué le importa?
—Él nada; pero usted mucho, y no tengo el menor deseo de que quebrante usted su juramento. Cuando me lanzo al mar, no retrocedo, señora, hasta haber logrado mi propósito. Terminada que sea mi misión regresaré. Antes no lo espere usted.
—¿Y si yo le ordenara que me condujera de nuevo a tierra?
—Me opondría a ello.
—¿Y si se lo suplicara?
El exdesterrado titubeó un instante y después le dijo resueltamente.
—¡No! Ahora es demasiado tarde. Además, se diría que he temido los huracanes del Océano Antártico y Pedro Tanino no los temió jamás. Déjeme usted, Mariquita; tengo que guiar la nave y ni quiero que se pierda ni que quede encallada en los bajos de Walker. Más tarde si lo desea, continuamos este coloquio, si bien no veo la necesidad de prolongarlo. Juró usted, y ahí debe todo terminar.
Y sin añadir una palabra más, se dirigió a proa para observar mejor el estrecho paso de Narrows.
Lo insólito y que anunciaba un invierno excepcionalmente frío era aquella parte del Estrecho de Magallanes, la más angosta y peligrosa, llena de bancos de hielo que se habían acumulado en número extraordinario alrededor de la isla Isabel y en las escolleras de Santa Marta.
No eran tantos que opusieran una seria resistencia a la ballenera de Pedro, nave de una solidez excepcional y provista de un buen espolón. El peligro, si lo había, debía de encontrarse más arriba; a la salida del canal o en los profundos golfos de Posesión y de Lomas, donde los icebergs podían haber entrado obstruyendo los pasajes.
—¿Qué opina usted, señor Pedro? —preguntó el viejo viajero al ver que el ballenero miraba atentamente hacía el Este y fruncía el entrecejo.
—Que pasaremos, señor López —contestó éste secamente.
—¿Y si más adelante encontráramos cerrado el paso?
—Lo abriremos.
—¿Tiene usted completa confianza en su nave?
—Ya lo verá usted.
Dio algunas órdenes a los tripulantes y luego con paso lento y pesado se dirigió de nuevo a popa, sin mirar a nadie y se colocó al lado del timonel teniendo la vista fija en la brújula.
Las dos orillas del canal se iban estrechando cada vez más e iban bajando gradualmente. Estaban rodeados de islotes en torno de los cuales se habían detenido gruesos bancos de hielo; a pesar de lo cual seguían ostentando una vegetación exuberante que los primeros fríos no habían logrado destruir. A uno y otro lado se veían soberbias manchas de hayas antárticas y de drimys winteri parecidos al laurel, con grandes hojas de un gris argentino y cuya corteza tiene propiedades aromáticas y antiescorbúticas; luego manchas de coníferas rojas y arbustos de metrosideros de hojas puntiagudas y cubiertas todavía de blancas flores que producían excelente efecto sobre el fondo verde.
Numerosísimas aves pasaban de continuo a través del estrecho, ora deteniéndose en las escolleras a ver pasar el buque, ora bajando a los bancos de hielo que iban lentamente a la deriva, pues no eran todas verdaderamente acuáticas.
Efectivamente: entre las bandadas de los alcatraces y los micropterus volantes, o sea, no bastante gordos todavía para no poder servirse de sus cortas alas, se veían grandes masas de pájaros que dejaban las riberas de la Tierra del Fuego para dirigirse a las más prometedoras del continente americano.
Eran en general lindos verderones, loros magallánicos con plumas de variados colores, rallus purpurinos de colores vivísimos y con una mancha en la frente parecida a una turquesa, ocas australes bastante gordas y estorninos militares del pecho rojo.
Algunas de esas aves se posaban en las vergas de la Quichua sin mostrar temor alguno a la proximidad de los hombres, y las más bajaban a las escolleras a buscar entre las algas, que tanto abundan en el Estrecho de Magallanes, los pequeños sebastes de escamitas llameantes.
La Quichua, hábilmente guiada por Pedro, había empezado ya a abrirse paso entre aquellos témpanos de hielo que obstruían el Second Narrows, sin oponer gran resistencia a la dura proa de la ballenera. No eran más que fragmentos destacados de los icebergs y que los vientos del Este habían arrojado al estrecho, donde no tardarían en fundirse.
La nave avanzaba, sin embargo, con prudencia, para no chocar contra alguna escollera oculta entre los hielos.
Pedro no ignoraba la presencia de la escollera de Walker, una de las más peligrosas del canal, que había sido ya funesta a muchos buques, sin excluir el del descubridor portugués. Por esto iba despacio, teniendo cerrado buena parte del velamen.
—Audaz, pero prudente —dijo tío Pardo al señor López, que miraba a Pedro—. Con este hombre iremos lejos.
—Así lo creo —contestó el viejo explorador—. Además, todos hablan con entusiasmo de la pericia de este ballenero. ¡Mira con qué tranquilidad y con qué seguridad está maniobrando! Y, sin embargo, estamos atravesando la parte más difícil del canal.
—Es verdad, señor López. Este estrecho, especialmente en invierno, ofrece graves peligros a los buques que no lo conocen. Afortunadamente, para nosotros, reina la calma en las montañas de la Tierra del Fuego y la Quichua no será tomada de lado por los williwaws. Si conseguimos pasar también los bancos del Tribuno y del Tritón, ya no tendremos nada que temer; más allá el canal se ensancha. ¡Oh! Lo dije demasiado pronto.
—¿Qué ocurre, tío Pardo?
—Me parece que los hielos han cerrado el paso hacia el Cabo Negro. También el señor Pedro se ha apercibido de ello y se nubla su frente. Mal empieza la expedición. ¿Terminará bien al menos?
El descubrimiento del Estrecho de Magallanes se remonta, como es sabido, al año 1520.
Gran parte de la América del Sur y aun de la del Norte había sido ya no sólo descubierta sino conquistada por los atrevidos aventureros españoles. Pero no se sabía aún que existiera una vía de comunicación entre el Océano Atlántico y el Pacífico. ¡Cosa singular! Tanto los españoles como los ingleses, y lo mismo los franceses que los italianos, en vez de buscar aquel pasaje hacia el mar del Sur, se empeñaban siempre en buscarlo por el Norte, donde se decía que existía un denominado canal de Anián que servía de paso a naves de palos de oro y proa de plata.
El supuesto de que también en el Sur de América pudiese existir un canal que permitiese pasar del Atlántico al Pacífico, nació de Fernando de Magallanes, aventurero portugués, cuyo genio no fue justamente apreciado en su patria.
Ese marino audaz, después de haber pasado la juventud guerreando en las Indias Orientales y en Malasia, concibió el proyecto de ir a explorar los mares del Sur y dirigirse siempre hacia Occidente para volver a Europa por la parte opuesta. Proyecto grandioso y atrevidísimo, especialmente en aquella época en que se dudaba aún de la redondez del globo y en que se ignoraba dónde se dirigían y qué tierras bañaban las olas del Pacífico.
Concebida la idea, quiso Magallanes ponerla en seguida en ejecución. Disgustado de no encontrar apoyo en Portugal, renegó de la patria, que no comprendía la grandiosidad de su proyecto, y fue a ofrecer sus servicios a Carlos V, quien le confió cinco pequeñas carabelas: la Trinidad, la Santiago, la San Antonio, la Concepción y la Victoria, después de haberle hecho prestar juramento de fidelidad en la iglesia de Santa María de la Victoria.
Desde el principio la expedición estuvo seriamente amenazada de acabar mal a causa de las sospechas del pueblo de Sevilla, que no creyó en la sinceridad del juramento de Magallanes y que había cambiado los escudos de armas de su familia por los de Portugal.
Un movimiento popular trató de quemar las naves antes que bajaran el Guadalquivir, hasta el punto de que Magallanes se vio obligado a hacer uso de su espada para defenderse.
Otro habría seguramente desmayado; pero lejos de eso, el futuro gran navegante, firme en su idea y confiado en su genio, no abandonó la empresa y se hizo a la mar convencido y todo de que llevaba consigo tripulantes sospechosos, que le consideraban como un extranjero siempre dispuesto a hacerles traición en pro de los intereses de su patria.
Favorecido por los vientos se dirigió resueltamente hacia el Sur. Se proveyó de víveres en Canarias, alcanzó las costas del Brasil, que exploró a lo largo, y doblando hacia el Oeste bajo los 49° y 50° de latitud austral, fue a anclar en una profunda bahía para invernar en ella. Y allí, después de dos meses vio los primeros patagones, que en aquel entonces debían tener mayor estatura que en la actualidad, porque los hombres más altos de su tripulación sólo llegaban a la cintura de aquellos gigantes.
El gran navegante estuvo a punto de perder la vida en la bahía aquella, a causa de un complot urdido por los capitanes de las naves. Descubierto oportunamente el fiero marino hizo descuartizar a uno, apuñalar a otro y abandonar a un tercero junto con un sacerdote, cómplice suyo, en la tierra de los patagones.
El 21 de octubre después de una invernada de cinco meses, Magallanes, que presentía encontrarse cerca del pasaje, llegó delante de un estrecho que denominó después de las Once Mil Vírgenes y que era el principio del canal que debía unir las aguas del Pacífico y las del Atlántico.
Penetró en él osadamente a pesar de los peligros que ofrecía aquel estrecho y de los vendavales que bajaban de las altas y nevadas montañas de la Tierra del Fuego y mandó que le precedieran a explorarlo la San Antonio y la Concepción.
Una terrible tempestad sorprendió a las carabelas poniéndolas en grave aprieto durante treinta y seis horas. Sólo la pericia y sangre fría del arrojado capitán las salvó. Pasando de bahía en bahía, de canal en canal, las cuatro naves se acercaron al Océano Pacífico y durante una noche oscura, la San Antonio, mandada por el piloto Gómez, enemigo acérrimo de Portugal, abandonó la flota y huyó para llevar el primero a España la noticia del gran descubrimiento y enorgullecerse de él. Suponiéndole naufragado después de infructuosas pesquisas, Magallanes alcanzó la extremidad del estrecho y el 27 de noviembre de 1520 sus tres naves, pues la Santiago quedó destrozada en las costas de Patagonia, surcaron las aguas del Océano Pacífico.
El gran navegante no debía de volver a ver España, ni ver a Europa las tres naves supervivientes.
En un enfrentamiento habido con los indígenas de Mactán fue Magallanes bárbaramente muerto de una lanzada y sólo una carabela lograba completar la vuelta al mundo: la Victoria conducida por Elcano y en la que iba el historiador italiano Pigafetta.
El gran descubrimiento no tuvo un efecto inmediato. Es más: se necesitaron tres años antes que España, y por cierto con poca fortuna, pensase ocuparse en él. Efectivamente: enviadas siete naves al mando de García de Loaysa, fueron sorprendidos por una violenta tempestad logrando salvarse únicamente tres de ellas, dos de las cuales llegaron a los puertos de México y la última a Filipinas.
Hasta mucho más tarde no se establecieron colonias que aseguraron a España la posesión del estrecho, de tanta importancia considerado y que fue abandonado poco a poco por las dificultades con que tropezaban los buques, los cuales aún hoy prefieren alargar el viaje y pasar por el Sur del Cabo de Hornos.
* * *
La Quichua empezaba a encontrar los peligros que ofrece el estrecho magallánico durante el invierno.
Había apenas superado con fortuna las escolleras de Santa Marta, cuando se encontró inesperadamente delante de un enorme banco de hielo que avanzaba entre el Cabo Negro y los secos del Tritón y del Tribuno, ocupando casi todo el canal.
La marea que subía lo empujaba hacia adelante con notable velocidad haciéndolo girar lentamente sobre sí mismo y acercándolo ora a una, ora a otra costa del estrecho. Su masa era tal, por otra parte, que constituía un grave peligro aun para la sólida proa de la Quichua.
Apenas Pedro hubo advertido la presencia de aquel obstáculo, abandonó la barra del timón y se dirigió hacia la canasta que está en la cruceta del palo mayor y sirve de observatorio a los balleneros para espiar mejor los movimientos de los grandes cetáceos, cuando están a punto de salir a flote.
Cuando después de unos cuantos minutos de observación bajó, parecía algo preocupado.
El señor López se acercó a él en el momento en que iba a ir a popa a hacerse nuevamente cargo del timón.
—¿Podremos pasar sin poner en peligro la nave? —le preguntó.
Pedro le miró un momento en silencio y con los brazos cruzados y luego con voz lenta y con cierto orgullo le dijo:
—Peligro lo hay, pero mi Quichua es sólida y la guío yo, caballero.
—Tenemos a estribor los bancos del Tritón y del Tribuno. Si toca el hielo quedará la ballenera en seco.
—Hay un pasaje que conozco bien, señor López. Pero no nos dejaremos tocar.
—¿Qué le parece a usted esta avanzada de hielo en el canal?
—Que a la salida encontraremos verdaderas barreras, caballero.
—Indican un invierno crudísimo.
—¡Ya lo creo!
—¿Qué habrá sido de Alonso? ¡Qué frío debe de reinar en el Sur!
Pedro arrugó la frente y alzó los hombros invisiblemente sin pronunciar palabra.
Dejó otra vez la barra y se dirigió hacia proa mirando atentamente el banco desde el castillo.
Aquella masa era verdaderamente gigantesca, porque debía tener media milla y más aún de superficie, y una altura de unos quince metros. Avanzaba a través del estrecho, empujando delante de sí una cantidad enorme de hielecillos que doblaban su volumen.
Era aquello la vanguardia de los colosales icebergs antárticos, que durante el invierno se reúnen en número extraordinario junto a la entrada del estrecho y a lo largo de la Tierra del Fuego, haciendo peligrosísima la navegación, aun para los buques que dan la vuelta por el Cabo de Hornos. Pedro lo comprendía.
Empujado por el viento, que hacía presa en las cortadas márgenes, y por las olas que venían del Océano, el banco corría con inmensa velocidad, cabeceando pesadamente y crujiendo.
Sus bordes macizos destrozaban las pequeñas masas de hielo con un ruido ensordecedor, desmenuzándolos, pulverizándolos, abriéndose el paso de este modo entre aquella multitud de obstáculos.
En aquel sitio el canal es bastante estrecho y como el banco no llevaba una dirección constante, la Quichua podía verse empujada hacia la costa y destrozarse en ella.
El exoficial, sin embargo, un marino demasiado valiente para no salvar aquel primer peligro. Con algunas órdenes breves y resueltas hizo contrabracear las velas a estribor, y colocándose él al timón, dirigió su ballenera hacia el Cabo Negro, para poder pasar entre los hielos y la costa antes que el paso pudiera quedar cerrado.
Bajo su férrea mano, la ballenera pareció haberse vuelto tan manejable como una pequeña lancha.
Un ligero golpe de timón y en seguida se desviaba volviendo a ponerse al viento.
Frío, tranquilo, impasible, Pedro maniobraba como no lo hiciera nunca otro marino. Nada escapaba a su mirada de águila.
Cuando una vela insinuaba batir perdiendo el filo del viento, la indicaba a sus tripulantes con el dedo lanzando una orden puntual; cuando debía de estrechar o aflojar una escota, indicaba con un grito la maniobra. Si el banco de nieve amenazaba embestir la nave, con un rapidísimo golpe de timón lo evitaba enseguida.
Tenía la mirada en todas partes, en las velas y en el mar, en la montaña de hielo, en las dos costas y en los bajos.
—¡Qué gran marino! —dijo tío Pardo al señor López, que contemplaba no sin recelo el hielo enorme que amenazaba precipitarse sobre la nave y hacerla astillas—. Le aseguro, que con este hombre iremos muy al Sur.
—Sí; es un bravo capitán —contestó el padrino de Mariquita—. Robustez de mano, golpe de vista y sangre fría. Vale lo que Alonso.
—O más —dijo tío Pardo—. Cuantos han navegado con Pedro cuentan maravillas de su audacia y su valor. ¡Oh! Si realmente hubiese querido, yo no sé si la Rosita habría ido a parar a las costas de la Tierra del Fuego y si Alonso viviría aún. Se comprende que lo único que quería era asustarle o amenazarle.
—¿Qué historia es ésta, Pardo?
—¿No sabe usted que Pedro intentó dos o tres veces abordar y partir en dos la nave de su rival?
—Sí; me lo contaron y por eso me sorprende que Pedro, después de haber querido suprimir a su rival, haya aceptado la misión de ir a salvarle.
—No habrá podido resistir a las súplicas de su hija de usted. Pedro es un hurón, un semisalvaje, de temperamento triste y taciturno; pero en el fondo no debe de ser malo. Por otra parte, me han dicho que antes de que Mariquita le desdeñara tenía un carácter muy distinto.
—Lo sé —contestó el señor López—. Era el mejor y más caballeroso de los oficiales de la flota argentina y el más solicitado de las mujeres de Buenos Aires. ¡Lástima que ahora sea tan rudo y tan triste! Tal vez echa de menos aquellos tiempos.
—Ha sido Mariquita, señor López.
—¿Tú crees que la quiere aún?
—Siempre.
—Eso me preocupa.
—¿Por qué, señor López?
—Temo que haya accedido a las súplicas de Mariquita con un secreto propósito.
—¿Cuál?
—Aprovechar una ocasión propicia para hacer desaparecer a su rival antes que vuelva a Punta Arenas.
—También yo he concebido esta sospecha, señor López —dijo el viejo ballenero—. Estaremos nosotros presentes cuando se encuentre al señor Alonso si es que vive, y no le abandonaremos un instante. Si Pedro intenta semejante traición, me encontrará a mí a su paso y juro que mi cuchillo no quedará inactivo en su vaina.
—Tiene sus tripulantes que le son muy fieles y estarán siempre dispuestos a defenderle.
—Y nosotros tenemos los nuestros, que son fieles a usted y a Mariquita.
—No anticipemos juicios antes de tiempo, tío Pardo. Además, quiero creer en la lealtad de Pedro.
—Veremos, señor. He aquí el terrible instante. Si Pedro sale en bien del atolladero, será realmente un marino extraordinario. Estamos cogidos entre dos tenazas.
La Quichua, una vez salvados los secos del Tritón y del Tribuno, se metió osadamente entre el banco de hielo y la Tierra del Fuego, dentro de una especie de canal que en ciertos lugares medía apenas veinte metros de ancho.
Pedro tenía, al parecer, concentrada toda su atención en la caña del timón. ¡Ay de él si hubiese titubeado un solo instante!
El banco, que seguía su marcha irregular, podía arrojar la ballenera contra la costa, que en aquel lugar tenía delante un sinfín de escollos agudos y resistentes a cualquier golpe.
A bordo reinaba viva ansiedad. Sólo los hombres de Pedro conservaban absoluta impasibilidad; tanta era la confianza que aquellos viejos balleneros tenían en su capitán, que desde hacía cuatro años les conducía entre los hielos del Océano Antártico. Mariquita se había acercado lentamente al exoficial, mirándole con atención, mientras él parecía no haberse dado cuenta siquiera de la presencia de la muchacha. Con los ojos a medio cerrar, fruncida la frente, encorvado hada adelante el cuerpo, sus potentes brazos sujetando la caña del timón y los labios semiabiertos, prontos a dar una orden, guiaba impávido su nave.
Con una rápida virada evitó los secos en el momento en que el banco de hielo estaba por tocarle y cerrar el paso y desviando luego bruscamente la nave hacia la costa de la Tierra del Fuego, marchó con rapidez a lo largo del canal, salvando el obstáculo con una última y más admirable maniobra.
Más allá no había más que trozos de hielo y el estrecho se ensanchaba bastante.
En cambio, a una gran distancia, hacia la salida de las dos profundas bahías de Posesión y de Lomas y hacia el Cabo Dungeness, se veían brillar otros hielos de enormes dimensiones, verdaderos icebergs, o sea, montañas flotantes.
Pedro, terminada aquella maniobra audaz, volvió a tomar su puesto en el alcázar dejando que la Quichua avanzase lentamente hacia el Cabo de San Isidro.
No cambió una palabra con nadie; pero sus miradas se fijaron en seguida en Mariquita, que a la sazón paseaba entre el palo mayor y el de trinquete, hablando con tío Pardo.
Seguía atentamente todos sus movimientos, frunciendo el entrecejo de vez en cuando, como si una idea muy grave le atormentara y haciendo alguna mueca de disgusto. De cuando en cuando se levantaba para dirigir una mirada al canal; pero volvía en seguida a su sitio y a mirar con mayor intensidad a la joven araucana.
Cuando veía a Mariquita acercarse a popa, un breve estremecimiento recorría su bronceado rostro y un extraño destello encendía sus miradas; destello que no tenía nada de feroz ni de salvaje. Y en aquel momento escapaba de sus labios, apenas reprimido, un profundo suspiro.
Mariquita parecía no prestar atención al marino y seguía paseando con tío Pardo, deteniéndose alguna vez que otra a admirar las horribles costas de la Tierra del Fuego, que se erguían a alturas espantosas, sin una planta en ellas que alegrara la vista, o a contemplar los rápidos vuelos de las aves marinas o los hielos que seguían internándose en el canal entre mil crujidos.
Cada vez que se veía obligada a volverse, dirigía involuntariamente una mirada furtiva al ballenero, cuyos ojos sentía penetrar al fondo de su corazón como si fueran dos puñales.
A mediodía la Quichua, que había pasado a la orilla opuesta, mucho menos peligrosa, se detenía más allá del Cabo de San Isidro con objeto de dejar pasar otro banco de hielo que había penetrado en el canal, y no podía afrontarse sin correr el peligro de quedar bloqueados o de recibir un tremendo golpe.
El tiempo, que hasta la mañana se mostrara amenazador, empezaba a echarse a perder y no era prudente continuar el viaje con las furiosas ráfagas que empezaban a soplar desde las nevadas cumbres de la Tierra del Fuego. Además, el viento tendía a correrse al Sudeste, y el canal no permite aún hacer bordadas.
Pedro, después de haber hecho sondar el fondo y echar las anclas para oponer resistencia al viento y a las olas, hizo sonar el toque del almuerzo invitando al señor López y a Mariquita a bajar a la pequeña cámara de popa; pero no les siguió y se excusó diciendo que tenía demasiadas preocupaciones y no podía dejar la cubierta mientras el buque podía correr algún peligro.
Era tal vez un pretexto, porque en aquella pequeña bahía la ballenera podía esperar tranquilamente que pasara el hielo y cesaran las ráfagas.
La costa que se extendía a cincuenta o sesenta metros del velero, formaba en aquel sitio un semicírculo, al abrigo de los williwaws, merced a las altas escolleras que detenían, al menos en parte, su ímpetu. Era una tierra baja, llena de metrosideros, plantas marinas que penden de las rocas como la rhizophora de los trópicos; musgos llenos de humedad y bolax glebaria, extravagantes vegetales que forman masas hemisféricas, compactas y muy duras, de color verde-amarillo con ramas y hojas torcidas y que destilan una especie de goma aromática.
Parecía poblada tan sólo por aves, reunidas en tan enorme cantidad que cuando alzaban el vuelo oscurecían a veces la luz del sol.
Los había de todas clases y vivían, al parecer, en perfecta armonía.
Todas las rocas estaban cubiertas de micropterus que gritaban desaforadamente, peleándose como viejas comadres, y alineados como si fueran soldados. Encima de ellos volaban sin tregua inmensas bandadas de jotes de cabeza roja; chucaos, aves que se asemejan a los pájaros lira, pero de cola corta y patas muy gruesas, que lanzaban sin cesar sus monótonos güid-güid; chloephaga antarctica, que se parecen a las ocas, aunque de forma más elegante, de cortísimo pico y negro plumaje, y uriles, que unidas en tres hileras, muy apretadas, lanzaban roncos gritos capaces de ensordecer a cualquiera.
¿Cuántos habría? Millones y millones seguramente, a los cuales nadie molestaba, aunque muchos de ellos habrían podido proveer a sus cazadores de carne muy sabrosa y plumas no menos apreciadas que las de los pájaros nórdicos.
—¡Qué espectáculo! —exclamó el señor López, quien, apenas terminado el almuerzo, subió a cubierta junto con Mariquita—. Nunca vi tantos aglomerados en tan corto espacio.
—Y yo he visto muchos más —dijo tío Pardo, que se había ido acercando—. Las islas australes están tan llenas que se puede andar por encima de las aves sin conseguir abrirse paso.
—¡Cuánta riqueza perdida!
—La mayor parte de esos pájaros tiene una carne pésima, señor López, que huele horriblemente a rancio y a pescado. Algunos hay que merecen el asador, es verdad, como las ocas, que son muy exquisitos.
—Hablo de sus plumas, viejo Pardo —repuso el señor López—. ¿No sabes tú que los pueblos del Ártico Boreal ganan unos buenos millones con la caza de sus aves marinas, muy parecidas a éstas?
—¿Millones? ¡Bah, señor López! —dijo el ballenero.
—Corren más peligro cazando las aves que las ballenas.
—He ahí una cosa que me resisto a creer; pero si fuese cierta, hay que confesar que nuestros compatriotas no saben la riqueza que tienen tan cerca y que con poco trabajo podrían conseguir, porque esas aves se dejan matar con la mejor disposición del mundo y sin la menor protesta.
—Y ni se ocupan de ellos. Si los isleños de la Europa septentrional vinieran aquí, ¡qué de estragos causarían y de cuántas riquezas se harían dueños! Para darte una idea, te baste saber únicamente que los habitantes de las islas Faroe no matan menos de treinta mil gaviotas y ochenta mil octarias cada año.
—¿Por las plumas?
—Sí, querido Pardo.
—¿Y qué hacen de ellas?
—Las mandan a Inglaterra y Francia para adornar los sombreros de las señoras.
—¡Ah! He ahí otra cosa que ignoraba.
—Hay otras regiones en que hacen hecatombes espantosas, que les valen muchísimo dinero. En Siberia, por ejemplo, sólo en el distrito de Obdorsk, no se recogen menos de siete mil kilogramos de plumas al año. Los mayores destrozos se hacen siempre en las islas Faroe; puede decirse que casi todos sus habitantes no se dedican a otra cosa. Y ten en cuenta que esas islas son tan escabrosas que la caza se hace extremadamente difícil. Todos los años un gran número de cazadores pierde la vida cayendo por los barrancos y estrellándose contra las rocas.
—¿Es que no las cazan con escopeta?
—No, Pardo. Van a sorprenderlas en sus nidos, y para ello se ven obligados a descender a los precipicios y acantilados por medio de cuerdas o a intentar escaladas que ni tú ni yo nos atreveríamos a realizar aunque tuviéramos cuarenta años menos.
—De modo, que matan muchas aves de ésas —dijo el ballenero.
—Tantas que debería dictarse una ley para poner freno a la temeridad de aquellos isleños, considerando los muertos en tal caza como suicidios voluntarios y negándoles la sepultura en tierra sagrada.
—Aquí no habría necesidad de arriesgar la piel para cogerlos a millares con un simple bastón. ¡Vaya! ¿Qué es lo que les asusta?
Todos aquellos millones de aves, como si obedecieran a una consigna, se habían levantado formando una nube tan compacta que casi interceptaba por completo la luz solar y sumía la bahía en las tinieblas. Los micrópteros, en cambio, que no podían volar, se precipitaron en el canal a batallones, nadando con tanta rapidez con sus patas palmeadas que perturbando las aguas en pocos minutos ganaron la orilla opuesta.
—¿Hay patagones por esos andurriales? —preguntó Mariquita.
—¿No le parece a usted, señor López, que a lo lejos se oye cierta gritería? —preguntó el ballenero.
—Sí, viejo Pardo.
—Es que los indígenas estarán cazando. Mientras no dejen la caza para habérselas con nosotros... Verdad es que no tienen botes como los peruanos; pero estamos tan cerca de ellos que bien pudieran llegar hasta nosotros algunas bolas.
—Otra masa de hielo ha venido ahora a obstruir el canal —dijo José acercándose—. Por el momento estamos bloqueados.
Alarmado por la inesperada fuga de las aves, el mismo Pedro había dejado la popa, donde estaba observando los mapas del canal, y se acercó al grupo, deteniéndose detrás de Mariquita.
Los gritos que momentos antes oyera tío Pardo se percibían cada vez más. Los que los lanzaban no podían verse aún porque detrás de las rocas que limitaban la playa se extendía un bosque formado por aquellas extrañas plantas herbáceas llamadas panques, cuyas hojas son tan gigantescas que pueden alcanzar una circunferencia de ocho metros e incluso más.
Además de aquellos gritos se oía de cuando en cuando el relinchar y galopar de numerosos caballos.
—Son patagones que cazan —dijo Pedro volviéndose hacia el señor López, que le interrogaba con la mirada.
—¿No la emprenderán con nosotros? —preguntó tío Pardo—. No sería el primer buque que asaltarían.
—Tenemos armas suficientes para calmarles —respondió el ballenero alzando los hombros.
En aquel momento, se vieron aparecer siete u ocho animales entre las rocas, los cuales atravesaron la playa con la rapidez del rayo saltando como si fueran de goma.
Era una pequeña manada de guanacos, bestias muy ágiles que se parecen un poco a los asnos, si bien son más pequeños y tienen el cuello más largo, pequeña la cabeza y las patas secas y sutiles como las del ciervo. Es una caza que abunda en todas las llanuras de la Patagonia, siendo muy solicitada por lo exquisito de sus carnes.
La tropilla estaba a punto de desaparecer cuando se vieron algunas balas atadas con cuerdas cruzar el espacio y caer silbando en medio de los fugitivos.
Tres guanacos giraron bruscamente lanzando dolorosos bramidos y cayeron al suelo agitando desesperadamente las patas, que parecían haber sido atadas.
—Han lanzado los yachikos —dijo el señor López—. ¡Qué ojo tan certero tienen los cazadores patagones!
Los yachikos son las bolas de caza de los habitantes de las tierras magallánicas, que aun hoy día prefieren a los fusiles.
Consisten en tres balas de piedra o de metal atadas juntas con correas de piel trenzada, que los patagones lanzan con admirable destreza y que usan únicamente para cazar guanacos.
Raramente matan; pero se envuelven tan bien alrededor de las patas del animal que éste se detiene y cae aturdido.
Habían apenas caído los guanacos, cuando aparecieron los cazadores.
Serían unos quince patagones, de gigantesca estatura, montados en altos caballos de la pampa, de aspecto fiero e imponente, con el rostro extravagantemente pintado de rojo y negro, con alguna línea blanca en torno de los ojos y los brazos tatuados en azul.
Al ver la ballenera detuvieron casi de golpe sus caballos haciéndolos doblarse hasta el suelo con un fuerte tirón e instintivamente sacaron de la silla la bola de guerra; aquella piedra gruesa puntiaguda pendiente de un bramante, de la que se sirven para fracturar el cráneo a sus enemigos.
Parecían hombres de otra época, tan gigantesca era su estatura. Los había que medirían dos metros y parecían más altos aun porque teniendo aquellos salvajes el cuerpo muy largo en relación con las piernas, vistos a caballo parecían verdaderos colosos. Y además, ¡qué hombros aquéllos!, ¡qué desarrollado el tórax y qué maciza aquella cabeza que hacían más grande los largos y tupidos cabellos que caían flotando sobre la espalda!
Por otra parte, hacíanles parecer más gruesos los grandes mantos de piel de guanaco que vestían, con el pelo fuera e internamente teñidos de rojo.
—Son espantosos y sobre todo con esas pinturas —dijo Mariquita.
—No hay que extrañar que los primeros navegantes que vinieron quedaran aterrados al verles —añadió el señor López.
—Y decir que del otro lado del canal, en la Tierra del Fuego, los hombres en cambio son pequeños —dijo tío Pardo—. Aquí dos metros o poco menos y allí un metro y medio apenas. Es muy extraño, señor López. Debe usted...
La voz de Pedro interrumpió la frase.
—Abrid la armería —gritó el ballenero—. Esos hombres no están solos.
De la parte del bosque iban avanzando otros jinetes, que debían de formar el grueso de la tribu. Eran unos cuarenta, todos ellos de elevadísima estatura, armados de lanzas, fusiles, bolas y, lo que más inquietaba, pintados de blanco hasta el cuello y hasta las muñecas, mientras los dedos lo eran de negro. Era la pintura de guerra y Pedro lo reconoció enseguida igual que el señor López, que había vivido largo tiempo entre aquellos belicosos salvajes.
No eran todos guerreros. Entre ellos se veían también algunas mujeres, especie de granaderas de formas muy desarrolladas, casi tan altas como los hombres, con la piel un poco más clara y el cabello larguísimo y áspero, recogido en trenzas y adornado de perlas azules y cintas de plata. Cabalgaban osadamente, llevando los caballos al galope desenfrenado a través de las rocas y de los bolax y haciendo flotar sus capas de piel de guanaco, que llevaban ceñidas al cuello con gruesos alfileres de plata en forma de disco, y las fajas blancas llamadas kochis, con que adornaban la cabeza.
Al igual que los hombres, tenían las piernas metidas dentro de botas de potro, de piel de guanaco con el pelo fuera, que daban a sus pies una forma monstruosa; pero en vez de llevar desnudo el cuerpo debajo del manto, usaban camisas de algodón que llegaban hasta la pantorrilla.
—¿Qué vienen a hacer aquí esos salvajes? —preguntó tío Pardo un tanto inquieto—. Que se lleven sus guanacos y se vayan a su campamento.
Parecía, en cambio, que los patagones pensaban de distinta manera. Se habían reunido en la playa enfrente de la ballenera y discutían animadamente, indicando uno a otro la nave, con ademanes poco tranquilizadores, y señalando los bancos de hielo que seguían entrando lentamente en el canal, impidiendo, al menos por el momento, la navegación.
Una palabra especialmente era repetida con insistencia por todos ellos: gilwum.
—¿Sabe usted qué significa? —preguntó el señor López dirigiéndose a Pedro.
—No —contestó el ballenero—. Desconozco la lengua de los patagones.
—Gilwum quiere decir 'fusiles'.
—¿Y qué supone usted que quieren decir con ello?
—Que no viendo armas de fuego en nuestras manos, tal vez creerán que no las tenemos y esto podría llevarles a intentar algo contra nosotros.
—Se equivocan: mi armería está bien provista de carabinas y trabucos —contestó el ballenero—. Pronto les quitaremos los deseos de molestarnos.
—Hágales usted ver que estamos bien armados —dijo el señor López—. Esos hombres no llevan buenas intenciones; se lo digo yo. Fíjese: preparan las bolas perdidas y échanse al agua a caballo para acercarse y no errar los tiros.
—Que hagan lo que quieran —dijo Pedro haciendo una señal a sus tripulantes.
Los patagones habían acabado de discutir y colocáronse en dos hileras, poniendo en primera línea a los pocos que poseían fusiles; armas antiquísimas que habían de producir menos daño que ruido, luego fueron bajando a la playa probando con las lanzas la profundidad del agua.
Las mujeres, en cambio, se apresuraron a retirarse, escondiéndose detrás de las masas de hierba de los bolax y haciendo acostar a sus caballos.
—¿Intentarán un asalto? —preguntó tío Pardo, poniéndose rápidamente delante de Mariquita, para protegerla de las bolas.
El señor López se subió a la regala y dirigió su voz al jefe de la cuadrilla, fácil de reconocer por la diadema de plumas que adornaba su cabeza.
—Votrei (N. del A.: "Amigo querido") —le dijo.
El patagón, que estaba ya en el agua azuzando al caballo con los talones, se detuvo mirando con cierto estupor al viejo aventurero que hablaba su idioma.
Pero aquella sorpresa duró pocos segundos. El gigante, en vez de contestar, preparó rápidamente la bola perdida con intención, sin duda, de destrozar el cráneo al que le llamaba «amigo querido». Pero se contuvo.
Los tripulantes de Pedro habían subido entonces a cubierta llevando sendas carabinas y trabucos que distribuyeron entre los demás marineros.
Al ver aquellas armas el jefe dio una rápida vuelta dirigiéndose a escape a la ribera.
—¿No se lo dije a ustedes? —dijo el señor López—. Ahora que nos ven armados se muestran prudentes. A esos gigantes no les gustan las armas de fuego.
Los patagones, a una señal del jefe, rompieron filas colgando de nuevo las bolas en las sillas y siguieron playa arriba dando muestras de la mayor tranquilidad.
Fueron a recoger los tres guanacos, se reunieron después con sus mujeres y desaparecieron lentamente internándose en los bosques sin volverse siquiera.
—Los trabucos les han contenido sin disparar siquiera un grano de pólvora —dijo tío Pardo—. No hay que fiarse, sin embargo, de esa gente, pues no me extrañaría verlos aparecer en mayor número. ¿Qué opina usted, señor López?
—Que son capaces de darnos serios disgustos, viejo mío. Esos gigantes son muy arrojados y detestan a los hombres de raza blanca sean chilenos o argentinos.
—¿Podremos irnos al menos de aquí? —preguntó Mariquita mirando a Pedro.
El ballenero, que estaba apoyado en la borda, con la mirada fija en el canal, por donde desfilaban en aquel momento otros bancos de hielo, alzó la cabeza diciendo bruscamente:
—No, señorita.
—¿Tiene usted miedo a esos hielos? —preguntó la joven con alguna ironía que no escapó a Pedro.
—¿Yo? —exclamó éste—. Ya me verá usted más tarde, cuando tengamos que abrirnos paso entre los icebergs que cierran la bahía de Posesión. Pedro y su Quichua no han temblado nunca, señorita.
El ballenero pronunció estas palabras con desdeñoso acento sin mirarla siquiera.
—Entonces, ¿por qué vacila usted?
El ballenero alzó la diestra señalando las montañas de la Tierra del Fuego, que desaparecían rápidamente en medio de una espesa niebla blanquecina.
—El peligro viene de allí —dijo—, y no tengo el menor deseo, por darle gusto a usted, de perder mi buque, que quiero más que a nadie.
—Más que a... —dijo Mariquita palideciendo.
El ballenero le cortó la frase con un rápido ademán que tenía algo de amenazador. Después inclinándose hacia ella le dijo con sordo acento:
—No es usted mía aún, señorita, y mi misión no ha terminado todavía.
Después se alejó con el paso lento que es habitual en los hombres de mar, volviendo a tomar su puesto en el alcázar, que estaba al lado del timón, detrás de la bitácora.
El ballenero no se equivocaba. El peligro no estaba en los hielos que la sólida proa de la Quichua podía perfectamente romper, puesto que no tenían la consistencia de los que entraron antes, sino de la niebla que descendía sobre el canal con extraordinaria rapidez, empujada por las furiosas ráfagas de los williwaws.
Los montes de la Tierra del Fuego habían desaparecido ya y aquellas masas de vapor se arremolinaban ahora encima del Cabo de San Isidro y seguían avanzando.
Al cabo de unas horas el canal sería completamente impracticable a causa de las inmensas escolleras y de los bancos que ninguna mirada de marino habría podido distinguir.
—Estamos encerrados —dijo tío Pardo, que se había apercibido—. Nos veremos obligados a pasar la noche en el fondeadero bamboleándonos sin poder hacer nada. Dentro de poco subirán las aguas y ay de nosotros si las cadenas no son suficientemente fuertes.
El viento empezaba a engolfarse dentro de la bahía, arrollando con su fuerza irresistible a millares de aves marinas, que, impotentes para luchar con tanta furia, eran arrojadas contra las rocas y sobre las plantas.
Eran ráfagas tremendas que se sucedían unas a otras a pequeños intervalos empujando la niebla, que se cernía en todas direcciones. A veces reinaba un poco de calma, pero luego volvían a empezar los bramidos y los mugidos con más fuerza si cabe, y el huracán se desencadenaba con doble violencia.
Las aguas del estrecho, pocas horas antes tan tranquilas, se habían hecho borrascosas, y grandes oleadas irrumpían en la bahía estrellándose con mucho estruendo contra las rocas y contra la Quichua, que se sacudía desordenadamente.
Pedro, temeroso de que la ballenera fuese arrojada contra la costa, había mandado echar una tercera ancla, la de la esperanza, que era la más grande, y cerrar todas las velas para que la arboladura no fuera propicia al viento. Conocía demasiado bien la violencia de los williwaws para ser víctima de la imprevisión.
Y, sin embargo, no era el vendaval ni la niebla lo que le tenía preocupado, sino la proximidad de la playa que sabía infestada de patagones. Y tenía efectivamente la mirada fija en la playa, como si el peligro mayor estuviese en ella.
Casi todos habían abandonado la cubierta refugiándose en las cámaras de proa y de popa. Quedaban tan sólo los hombres de guardia y él, que desafiaba impávido las trombas de agua que el viento arrojaba al puente, sin tomarse siquiera la molestia de evitarlas.
Había abandonado su sitio y caminaba con paso regular entre los dos palos, con la pipa semiapagada entre los labios y los brazos cruzados en su poderoso pecho, insensible a las ráfagas y al frío que se había hecho más intenso cada vez.
Ni siquiera las inmensas sacudidas que experimentaba la ballenera a los insólitos golpes de las olas, le conmovían o desequilibraban. Parecía que sus pies se habían clavado en la madera de la cubierta.
Había caído la noche, una noche oscurísima, que la niebla, ya muy espesa, hacía doblemente negra, y Pedro no había interrumpido su paseo.
No había siquiera bajado a la cámara a la hora de la cena, contentándose con mascar un par de galletas que rociaba con buen vino de España.
Tío Pardo había subido tres veces a cubierta rogándole que fuera a descansar. Pedro le contestó con un ligero movimiento de cabeza y una frase breve:
—En los momentos de peligro el marino ha de velar.
Serían las diez, cuando interrumpió bruscamente su paseo acercándose a popa, donde velaba uno de sus marineros a quien había correspondido el primer cuarto de guardia.
Entre el rumor de las olas y los silbidos del viento, le pareció haber oído relinchos de caballo.
Miró atentamente hacia la ribera sin poder distinguir nada a causa de la niebla que seguía siendo espesa.
—¿Has notado algo anormal, Pablo? —preguntó al marinero.
—No, patrón —contestó éste—. Las anclas están bien echadas y la ballenera no se ha movido.
—No hablo de las anclas —dijo Pedro—. ¿No has oído relinchos en la ribera?
—Creo que los patagones no habrán dejado sus toldos para ver cómo las olas rompen en la ribera, patrón.
—¿Y qué es este silbido? ¿Oyes?
Algún proyectil debía de haber cruzado el aire. Habíase oído en aquel instante un zumbido extraño que se apagó a pocos pasos de ellos.
—¿Una bola, patrón? —preguntó intranquilo el marinero.
—Perdida —añadió Pedro—. Bien sospechaba yo que esos iban a volver. Mi instinto no me engañaba. Corre; despierta a nuestros hombres y ten cuidado con tu cabeza si no quieres que la rompan como una nuez.
Inclinóse sobre la borda escuchando atentamente, sin pensar que una bala de piedra o de hierro podía herirle también a él. Algunos relinchos llegaron hasta sus oídos, confundidos entre el fragor de la resaca y los silbidos del viento.
Iba a retirarse cuando vio una forma humana que se le acercaba. La reconoció enseguida y se sobresaltó.
—¡Mariquita! —exclamó tratando de dar a sus palabras un acento duro—. ¿Qué hace usted aquí, señorita? ¿Tiene usted prisa por morir para no tener que mantener su juramento?
—¡Pedro! —contestó la joven—. ¿Por qué me dice usted esto?
—Hay patagones en la playa.
—¿Cómo así?
—Y se preparan para asaltar la nave.
—Usted no es hombre que los tema.
—Yo no... pero su sitio de usted no es éste.
—¿Por qué no debo afrontar el peligro también yo? Fuerza será acostumbrarme si un día he de acompañar a usted al Océano Antártico —dijo Mariquita con amargura.
—Repito a usted que éste no es su sitio —repitió Pedro con mayor dureza—. Me interesa conservarla viva.
—¿Supondrá usted acaso?...
—No supongo nada; pensaba tan sólo que es a veces preferible la muerte a ser la esposa de un hombre que no me ama.
—¡Ah, Pedro! ¿Cree usted que le odio hasta este extremo?
El ballenero, en vez de contestar, la obligó a acurrucarse detrás de la borda. En aquel preciso momento un proyectil, una bola perdida o un yachiko, tocó la botavara de la cangreja, haciendo pedazos la punta.
—¡A su camarote! —gritó Pedro.
—¡No! —contestó resuelta Mariquita.
—Aquí se desafía a la muerte.
—La afrontaré a su lado.
—Mire usted.
Con un movimiento rápido el ballenero cogió un hacha que colgaba de la amurada y se lanzó de un salto a la borda, agarrándose a la cadena del ancla de popa.
Una forma gigantesca se había presentado inopinadamente y se mantenía de pie sobre la cadena que debía de servirle para llegar hasta el timón. Tenía ya apoyada una mano en el coronamiento de popa y se disponía a saltar a cubierta.
Pedro alzó el hacha y la dejó caer con fuerza irresistible. En medio de la niebla se oyó un gemido ronco y luego el golpe de algo que caía en el agua.
El patagón había caído con la cabeza partida hasta la barbilla por ese tremendo golpe.
Al instante se oyeron furiosos gritos que partían de la playa, y se distinguían perfectamente entre las oleadas de la resaca, luego pasó por encima de la nave una lluvia de proyectiles que dieron contra la arboladura y la jarcia y rompieron algunas cuerdas. Eran grandes bolas perdidas de piedra o metal blanco que pesaban varios kilos, chumes, de dos balas unidas por una correa, que se usan para la caza de los ñandúes, y yachikos, de tres, que se enredaban en las cuerdas y caían luego a cubierta a riesgo de destrozar el cráneo a algún marinero. Pedro se echó encima de Mariquita, que se había acurrucado detrás de la borda, y sirvióle de escudo con su propio cuerpo. Luego la cogió como si fuera una pluma y la llevó detrás de la bitácora.
La tripulación estaba ya en cubierta, armada de carabinas y trabucos cargados con clavos y balas.
—¿Nos atacan? —preguntó el señor López acercándose a Pedro que estaba montando una carabina de dos cañones.
—Sí —contestó el ballenero—, y a lo que parece el ataque se va haciendo grave. Temo que haya centenares de patagones reunidos en la playa.
—¿Podremos resistir?
—Estos indígenas no tienen botes y son poco amantes del agua. Usted lo sabe mejor que yo.
—No estamos más que a treinta metros de la playa y tal vez no hay mucha profundidad.
—Veremos —repuso Pedro—. Piense usted en Mariquita. Puede alcanzarla una bola y las de los patagones pesan.
Las balas seguían lloviendo sobre la nave, rebotando en todas direcciones.
Afortunadamente la niebla no permitía que los asaltantes distinguieran a los marineros, así que disparaban sus proyectiles sin orden ni concierto. Pedro hizo desplegar a sus hombres detrás de la borda de popa y lanzar a la playa una andanada de clavos y balas, sirviéndose de los trabucos.
Aquella descarga, más ruidosa tal vez que peligrosa, fue acogida con agudos gritos por los asaltantes, pero no hizo cesar la lluvia de bolas.
—Es un ataque furioso —dijo tío Pardo descargando de nuevo su trabuco—. ¿Qué esperan esos imbéciles? ¿Demoler la nave a pedradas? ¡Se necesita mucho más para lidiar con la Quichua! Señor López, no se exponga usted tanto y colóquese detrás de la borda.
—Conozco de sobra las bolas para convertirme en su blanco —contestó el viejo explorador, que disparaba de cuando en cuando la carabina y entregaba luego el arma descargada a Mariquita, que estaba a su lado, arrodillada detrás de la bitácora.
—¿Quién es capaz de adivinar el motivo de este ataque inesperado? Nada hemos hecho a esos salvajes.
—Es la manía del saqueo lo que les mueve, querido. Creen tal vez que llevamos a bordo licores para emborracharse y suponen que la nave está encallada. Por otra parte, ya se sabe que odian a todos los blancos y donde logran sorprenderlos se complacen en destruirlos.
—Creo que avanzan, señor López. Veo caballos en el agua.
—Intentarán acercarse.
—¡Por mil diablos! ¿Qué es eso? ¿Fuego?
Una bala, que ardía vivamente, partió de la playa y fue a caer a cubierta, seguida de otras tres o cuatro.
El señor López palideció.
—¡Las bolas ardientes! —exclamó—. ¡Si no nos alejamos de la costa, pegarán fuego a la nave!
Los patagones, viendo que gastaban inútilmente los proyectiles, mientras recibían en cambio balas cónicas y huracanes de clavos que se hundían en su piel, cambiaron de táctica.
Habían untado sus bolas con goma de los bolax glebaria mezclada probablemente con resina y luego de encendidas, entrando a caballo en el agua para abreviar la distancia, empezaron a arrojarlas a la nave con ánimo de incendiarla.
El señor López se dirigió a Pedro diciéndole:
—Ordene usted que leven las anclas sin pérdida de tiempo si no quiere que la Quichua sea pasto de las llamas. Sus fusiles son insuficientes para contestar a este ataque.
—¡Hay demasiado viento! —contestó el ballenero, harto preocupado ya del giro que iban tomando las cosas.
—No hay que vacilar, Pedro. Vale más encallar en estos momentos en las costas de la Tierra del Fuego que perecer entre las llamas. ¡Fíjese! Las maderas empiezan a arder y los jinetes se acercan desafiando las olas.
—Póngase usted cinco minutos al frente del ataque con nuestros hombres. Si mi Quichua se pierde, no será mía la culpa y espero que no se dirá jamás que antes que mantener mi promesa, eché la nave a pique.
—Nadie se atreverá a ello.
El ballenero le entregó la carabina y luego con voz de trueno, dijo:
—¡Ea, mis hombres, al cabrestante! ¡A levar las anclas y desplegar la gavia! ¡Los demás, fuego!
Acercóse seguidamente a Mariquita, que estaba recargando los fusiles de tío Pardo y de José, diciéndole:
—Una palabra.
—Diga usted, Pedro.
—¿Si mi nave se pierde esta noche, mantendrá usted su juramento? Si me dice usted que no, estoy dispuesto a no moverme de aquí, aunque hayamos de morir entre las llamas.
—¿Qué va usted a hacer?
—Ganar el estrecho; pero allí hay olas, escolleras y vendavales. Piénselo usted bien.
—Mariquita no hará traición a la palabra empeñada —contestó la joven con firme acento.
—Esto me basta.
Mientras sus hombres levaban precipitadamente las anclas entre el continuo granizo de las bolas encendidas y los del señor López tiraban alternativamente con las carabinas y los trabucos contra los jinetes que se agitaban entre las olas, Pedro se dirigió a proa, para ver si distinguía la salida de la bahía.
—Allá —dijo—. Dios será con nosotros.
Dos hombres abandonaron los fusiles y echaron mano a la bomba para apagar las bolas encendidas, que amenazaban incendiar la cubierta y seguían cayendo como si los patagones tuvieran de ellas un depósito inagotable.
El ataque iba disminuyendo bajo las vigorosas e incesantes descargas de los trabucos, cuyos proyectiles, si no llegaban a matar, causaban empero heridas muy dolorosas, que arrancaban a los asaltantes inmensos gritos de dolor. Los mismos caballos, empujados por las olas, empezaban a huir desordenadamente hacia la playa, a pesar de los golpes que les daban con los talones los jinetes.
Era el momento propicio para abandonar aquel lugar antes que los patagones se reorganizaran con objeto de intentar un nuevo asalto.
La gavia y la cangreja habían sido desplegadas, con tres dobles de terceroles y los foques izados. Los marinos, con un supremo esfuerzo, arrancaron del fondo la última ancla y se precipitaron a las escotas y a las brazas.
El viento no era muy favorable que digamos para dejar la bahía y soplaba además de un modo irregular, con ráfagas poderosas, que podían empujar bruscamente la ballenera fuera de ruta y echarla contra los bancos de arena y las escolleras.
—Dos hombres a proa con la sonda —gritó Pedro colocándose al timón—. Atención al romperse la resaca. Y ahora, cúmplase la voluntad del Señor.
Terrible era la partida que iba a arriesgar el ballenero, porque el Estrecho de Magallanes es uno de los más difíciles de recorrer, por lo que tiene de peligroso, cuando los williwaws provienen de las gargantas de la Tierra del Fuego y cuando la niebla impide que se distingan las innumerables escolleras que lo ocupan. Infinito es el número de naves que se han estrellado contra ellas desde el día del descubrimiento de aquel paso hasta hoy.
El Estrecho de Torres, que separa la Australia de la Papúa y goza de triste fama entre la gente de mar, es mucho menos temible en comparación. Y, en efecto, si está sembrado de bancos y escollos de coral que todos los años aumentan por la incesante labor de la madrépora, no está al menos azotado por furiosos vendavales.
Giacomo Bove, el lamentado explorador y navegante italiano que visitó y señaló los más difíciles pasos del Estrecho de Magallanes por cuenta del gobierno argentino, probó la fuerza de aquellas terribles ráfagas; y a pesar de su pericia y su valor probado, hubo de abandonar su goleta destrozada en aquellas formidables rocas.
La Quichua, guiada por el férreo brazo del ballenero, seguía navegando sin vacilar. Después de haber hecho una breve bordada para evitar los bancos que Pedro había ya distinguido por la mañana, antes que bajase la niebla, se dirigió lentamente hacia el canal donde se oían estrellarse las olas contra las rocas con rumores tristes, que la oscuridad de la noche hacía más espantosos.
Nadie sabía si había aún bancos de hielo que pudieran impedir la marcha. Verdad es que Pedro estaba decidido a embestirlos con el espolón y abrirse paso a viva fuerza.
Todos los hombres estaban dispuestos en las brazas y en las escotas de la cangreja, listos a obedecer a la primera orden del ballenero. Desde el castillo de proa iban sondando el agua y oían atentos el romper de las olas.
Mariquita, envuelta en una gruesa capa de piel de vicuña, con el capuchón echado sobre la frente, se colocó a popa a poca distancia de Pedro, junto con tío Pardo y el señor López.
Aunque en aquel momento se decidía no sólo la suerte de la Quichua sino también la de Alonso, el hombre a quien seguía adorando, la muchacha estaba tranquila. Tenía tal vez una confianza ilimitada en la habilidad del ballenero que, bien a pesar suyo, se veía obligada a admirar.
En medio de los silbidos y rugidos de los williwaws, se oían aún los formidables gritos de los patagones y alguna bola encendida surcaba todavía la niebla con agudo silbar, apagándose en las olas. En aquellos momentos no eran ya de temer los gigantescos y peligrosos adversarios.
Aun cuando podían reunirse en los dos extremos de las peninsulitas que formaban la bahía y saludar la nave con otro bombardeo, ya nadie se preocupaba de ello.
En aquel instante los verdaderos enemigos eran las rachas de viento y las escolleras del estrecho.
—Experto será Pedro si logra embocar el canal —dijo el señor López a tío Pardo—. Ningún capitán se habría atrevido a dejar el fondeadero con un tiempo semejante y menos con una niebla tan espesa que oculta las costas. ¿Qué opinas tú, viejo mío?
—Digo que en el curso de mi vida he conocido a muchos marinos; pero a ninguno tan hábil y tan osado como éste, señor López —contestó el pescador—. Aunque el señor Alonso goza fama de ser uno de los mejores balleneros, no llega, con mucho, a la altura de Pedro.
—¿Crees, pues, que conseguiremos penetrar en el Océano Atlántico?
—No lo dudo, señor, aunque tengamos ahora que atravesar la barrera de hielo que hemos visto esta mañana. También allí tendremos un hueso que roer, se lo digo yo. Pero el señor Pedro saldrá del atolladero con honra y con fortuna. ¡Canario! ¡Qué oscuridad! No distingo nada ni a babor ni a estribor. ¿Cómo demonios se las compone el señor Pedro? ¿Tendrá ojos de gato? ¡Es, en verdad, un hombre extraordinario!
—¡Cuánto entusiasmo siente usted por él, tío Pardo! —dijo Mariquita con un deje irónico.
—¿Qué quiere usted? Le admiro como viejo marino que soy —contestó el pescador—. Supongo que no se ofenderá usted por ello.
—¡Oh, no, Pardo! También lo veo yo que es tan audaz como diestro.
—¡Atención! Debemos estar muy cerca del canal.
La Quichua avanzaba penosamente, levantada por las olas y sacudida por aquellos soplos formidables que aullaban y silbaban entre la jarcia, haciendo que se doblaran no sólo las vergas sino también los palos. Hubo momentos en que parecía que iban a destrozar de un golpe la cubierta arrastrando consigo hombres y arboladura.
La violencia de las olas iba en aumento. Seguían una tras otra con ensordecedores mugidos, subían hasta el castillo de proa de la ballenera que inundaban, amenazando con tragarse a los dos marinos que seguían sondando sin pausa la profundidad de las aguas.
Se oía cómo rompían a derecha e izquierda contra las rocas de la costa de las escolleras, con detonaciones tan violentas que a veces no se oían siquiera las órdenes de Pedro.
La niebla, movida por los williwaws, se cernía sobre la nave, y hubo momentos en que la envolvió de tal manera que los hombres de popa no llegaban a distinguir a los de proa.
Envueltas en aquellos vapores veíanse muchas aves marinas que trataban de huir a la tierra magallánica. Pasaban a bandadas lanzando roncos gritos de terror, y muchas de ellas, tropezando contra la arboladura que no alcanzaban a evitar, caían a cubierta muertas o heridas.
De repente entre aquellos fragores y aquellos ensordecedores rugidos se dejó oír la voz de Pedro.
—¡Pronto a virar! ¡Entramos en el estrecho! ¡Atentos a la resaca, los hombres de proa! ¡Largad!
La Quichua, obedeciendo a la acción del timón y de las velas, dobló bruscamente hacia estribor. Había dejado la bahía y entraba nuevamente en el estrecho, huyendo hacia el Este.
Las aguas, encerradas entre las altas orillas de la Patagonia y de la Tierra del Fuego y movidas por los williwaws estaban agitadísimas.
Las grandes olas, no encontrando salida bastante y no consiguiendo abrirse paso, se retorcían y, chocando contra las que estaban por llegar, alzaban tales montañas de agua que cubría a veces toda la cubierta de la ballenera.
Pedazos de hielo se estrellaban contra los bordes de la nave y muchos de sus fragmentos iban a dar contra los tripulantes, que a duras penas podían librarse de ellos.
—Vaya usted a su camarote, señorita —gritó Pedro, que advirtió el peligro—. Las olas barren la cubierta.
—No —contestó Mariquita, que estaba agarrada a la bomba.
—¿Quiere usted ser arrastrada por las olas? Este no es el sitio de las mujeres —repuso Pedro con enfado.
—Supongo que valgo tanto como cualquiera de sus tripulantes.
—Si ocurre una desgracia, peor para usted —dijo el ballenero con acento casi brutal.
Con todo, no le disgustaba ver el valor con que desafiaba las olas. Si ella admiraba a Pedro, éste no estaba menos orgulloso de la mujer que un día había de seguirle al Océano Antártico, a la pesca de los gigantes del mar.
Mirábala a menudo, asombrado de verla tan tranquila ante aquel espectáculo horroroso de las olas, y en el fondo de su alma sentía despertar, más fuerte y más ardiente que nunca, la pasión por aquella muchacha que un día había destruido su felicidad.
No olvidaba, sin embargo, su nave y la seguía guiando con habilidad incomparable, procurando tenerla en el centro del canal, temeroso de que se hiciera pedazos bajo sus pies. Sus poderosos brazos no cedían a los movimientos y a las sacudidas de la barra y tenía la mirada en todas partes, lo mismo en sus tripulantes, que en las velas, que en ambas costas. Sabía que jugaba una carta peligrosísima y la jugaba con calma, con sangre fría, resuelto y confiado en ganar la partida.
La derrota era terrible porque las ráfagas tendían siempre a empujar la ballenera contra las costas patagonas y las olas la sacudían de todos lados, desordenadamente con increíble furor.
Parecía que a cada instante la quilla iba a tocar en algún fondo o a quebrarse en cualquier escollera. Todos estaban pálidos, incluso el viejo Pardo y una ansiedad mortal oprimía el corazón de todos. Todos, no, el de Pedro permanecía tranquilo y no temblaba siquiera.
Durante tres horas siguió su curso la Quichua luchando gallarda y victoriosamente contra los vientos y las olas y después se produjo una calma repentina. Las olas se volvieron más anchas y menos impetuosas y las ráfagas cesaron bruscamente. Incluso el rugido y el fragor ya casi no se oían, como si no hubiera más acantilados ni escolleras.
—¿Dónde estamos? —preguntó el señor López—. ¿Qué ha ocurrido?
—¡Abajo las anclas! —gritó Pedro en aquel momento—. Aguardaremos aquí el romper del alba.
Entregó luego la barra a un timonel y se acercó al señor López y a Mariquita.
—Pueden ustedes retirarse a sus camarotes; por esta noche al menos, no corremos peligro alguno. Ha terminado la terrible prueba.
—¿Hemos salido ya del estrecho?
—Estamos en el golfo de Posesión, señor, y aquí ya no hay que temer a los patagones ni los williwaws.
—¿Nos detendremos aquí hasta mañana?
—A la salida del golfo debe de haber hielos —contestó Pedro—, y no me atrevo a afrontarlos con esta oscuridad. A mediodía, si todo sigue bien, navegaremos en el Atlántico. Buenas noches.
Y se fue sin dirigir siquiera una mirada a Mariquita, que durante aquellas pocas palabras había vuelto la cabeza a proa fingiendo seguir la maniobra de los marineros.
Durante la noche reinó cierta calma a bordo de la Quichua, lo cual permitió que todos pudieran descansar.
Como el golfo de Posesión, al igual que el cercano de Lomas, es bastante ancho, las olas tenían mayor desahogo y por lo tanto no movían tanto la ballenera, que había anclado sólidamente en un buen fondo. Al romper el alba, la niebla se había disipado algo bajo la presión vigorosa de los williwaws y permitía que se viera bastante el horizonte.
Conforme Pedro había previsto, el último tramo del Estrecho de Magallanes estaba lleno de hielos, arrojados a los dos golfos por vientos del Este que durante los días anteriores debían de haber soplado con verdadera furia. Y era un caso realmente excepcional, porque los icebergs raramente penetran más allá del Cabo de las Once Mil Vírgenes, aunque las corrientes del Sur les llevan a veces más allá del 55° paralelo, mientras en el Océano Ártico se detienen ordinariamente en el 50°.
El señor López, que había subido a cubierta antes que saliera el sol, según tenía por costumbre, se acercó al ballenero, que desde el castillo de proa observaba atentamente los hielos, buscando un paso para su nave.
—Un invierno crudísimo. ¿Verdad, Pedro? —le preguntó.
—Sí, señor López —contestó el ballenero—, un invierno pésimo que impedirá a los buques el servirse del estrecho.
—¿Podremos salir nosotros?
—No soy hombre que vuelva sobre sus pasos.
—¿Zarparemos?
—Enseguida.
—¿Y si aquellos icebergs nos bloquean?
—En algún sitio encontraremos un canal —respondió Pedro—. Allá a lo lejos veo un paso.
—¿Y en el Atlántico hallaremos obstáculos aún?
—El Océano es ancho, señor López, y maniobraremos con entera libertad.
—¿Cree usted que llegaremos pronto a las costas meridionales de la Tierra del Fuego?
—Si los huracanes no nos fastidian, sí —contestó Pedro mientras se nublaba su frente.
—¿Qué cree usted que le habrá ocurrido a su primo? ¿Estará encallado o habrá naufragado?
—No estaba yo con él —contestó secamente el ballenero.
—¿Y a dónde cree usted que habrá ido a parar?
—A algún sitio seguramente.
—Usted que conoce las corrientes de los mares del Sur tendrá ya su opinión formada.
—Estas corrientes conducen al Norte.
—¿Más hacia la isla de los Estados o hacia la Tierra del Fuego? —insistió el señor López.
—Eso depende de los vientos.
—Pero en fin: de todas maneras le encontraremos. ¿No es eso?
—Si Dios nos ayuda, sí. Levad anclas y alzad velas.
Sus tripulantes, que aguardaban sus órdenes, se precipitaron al cabrestante y empezaron a mover vigorosamente las palancas.
Pedro dejó al señor López y subió lentamente a la cofa del palo mayor llevando consigo un anteojo, con el cual escudriñó atentamente el horizonte durante unos minutos.
Cuando bajó parecía tranquilo y satisfecho.
—¡Mar adentro! —ordenó dirigiéndose a popa.
La Quichua a toda vela atravesó lentamente la vasta bahía cerrada de un lado por las bajas tierras de la Patagonia y de otro por las ásperas y selváticas montañas de la Tierras del Fuego, cuyas cimas parecían que tocaban el cielo.
Las olas llevaban un número infinito de fragmentos de hielo desprendidos de los colosos antárticos; pero no eran de dimensiones tales que pudieran oponer resistencia a la marcha de la ballenera.
Mas, a medida que el buque iba avanzando, aumentaban en número y espesor. A la salida del golfo se veían verdaderas montañas flotantes, caprichosamente talladas, que las olas impelían poco a poco hacia el estrecho, y que se separaban incesantemente para chocar entre sí con tal violencia que producían detonaciones parecidas al estallido simultáneo de media docena de grandes piezas de artillería.
—¿Estará obstruida la desembocadura del canal? —preguntó tío Pardo al señor López—. En esta estación no vi nunca una masa de hielos tan enorme reunida en este golfo. Los peligros comienzan harto temprano para nosotros.
—¿Nos veremos obligados a regresar a Punta Arenas? —preguntó con inquietud el viejo explorador—. En este caso, todo habrá concluido para Alonso.
—No, señor —dijo una voz que se dejó oír a su lado—. Yo no tengo la costumbre de volver atrás.
Era Pedro, que había abandonado su sitio, acercándose lentamente a Mariquita, que acababa de subir a cubierta acompañada de José.
—¿Sigue usted con la esperanza de llegar al Océano, señor Pedro? —preguntó el viejo.
—Tenga usted la seguridad de que dejaremos el estrecho.
—No obstante, el horizonte está cubierto de icebergs.
—Repito a usted que mi Quichua pasará —contestó Pedro tranquilamente.
—¿No se estrellará? —preguntó la joven araucana.
—Mi nave no es la de Alonso —contestó el ballenero con acento despreciativo y sin mirarla.
—No tenga usted tanta confianza en la solidez de su nave, señor Pedro —dijo tío Pardo—. He visto buques cuatro veces mayores que el vuestro quedar aplastados como una avellana.
—Pero no iba yo —contestó Pedro con orgullo.
—Por experto y audaz que sea un hombre, se encuentra muchas veces impotente contra aquellos colosos.
El ballenero alzó los hombros sin contestar.
Sacó unos anteojos del bolsillo, los apuntó hacia la salida del golfo y observó largo rato con ellos, sin que el más ligero músculo de su rostro mostrara la más mínima aprensión.
—Sí —dijo luego bajando el instrumento—. Han cerrado la desembocadura de Posesión; pero he visto un canal y nos meteremos por él.
—¿Y si se cierra? —preguntó el señor López—. Piénselo, señor Pedro, porque aquellos hielos se mueven de continuo y ha caído alguno de ellos.
—Y usted es responsable de todas nuestras vidas —dijo Mariquita con cierta ironía.
Pedro palideció ligeramente.
—¿No tiene usted confianza en mí? —preguntó.
—Mucha, Pedro —contestó Mariquita, algo arrepentida de haber herido al marino en su amor propio—. Quise decirle que no cometa usted ninguna imprudencia ni comprometa su nave por nosotros.
—Sí, porque yo sería capaz de dejar que se estrellara, con tal de no conducirla al Cabo de Hornos. ¿Es esto lo que quiere decir usted, señora?
—No, Pedro; nunca se me ocurrió semejante idea. Sería harto ofensiva para un antiguo oficial de la armada argentina —contestó la joven con voz más dulce—. Le creí siempre leal, y tal sigo creyéndole.
Pedro suspiró con satisfacción y su frente, que se había oscurecido, se serenó.
—La creo a usted —dijo—. Perdone, Mariquita, pero ¿qué quiere? A veces soy injusto y tal vez malo, contra mi voluntad. No tema usted. Pasaremos a través de los hielos siquiera sea para probarle que no me anima más que un deseo; el de cumplir, hasta donde mis fuerzas lo consientan, la misión que me he impuesto y salvar a Alonso.
—Sea usted prudente.
—Lo seré, Mariquita, y no jugaré la partida hasta tener la certeza de que la he de ganar. El canal que he podido distinguir me ha parecido bastante ancho para que pase mi nave por él, y si tuviera que cerrarse, retrocederemos oportunamente. Por otra parte, aquellas montañas no se han soldado aún y con sus propios movimientos pueden abrirse otros canales. ¡Tripulación, a sus puestos de maniobra y preparen los botalones!
Miró los hielos una vez más, trazando ya con la imaginación la ruta que había de seguir, y fue seguidamente a colocarse a la barra del timón, deseoso de guiar la Quichua por su propio puño.
Los primeros hielos empezaron a irrumpir en el golfo amenazando chocar con la ballenera de Pedro. Eran grandes bancos aunque poco sólidos, porque habían tenido que sufrir los golpes de las gigantescas montañas flotantes, las cuales les habían causado anchas hendiduras; a pesar de lo cual, podían originar algún perjuicio al velero.
Alguna que otra foca estaba tranquilamente tendida al borde de las grietas, prestas a desaparecer al menor indicio de peligro.
La Quichua, guiada por Pedro, maniobraba con una habilidad que admiraba al viejo López y al propio tío Pardo.
Se deslizaba entre banco y banco sin dejarse embestir; andaba entre canales grandes y chicos, cambiando ruta a cada momento y a veces, cuando parecía que se le cerraba el camino, se dirigía contra los mismos obstáculos, hundiéndolos con su ancha y sólida proa y aplastándolos debajo de la carena.
Pedro, siempre tranquilo, impasible, como un hombre seguro de sí mismo, no apartaba la vista de la masa de los icebergs, que se movían sin cesar, chocando ruidosamente y rompiéndose sus lados con poderosos golpes. Sólo de cuando en cuando se daba vuelta para dirigir una rápida mirada a Mariquita, quien, contra su voluntad, admiraba la audacia y la extraordinaria calma de aquel hombre.
Sus agudos ojos volvían luego a fijarse en los hielos y precisamente allí donde se dibujaba vagamente un canal.
La flotilla monstruosa se iba acercando, empujada por las olas y por alguna corriente lejana. Parecía que estaba ansiosa de medir sus fuerzas con aquella mísera ballenera que hacía tan triste figura ante sus gigantescas masas.
Daba miedo a todos menos a Pedro, que la miraba con desprecio y con la sonrisa en los labios. Era un conjunto de verdaderas montañas, cuya altura variaba de doscientos a trescientos metros, con el triple de profundidad, con espolones y bastiones macizos y torres, cúpulas y obeliscos que de cuando en cuando caían con estrépito merced a los continuos choques. Como quiera que detrás de ellos tenían el sol, que lanzaba sus últimos rayos horizontalmente, ofrecían maravillosas llamas de los colores más variados, según su posición y su espesor.
Los había que parecían rellenos de lava ardiente; otros que tenían resplandores azules o verdes como zafiros o esmeraldas, y otros que presentaban extraños tintes de color violeta de hermosísimo efecto.
Si admirables eran bajo aquellas luces, eran espantosos por lo enorme de sus masas y por sus puntas, que avanzaban en todas direcciones y tan sólidas como las escolleras.
—¡Qué espectáculo! —exclamó el señor López—. Nunca creí que los hielos pudieran tomar tintes tan espléndidos.
—Un espectáculo que da miedo, señor —dijo tío Pardo—. Y esto no es nada aún. Ya verá usted más tarde, cuando encontremos los viejos icebergs polares, si es que nos vemos obligados a descender mucho al Sur.
—Yo me pregunto cómo vamos a atrevernos a luchar con ellos. Mira cómo se balancean y cómo de cuando en cuando se dan vuelta. Si uno de ellos vuelca cuando estemos en el canal, nos aplastaría del golpe.
—¿Y por qué pierden el equilibrio? —preguntó Mariquita, que miraba aquellos colosos con más curiosidad que terror.
—A causa de las diversas temperaturas del agua —respondió el viejo explorador—. La del estrecho es menos fría que la del Atlántico; de modo que roe las bases de las montañas flotantes comprometiendo de este modo su equilibrio. Mira ese coloso que está a punto de desplomarse. La ola llegará hasta nosotros.
Una gigantesca montaña, que se hallaba a la vanguardia de aquella formidable flotilla, de unos trescientos metros de altura y a cuyos lados se levantaban macizos obeliscos semejantes a las almenas de un antiguo castillo, había empezado a oscilar, crujiendo y tronando, como si no pudiera soportar el enorme peso que la desequilibraba.
De cuando en cuando se derrumbaba imprevistamente y con gran estrépito una de sus torres o bastiones, de cuyas cimas caían enormes masas que causaban en el coloso nuevas roturas y hendiduras.
Se habría dicho que de un momento a otro había de deshacerse toda y sumergirse en el mar.
Pedro lo había observado ya. Con una orden inmediata hizo cambiar las velas presentando la proa al coloso que estaba tan sólo a quinientos metros.
Luego gritó:
—¡Quietos para la ola! ¡Respondo de todo!
El gigante polar seguía oscilando y tronando como si en su cuerpo estallaran barrenos de cuando en cuando. Sus cimas describían unos arcos que se iban acentuando sensiblemente.
Pedro, siempre al timón, lo miraba atentamente, cuidando de ir apartando la Quichua para evitar la gigantesca ola que la caída había de producir. Por su desdicha el viento era poco propicio para aquella maniobra pues soplaba del Sudsudeste.
—Cae —dijo de pronto tío Pardo—. ¡Atención! Agarraos a la borda o iréis a parar al puente.
El coloso empezó por inclinarse lentamente y luego con rapidez. Sus tres cimas pareció por un momento que habían de unirse o precipitarse encima de las torres o de los bastiones; pero quedaron intactas.
Se las vio caer y sumergirse bruscamente. La enorme masa se volvió sobre uno de los lados deshaciendo, con un ruido espantoso, los hielos menores, que fueron pulverizados, por decirlo así, y luego desapareció por completo levantando una ola tan grande que hizo palidecer al mismo Pedro.
Aquella montaña de agua que avanzaba con la velocidad de un caballo lanzado al galope, mugiendo sordamente y con las crestas llenas de blanquísima espuma, se volvió con ímpetu furioso sobre la Quichua levantándola bruscamente a prodigiosa altura para precipitarla luego a un abismo que parecía no había de tener fondo.
La sacudida que recibió la ballenera fue de tal monta que si tío Pardo y José no se hubieran encontrado detrás de Mariquita, la joven habría sido indudablemente lanzada sobre la borda o arrastrada por cubierta. El mismo señor López fue auxiliado a tiempo por un marinero que oportunamente se encontraba a su lado en aquel instante.
La Quichua, después de haber sido sacudida en todos los sentidos, remontó la ola, no sin tragar una gran cantidad de agua y continuó su marcha embistiendo poderosamente las oleadas con sus robustos lados.
La montaña flotante, después de haberse hundido, volvió a salir presentando una cresta en vez de tres y otras torres y bastiones. Ahora mostraba la parte sumergida, mientras que la que antes iluminara el sol se encontraba debajo del agua a una profundidad de ochocientos o novecientos metros.
—¡Qué tumbo! —dijo el señor López.
—El desequilibrio de estas montañas, que no se puede prever, es lo que constituye el mayor peligro para los navegantes polares —dijo Pardo—. Imagínense ustedes que la caída hubiera tenido lugar cuando nuestra ballenera pasaba al lado de aquel iceberg.
—Sólo al pensarlo, tiemblo.
—Lo creo, señor. A estas horas ninguno de nosotros estaría vivo. Se lo aseguro yo, que experimenté una de esas emociones yendo a la pesca de la ballena junto a las costas de la Tierra de Palmer.
—¿Y te libraste de la muerte?
—No estaría aquí hablando con usted, señor López —dijo riendo el pescador.
—¿Y el buque en que ibas? ¿Qué fue de él?
—Destrozado de golpe como si hubiese sido de cartón. Y era sólido y tres veces mayor que la Quichua.
—¿Y tus compañeros?
—Casi todos ahogados o aplastados, señor.
—¿Y cómo te salvaste?
—Por casualidad. Era una montaña dos veces mayor que la que se ha hundido ahora y perdió el equilibrio en el momento en que teníamos arponada la ballena. Nadie había pensado en el peligro de puro entusiasmo con el buen éxito de la pesca. De repente, vemos que la montaña flotante se inclina de nuestro lado con tamaña rapidez que hace imposible toda maniobra. Lo que ocurrió entonces ni yo mismo lo sé. Recuerdo haber oído un ruido espantoso y haber visto caer en nuestro buque enormes masas que hundieron la cubierta. Luego recuerdo que me encontré en el agua. No sé si caí o si me eché en ella en el momento de destrozarse el buque; no podría asegurarlo. Cuando volví a flote y pude agarrarme a un pedazo de palo, el velero había desaparecido, y de catorce compañeros sólo quedamos cinco, uno de los cuales resultó gravemente herido y murió tres horas después.
—¿Y cómo pudieron ustedes resistir, sumergidos en el agua fría? ¿Cómo ganaron luego la costa?
—Nos recogió un ballenero, cuya tripulación presenció nuestro desastre —dijo el pescador.
—¡Pobre Pardo! —dijo Mariquita—. ¡Dios quiera que Alonso no haya corrido la misma suerte! —agregó suspirando.
—Dios lo quiera, señora. Hay que esperar que le encontraremos sano y salvo en las costas de la Tierra del Fuego. El pobre estará pensando en usted y en el momento de regresar para hacerla suya.
—Sí —contestó Mariquita con profunda tristeza—. Y sin embargo, no quisiera que llegase nunca el momento de volverlo a ver.
—¿Y por qué, Mariquita? —preguntó el pescador, que quedó anonadado ante semejantes palabras.
—No lo sé...
—¿Teme usted el encuentro de los dos primos?
—Tal vez.
—¡Bah! ¿No estaremos presentes nosotros?
—Sí, lo sé: los que hemos embarcado nosotros son amigos leales; pero ¿y los de Pedro?
—No son más que seis y el capitán.
—Y los seis leales a él.
—Y nosotros somos los mismos en número y de la misma calidad —dijo el pescador bajando la voz.
—Sea usted prudente, tío Pardo.
—No dude usted de mí ni de los demás. Los marineros de Pedro son hurones, taciturnos como su patrón, pero no creo que sean malos camaradas. Además: cuando lleguemos allí, les vigilaremos. He ahí el momento terrible. Pedro lanza la ballenera al canal. ¡Es audaz como él solo! Palabra de marino, que no he visto en la vida otro capitán tan valiente como él.
La Quichua estaba a punto de lanzarse entre las montañas flotantes. Delante de ellas se dibujaba un canal de quince o veinte metros de ancho, que serpenteaba entre bancos y icebergs, moles enormes que, empujadas por el viento y rechazadas por las olas, ora se reunían amenazando con cerrar el canal de un momento a otro, ora se ensanchaban a más y mejor.
Se requería un hombre audaz como Pedro para meterse ahí dentro. Otro, después de haberlo pensado mucho, seguramente habría desistido. Pero el ballenero no tenía miedo, ni vacilaba jamás ante el peligro. Parecía, en cambio, que al afrontarlo sentía un placer indescriptible y que se divertía bromeando con la muerte. Con su mirada fría y tranquila contemplaba el chocar de aquellos gigantes con la frente serena y una sonrisa casi desdeñosa en los labios. Ni se contraía su rostro, ni se estremecían sus miembros, ni se oprimía su corazón, que debía tener acorazado.
En el momento en que su pequeña nave, un verdadero cascarón de nuez, menos aun comparada con los viejos gigantes del polo, se internaba en el canal con una temeridad que hacía temblar a los más viejos lobos de mar de la tripulación, sus ojos buscaron a Mariquita. La joven, como si hubiera sentido aquella mirada, se volvió hacia popa.
—El peligro está allí —dijo él indicándole una enorme masa de icebergs que chocaban entre sí para abrirse el paso entre los bancos de hielo—. Pero no tema usted, que estoy yo al timón.
Al pronunciar semejantes palabras se coloreó rápidamente su semblante, mientras un rayo de orgullo animaba sus ojos. Se complacía en hacer ver a su futura esposa que era el más audaz de los marinos del Océano Antártico, mucho más audaz y más resuelto que su primo.
Mariquita contestó con un movimiento de cabeza y con una sonrisa. Aunque pensaba constantemente en el pobre Alonso, no podía menos, sin embargo, de admirar cada vez más a aquel hombre que con tanta intrepidez desafiaba a la muerte.
La Quichua, después de una última bordada se metió en el canal, pasando entre una doble fila de icebergs que rodaban pesadamente triturando los pequeños hielos.
Profundo silencio reinaba en la cubierta de la pequeña embarcación. La ansiedad había hecho enmudecer a todos los tripulantes. Todos los pechos latían vivamente: tan sólo dos no temblaban aún; el de Pedro y el de Mariquita.
La barrera de hielo vista de frente era imponente de veras aunque no pareciese muy profunda. Eran dos o trescientas montañas, enormes a cual más, divididas por bancos de grandes dimensiones, que también trataban de forzar el paso para invadir el estrecho.
Luchaban entre sí para ser los primeros, llevados por la corriente y empujaban por los icebergs, que les apretaban poderosamente sus lados.
Chocaban de continuo con ensordecedoras detonaciones, ora levantándose casi en arco bajo el incesante esfuerzo de los colosos, ora partiéndose en mil pedazos.
De un lado y de otro se formaban canales que se veían ocupados en seguida por otros hielos, los cuales, a su vez, sufrían la misma suerte de los primeros. Las presiones que ejercen los bancos cuando el frío les engrandece y dilata o cuando las montañas les empujan es tal que no hay nave, por sólida que sea y bien construida que esté, que las resista cinco minutos. Les hunden los lados, rompiéndoles los puntales y se reúnen a través de la bodega, cortando el buque en dos partes. Si no lo destrozan lo levantan y la nave queda entonces prisionera sin la menor esperanza de poder volver al agua hasta que el hielo se ha derretido. Y entonces, sin embargo, no puede creerse segura tampoco, porque al caer en el agua puede volcar y sumergirse.
No obstante aquellos peligros, la Quichua seguía audazmente en el canal, maniobrando con la acostumbrada incomparable habilidad. Aunque de forma maciza y muy ancha, poseía realmente una agilidad poco común y sentía maravillosamente la acción del timón, gracias a su poca longitud y a la redondez de su casco.
El canal estaba atestado de fragmentos desprendidos de los bancos y de las márgenes de las montañas y hasta de témpanos, de considerable espesor, que la Quichua embestía sin vacilar partiéndolos en mil pedazos bajo su robusta quilla.
A ambos lados los grandes hielos y los icebergs luchaban entre sí con un ruido tal que muchas veces no se distinguían las órdenes de Pedro.
Eran detonaciones espantosas, luego mugidos formidables, después silbidos agudísimos, finalmente secos golpes que anunciaban la apertura de nuevos canales.
De cuando en cuando un hielo inmenso, oprimido por todas partes, se desprendía y se levantaban en el canal olas monstruosas que embestían a la Quichua amenazando con arrastrarla al otro lado del pasaje, donde otros icebergs parecían preparados para hacerla astillas.
—¿Pasaremos o termina aquí nuestra empresa? —preguntó el señor López a tío Pardo, cuyo semblante iba palideciendo poco a poco.
—No sé, señor —respondió el pescador—. Sólo puedo decir a usted que estamos jugando una partida terrible, y que sólo el diablo de Pedro podía empeñarla con alguna esperanza de ganarla. Otro en su lugar, habría renunciado ya a ella y estaría de regreso en Punta Arenas.
—No veo donde termina ese canal.
—Ni yo tampoco, aunque no debe ser muy largo.
—¿Y después de esa barrera encontraremos el mar libre?
—Lo encontraremos si logramos librarnos del estrecho y doblar el Cabo de las Once Mil Vírgenes.
—¿Dudas de que Pedro pueda atravesar estos hielos?
—¡Señor! Estamos a la voluntad de Dios. Si se derrumba una montaña al pasar nosotros junto a ella, todo concluyó para nosotros.
—¿Tienes miedo, Mariquita? —preguntóle el señor López.
La joven no contestó. Apoyada la espalda en la borda del buque, parecía que ni los hielos ni los peligros que corría la pequeña nave la interesaban gran cosa.
En vez de mirar las montañas flotantes, miraba hacia popa, donde estaba Pedro al timón.
Se habría dicho que admiraba a aquel hombre fuerte que al par de un gigante lanzaba un despreciativo reto a los colosos que se reunían en torno de la Quichua.
—Mariquita —repitió el señor López al ver que ésta no la contestaba—. ¿En qué piensas? Parece que no te das cuenta de que afrontamos la muerte.
—¡Ah! —exclamó la joven—. ¡Es cierto!
—No demuestras tener miedo.
—¿Y por qué he de tenerlo, padre mío?
—Los mismos marineros tiemblan.
—Soy tu hijastra y llevo sangre araucana en las venas.
—Y sin embargo, tiembla mi pecho, sino por mí, por tu vida.
—Venceremos, padre.
—La lucha acaba de empezar.
—Mientras no vea palidecer el semblante de Pedro no me preocupará el peligro que corramos.
—¿Está tranquilo?
—Muy tranquilo, padre.
—¡Qué hombre!
—Sí; un hombre fuerte —contestó Mariquita con voz lenta.
—Mira aquellas dos montañas, hija mía. Diríase que tienen un vivo deseo de abrazarse encima de nosotros.
La joven dirigió una mirada a los dos icebergs y luego volvió nuevamente la espalda a las montañas mostrando su rostro encantador a Pedro.
El exdesterrado parecía sentir la mirada de la joven. Cuando había pasado el peligro y se entraba en un momento de calma, sus miradas se cruzaban y en el rostro del robusto marino se observaba un rápido temblor.
Instintivamente comprendía que Mariquita admiraba su audacia, y esto le llevaba a burlarse de la muerte con más temeridad.
Bajo su férrea mano la nave obedecía como si fuese un ser animado. La lanzaba con loca temeridad contra los hielos, rozando casi las márgenes de las montañas, pronto a huir de ellas cuando se acercaba demasiado, la dirigía contra los bancos que se complacía en romper, haciendo retumbar sordamente la bodega y crujir la carena; cuando dos hielos amenazaban cerrar el canal, no vacilaba en colocarse en medio, deslizándose en un espacio tan reducido que los extremos de las vergas tocaban los monstruosos bastiones de aquellos colosos.
Se hubiera dicho que se divertía jugando con la muerte y haciendo palidecer a su tripulación.
Y hacía todo eso sin que se contrajera un músculo de su cara, sin que el más imperceptible temblor hiciera vibrar sus manos, sin que su frente se ofuscara un momento siquiera.
Y la Quichua pasaba, siempre pasaba, favorecida por una fortuna increíble, deslizándose entre montaña y montaña, entre banco y banco, sin vacilar jamás.
Hubo un momento, sin embargo, que pareció que su buena estrella le abandonaba y que la suerte se había cansado de proteger al buque y a su capitán.
La Quichua había recorrido ya más de la mitad del canal cuando las montañas de hielo que marchaban lateralmente en sentido contrario, oscilaron espantosamente como si fueran a perder el equilibrio.
Eran dos de las más enormes, cuyas cimas debían alcanzar unos cuatrocientos metros, y se habían encontrado una en frente de otra en el momento en que la ballenera, para evitar el espolón de un tercer iceberg que amenazaba destrozarla, se había metido en medio de ellas. En cubierta se oyó un grito de terror. El mismo rostro de Pedro palideció por vez primera y una sorda imprecación brotó de sus labios. La muerte estaba encima de ellos, pronta a caer sobre la pobre nave. ¡Y qué muerte!
Pero Pedro recobró en seguida su sangre fría.
—¡Silencio! —gritó con voz potente.
Sus ojos, sin embargo, se fijaron en Mariquita con una expresión de indecible angustia.
Las dos montañas marchaban bamboleándose cada vez más y debajo de ellas pasaba la Quichua, fuertemente impulsada por un viento rapidísimo. Si lograba salir del aprieto estaban salvos; era cuestión de segundos.
Pedro avanzaba resueltamente. Seguía esperando.
De repente, las dos enormes masas de hielo, casi simultáneamente, se inclinaron una hacia la otra con mil crujidos; una y otra perdían el equilibrio al mismo tiempo.
La tripulación instintivamente se precipitó hacia la popa. La misma Mariquita dejó la proa, sobre la cual ya caían los primeros fragmentos desprendidos de las cimas de los dos colosos.
—¡Estamos perdidos! —gritó una voz.
—¡Al agua el bote! —gritó otra.
—¡Sálvese quien pueda!
El momento era terrible. Los dos icebergs seguían inclinándose sobre la Quichua, que huía debajo de ellos.
Pedro, al ver huir a sus hombres, hizo con la siniestra un ademán amenazador.
—El que toque un bote téngase por muerto —gritó mientras su rostro tomaba una expresión de ferocidad terrible—. Cada cual a su sitio.
Si sabía dirigir la nave, sabía también hacerse obedecer. Al verle de aquel modo, los tripulantes se detuvieron, más temerosos de su amenaza que de la muerte inminente; pues sabían de cuanto era capaz aquel hombre formidable.
Pero no. ¡La muerte no les quería aún!
Por un milagro inaudito, las dos puntas de los icebergs se apoyaron mutuamente formando debajo de ellos una especie de canal y retrasando unos minutos su derrumbamiento.
Aquel momento fue bastante para que Pedro pudiera salvar el gravísimo peligro. La Quichua había pasado y las montañas no se derrumbaron hasta que estuvo a muchos metros de distancia y navegando en un espacio completamente libre.
La barrera había sido felizmente superada merced a la increíble audacia de aquel hombre; y ante la proa de la Quichua se abría el último trozo de canal encerrado entre el Cabo Dungeness y el de las Once Mil Vírgenes. Más allá estaba el Atlántico, cuyas olas anchas y poderosas se rompían en las escolleras del Cabo del Espíritu Santo, que señala el extremo de la tierra fueguina.
Más allá de la barrera no había hielos que pudieran constituir un peligro para la ballenera, sólo pequeños bancos con que las olas jugueteaban y que poco a poco rompían, golpeándolos contra las orillas del canal.
Un estruendoso hurra, que salió de todas las bocas, saludó la audaz maniobra del ballenero, que había salvado de una muerte cierta a la expedición.
Mariquita, muy emocionada y todavía algo pálida, se acercó a Pedro lentamente, diciéndole con voz trémula y vacilante acento:
—Gracias, Pedro... en nombre de todos.
Al oír aquellas palabras un rojo vivo coloreó las mejillas del marinero, mientras un relámpago de triunfo iluminó sus ojos. Estrechó la pequeña mano que la joven araucana le tendía y la tuvo durante unos segundos entre sus callosos dedos, murmurando:
—Gracias a usted, Mariquita.
Miráronse durante largo rato con algo de embarazo, asombrados ambos tal vez de aquel apretón de manos. El ballenero dejó libre después la de la joven y se alejó bruscamente con dirección a proa. Su rostro, por lo general oscuro y triste, no se vio nunca tan sereno como en aquel instante.
—Mariquita —dijo el señor López, acercándose a la joven—, ha terminado la gran prueba y supongo que no tendremos que luchar ya con los hielos. El océano Atlántico está delante de nosotros y no se hiela nunca, y tenemos la Tierra del Fuego a nuestra diestra. Si todo marcha bien, dentro de dos o tres semanas encontraremos la Rosita o sus restos y tú verás a Alonso.
—¡Ah!, sí, Alonso —contestó la joven casi distraída.
—¡Qué felicidad la suya cuando te vea comparecer! Deberá eterno reconocimiento a Pedro, como se lo deberemos nosotros.
—Seguramente —contestó Mariquita.
—Haremos sellar las paces a los dos primos y tú verás cómo volverán a quererse como antes.
—¿Tú crees, padre, que Pedro querrá?
—Estoy seguro de ello. Pedro tiene un corazón generoso y leal. ¿No te parece?
Mariquita no contestó; pero su rostro tomó tal expresión de angustia que el señor López se apercibió en seguida.
—¿Qué tienes, Mariquita? —preguntó.
—Nada, padre mío —contestó la joven—. Pensaba en la suerte que habrá corrido la Rosita.
—¿Temes que no la encontremos?
—Sí... no sé... ¡oh!, será miedo de muchacha —dijo después, tratando de aparecer con calma y sonreír—. La encontraremos seguramente en algún sitio. ¿Cómo se llama aquel cabo, padre mío? ¡Qué horrible es! ¡Mira, mira cómo se estrellan las olas en él!
—Es de las Once Mil Vírgenes, nombre que le dio Magallanes.
—¿Y aquel otro que se puede ver allí, que se curva hacia el Norte?
—Es del Espíritu Santo, más allá del cual se abre el Atlántico. Y he allí hacia la costa patagónica la punta de la Horca.
—¿Por qué tiene tan siniestro nombre? —preguntó tío Pardo, que lo oyó.
—Porque en aquella playa Magallanes hizo levantar la primera horca que se viera en esta extremidad de la América meridional.
—¿Y a quién colgó?
—A dos de sus lugartenientes que junto con otros urdieron un complot para matarle.
—¿Y la dejó como herencia a los patagones? —preguntó tío Pardo.
—Pero aquellos salvajes no se sirvieron de ella.
—¿Cómo? ¿La utilizó alguien?
—Sí, otro navegante que exploró este estrecho cincuenta y ocho años después de Magallanes; Francis Drake, un corsario famoso, a quien Isabel de Inglaterra dispensaba su real protección.
—¿Y después de tantos años la encontró colocada todavía?
—Sí, mi viejo Pardo; y la utilizó para ahorcar a uno de sus más audaces compañeros, el capitán Doughty, en quien, con razón o sin ella, creyó ver un poderoso rival.
—No se andaban con chiquitas aquellos aventureros, señor López.
—En aquellos tiempos, amigo mío, la vida de un hombre valía menos que una pera. He ahí el Atlántico. ¡Mira, Mariquita!
La joven araucana no le había oído siquiera. Apoyada en la borda con los codos en ella y la cabeza en las manos, miraba distraídamente las olas que con sordos mugidos iban a romper en los flancos de la nave.
—¡Mira el Atlántico, Mariquita! —repitió el señor López—. Dentro de poco sus olas besarán la proa de la Quichua.
—¡Ah!, sí —contestó ella—. El Atlántico... el Océano.
Y volvió a caer ensimismada mirando el agua.
La Quichua, que un fresco viento del Sudoeste empujaba con notable rapidez, había superado ya el Cabo Dungeness y se dirigía al del Espíritu Santo para comenzar su derrota hacia el Sur.
El estrecho se ensanchaba considerablemente, dejando libre el paso a las grandes olas del Atlántico, que no llevaban consigo ninguna montaña flotante. Sólo hacia el Norte, en dirección al Cabo de las Once Mil Vírgenes, se veía alguna errando solitaria, capeando pesadamente.
Las dos costas del estrecho eran en aquel sitio salvajes y horribles. Caían casi aplomadas de considerables alturas, con gargantas, hendiduras y cavernas marinas donde se precipitaban las grandes olas con prolongados bramidos que el eco repercutía.
Era un caos de graníticas rocas, cuyas bases estaban minadas por la eterna acción de las olas siempre intranquilas, casi privadas de vegetación, no viéndose más que escasos musgos y líquenes, y pobladas de un número infinito de pájaros, especialmente albatros gigantes y bellísimas chloephaga, que al volar silbaban estridentemente.
En cambio, en los bancos de arena se veía alguna que otra pareja de focas, en actitud sospechosa, pertenecientes a la especie cystophora leonina, raza casi extinguida hoy a causa de la caza feroz que les dan los balleneros para apoderarse de su piel y del aceite que se extrae de su grasa.
A mediodía había doblado la Quichua el Cabo del Espíritu Santo y surcaba ya las olas del Atlántico, de aquel Océano que doce horas antes no creían alcanzar.
Tampoco allí había las formidables moles de hielo. Sólo se veía algún banco o alguna montañita poblada de pájaros marinos, de gaviotas y micrópteros ruidosos y molestos; nada más.
El viento, que debía de haber soplado del Oeste, había alejado los icebergs, después de haber internado algunos en el canal y quién sabe dónde estaban ahora, si es que no se hubieran derretido poco a poco.
El Océano aparecía desierto. No se veía nave alguna ni por el Este, ni por el Norte, ni siquiera por el Sur. Las mismas costas de la Tierra del Fuego que en aquel instante la Quichua flanqueaba, a una distancia de un par de millas, parecían deshabitadas.
—Es preciso comenzar a abrir los ojos —dijo José a tío Pardo, que observaba atentamente las rocosas márgenes de la inmensa isla—. Desde ahora tendremos que escudriñar todos las ensenadas de la Tierra del Fuego porque no sabemos dónde estará encallada o destrozada la Rosita.
—Hay para rato —contestó el viejo pescador—. No encontraremos tan cerca del estrecho los restos de la nave.
—¿Dónde crees que haya ido a encallar, amigo Pardo?
—No es fácil adivinarlo, porque los dos balleneros que encontramos en el dorso del cetáceo no nos dieron muy precisas explicaciones. Pero supongo que no habrá ido muy lejos del Cabo de Hornos. Ahora lo que hay que saber es si las corrientes y las olas la llevarían hacia la Tierra del Fuego o hacia la Isla de los Estados.
—¿Y hemos de explorar todas aquellas costas?
—Hasta que encontremos la nave o los tripulantes.
—¿Desesperas tú?
—¡No, José! Y sin embargo, casi preferiría que hubiesen muerto todos en el naufragio.
—¿Por qué, Pardo?
—¿Qué quieres? No quisiera asistir al encuentro de los dos primos.
—¿A qué le tienes miedo?
—¿Crees tú, José, que el señor Pedro ha consentido en ir en busca de su rival sin un propósito secreto?
—¿Qué puede esperar?
—No sé; pero sospecho que algo grave habrán estipulado entre él y Mariquita o que le animan siniestros designios. El encuentro entre ambos rivales no será lisonjero; te lo dice tío Pardo y temo por aquel día, porque la víctima será la pobre Mariquita. Vivos no volverán los dos; tengo el presentimiento de ello y Alonso no es hombre que resista a Pedro.
—¿Mariquita sospecha algo?
—No lo sé, porque no hemos hablado más. Pero he observado que no es la muchacha alegre de antes, que de la mañana a la noche cantaba como un ruiseñor. Desde que puso los pies en la ballenera, la veo triste y preocupada.
—También yo lo he notado —dijo José pensativo—. Como tú y el señor López, teme tal vez el encuentro de los dos primos, cuyo odio, por lo menos en el corazón de Pedro, no debe haberse extinguido aún. ¿Es que el ballenero seguirá amando a Mariquita?
—Quizá hoy más que nunca. Está con ella, más que rudo, brutal, y, no obstante, no le quita nunca la vista de encima y sólo se alegra cuando Mariquita se le acerca.
—Es cierto, tío Pardo. Cuando esta mañana Mariquita le dio las gracias y le tendió la mano, parecía otro completamente.
—Quien viva verá —dijo el viejo pescador, como hablando entre sí—, y si ninguna desgracia nos echa a pique, el día aquél hemos de estar todos prontos a defender a Alonso contra cualquier atentado.
La Tierra del Fuego, que la Quichua trataba de costear hasta el Cabo de Hornos, aunque muy próxima a las dos más jóvenes, aunque también más prósperas repúblicas rivales de América del Sur, Chile y Argentina, era cuarenta años atrás poco menos que desconocida.
Llamada así por Magallanes no porque fuera de naturaleza volcánica, sino porque advirtió en sus costas numerosas hogueras encendidas por los salvajes, con intención tal vez de atraer los buques del gran navegante y hacerlos naufragar, fue durante casi tres siglos completamente olvidada de todos los exploradores.
Hoy es algo más conocida gracias a la constante labor de los intrépidos misioneros y, sin embargo, no es aún del todo explorada, especialmente en sus partes meridionales.
Forma una especie de inmenso triángulo, bastante accidentado hacia el Oeste y Sudoeste, donde hay vastos golfos y numerosas islas, y baña sus costas en las aguas del Estrecho de Magallanes y en las del Océano Pacífico y del Atlántico. Si se prolongara un poco más, llegaría a tocar las del Océano Antártico.
La Tierra del Fuego podría perfectamente llamarse de la desolación, porque, efectivamente, ninguna hay tan horrible como ésta ni otra que mejor merezca tal nombre.
Su formación no parece antigua. Probablemente no existía antes de la creación de los seres orgánicos. Se supone que estuvo un tiempo sumergida, como lo prueban las arenas, las conchas y las vértebras de ballenas que aun hoy día se encuentran en gran número en los valles del interior y hasta en sus escabrosas montañas.
Vieja o no, sigue siendo un país horrible, sometido a un cielo eternamente gris y lleno de niebla, pródigo en tremendos huracanes, cuajado de rocas inmensas, que hace siglos vienen resistiendo a las olas, con interminables llanuras sin hierba, espantosos abismos, profundas gargantas dentro de las cuales reinan de continuo los vientos, torrentes vertiginosos, y montañas cubiertas de nieve durante la mayor parte del año y en cuyas cimas se desatan las tempestades.
No es, empero, del todo estéril. La parte oriental es árida, monótona, ondulada, cruzada por lagunas saladas, con rocas a flor de tierra y raros matorrales de abedules enanos y zarzas; pero la occidental, en cambio, más montañosa, está cubierta en un largo tramo de bosques vírgenes impenetrables, entre cuyas plantas sobresalen los colosales robles antárticos, los laureles, las hayas, los olmos y las fucsias, que se cruzan en todos sentidos formando verdaderas murallas de madera.
Todo su suelo es falso a causa de los árboles caídos y podridos cubiertos de musgo y plantas parásitas que hacen pensar al viandante incauto que se encuentra en un plano firme y a lo mejor se hunde y se lo traga.
La parte meridional es la más montañosa y más horrible. Es un verdadero caos de montañas, lava, granito, basalto en total desorden, que hacen que aquellas costas aparezcan ásperas y escabrosas.
El mar penetra en todas partes por medio de numerosos canales, pero sus pasajes son tan angostos, tan violentas las corrientes, tan impetuosos los vientos, y los dos Océanos chocan entre sí con tanta furia que ningún navegante se atrevería a internarse allí so pena de ir en busca de la muerte. Y, sin embargo, en aquellas áridas montañas continuamente batidas por los huracanes se ocultan considerables riquezas que pudieran tal vez rivalizar con las fabulosas de la helada Alaska.
El oro abunda en todas partes en forma de laminillas y pepitas, algunas de las cuales llegan a pesar cincuenta gramos. En polvo se encuentra una gran cantidad en las arenas de los ríos y en las brozas arenosas de los torrentes; pero ¿quién iría a recogerlo?
El país es estéril, frío, habitado por tribus belicosas, dedicadas hasta hace poco a la antropofagia, y casi falto de caza. No hay más que pájaros, rarísimos guanacos y pocas focas, casi enteramente aniquiladas por sus habitantes, siempre en lucha con el hambre.
Tres son las razas que pueblan aquella tierra, muy semejantes entre sí: el indio Ona, el indio Grande y el indio del Canal. Razas miserables que llevan una existencia sumamente difícil, que viven como animales en miserables cabañas construidas con pocas ramas y arbustos, de modo que no sirven de refugio, semidesnudos se mueren de frío, se odian acerbamente y siempre están en guerra unos con otros.
Son los más pobres, más desdichados, más feos y más sucios seres de la familia humana; más bestias que hombres, que apenas pueden compararse con los salvajes de Australia, quienes, sin embargo, son considerados como los últimos desgraciados de la raza que puebla el mundo.
* * *
Doblando el Cabo del Espíritu Santo, la Quichua puso la proa al Sudeste, manteniéndose a bastante distancia de las costas para huir de las corrientes que en aquellas regiones suelen ser muy impetuosas, aunque no tanto que no pudieran distinguirlas a simple vista.
En torno de las costas el Océano estaba bastante movido.
Dado que esas costas son muy irregulares y caen a pico, causan formidables olas de fondo, las cuales se hacen sentir a distancias considerables y ponen a prueba el estómago de los marineros obligados a sufrir un vaivén incesante.
La isla se presentaba montañosa, terminando en aquella parte la alta cadena de los montes Orange.
Cimas nevadas, que ocultaban sus puntas entre las nubes cargadas de lluvia, se elevaban en todas direcciones, mostrando en sus flancos sombríos bosques de hayas antárticas y coníferas rojas. Las bases de aquellas montañas llegaban hasta el mar, donde caían bruscamente, haciendo imposible todo desembarque, al menos en aquel sitio.
De cuando en cuando se veía alguna hendidura, una especie de fiordo semejante a los de Noruega, y, especialmente allí dentro, el mar bramaba con tanta ira que se oían sus rugidos y bramidos en el puente de la ballenera.
En las rocas no se veían más que aves; las eternas aves marinas diseminadas en tal cantidad en aquellas regiones que es imposible dar de ello una idea aproximada. Si abundan en el Estrecho de Magallanes, son más numerosas aún en la Tierra del Fuego y en las islas que la rodean.
Alguna bandada, al ver la nave, atraída por la curiosidad o por un capricho, se levantaba e iba a volar en torno de la ballenera, saludándola con un grito ensordecedor y prolongado.
Aquellas aves eran, en su mayoría, prion turtur, graciosos pájaros marinos cuyas dimensiones serán las de una tórtola común, con plumas de color gris turquí en el dorso y blanquecino debajo, y phoebetria fuliginosa, las más pequeñas de las diomedea, muy esbeltas, y provistas de negras plumas, que tienen un vuelo rapidísimo y ligero, y están con las alas constantemente abiertas y sin movimiento alguno.
De cuando en cuando alguna bandada de quebrantahuesos, tal el nombre con que lo conocen los marineros, también descendía acercándose a la nave, revoloteando especialmente sobre la estela para atrapar los peces que el torbellino de las aguas sacaba a flote.
Era un espectáculo divertido el ver aquellos pajarracos negros, que son los más formidables pescadores de los mares del Sur, precipitarse entre las olas con la rapidez del rayo, meter el pico robusto y agudo en el agua y alzar el vuelo llevando consigo grandes pescados que luego, con un movimiento brusco, tragaban de un golpe sin necesidad de apoyarse en ningún sitio.
Miraban especialmente los peces voladores que de cuando en cuando saltaban fuera del agua para huir probablemente de los ataques de las doradas, sus encarnizadas enemigas. Efectivamente se veían muchas de éstas dando vueltas en torno de la estela, mostrando sus espléndidas tonalidades azules o amarillas, con delicadísimas gradaciones que, por extraña rareza, pierden cuando están moribundas, tomando en cambio, un color gris oscuro.
—¡Qué costa más fea! —dijo el señor López, que miraba con un anteojo las hendiduras de la Tierra del Fuego, como si esperara encontrar allí los restos de la Rosita—. En toda la América del Sur no he visto cosa igual. Si la nave de Alonso ha sido llevada hasta aquí, no encontraremos de ella ni un pedazo. ¿Es así toda la costa?
—Casi, casi, señor López —dijo Pedro, que se había colocado detrás de él y de Mariquita, que estaba mirando a su vez hacia la Tierra del Fuego.
—¿Y el mar es siempre así de furioso alrededor de aquella desdichada isla?
—No lo vi nunca tranquilo y eso que llevo realizados más de veinte viajes a estos parajes. Pero, cuando hayamos bajado más al Sur, lo verán ustedes más tempestuoso todavía, y nuestra nave correrá entonces los mayores peligros. Los dos Océanos, el Atlántico y el Pacífico, están allí en continua guerra, como disputándose el primado de las olas, mientras el Cabo de Hornos, irritado por la soberbia del mar que lo azota, desencadena sus furiosas tempestades.
—¡Pobre Rosita si los vientos la han arrojado a aquellas costas! ¿Encontraremos siquiera sus despojos?
Pedro sacudió la cabeza.
—Lo dudo —dijo luego—. Una nave arrojada a la costa no puede resistir por mucho tiempo el ataque de aquellas potentes olas.
—¿Y cómo sabremos entonces dónde naufragó?
—Preguntando a los salvajes —respondió Pedro.
—Si dejan que nos acerquemos a ellos.
—Sí, siempre y cuando no tengan nada que echarse en cara; es decir, si no han matado y comido a los náufragos.
—¡Devorados! —exclamó Mariquita, palideciendo—. ¿Luego es cierto que los habitantes de esta isla son antropófagos? Responda, Pedro, usted que les conoce.
—Al menos los que habitan las costas meridionales —contestó el ballenero—. Cuando matan a los enemigos se los comen y cuando el hambre se apodera de una tribu no titubean en dar muerte a todas las viejas para saciar aquélla con sus carnes. Y el hambre a menudo se hace sentir en esas costas.
—Pero a mí me consta que ha habido náufragos que no sólo no han sido sacrificados sino cordialmente recibidos —dijo el señor López—. Cuando Giacomo Bove, distinguido oficial de la armada italiana que exploraba esta tierra por encargo del gobierno argentino, naufragó a la salida del canal de Beagle, con su antigua goleta Cabo de Hornos, fue espléndidamente acogido por los indígenas de la bahía de Sloggett, de los que recibió entre otros regalos muchas armas e indumentaria.
—Pero aquéllos eran onas y no tekeenica o yacana-kunny —contestó Pedro—. Los onas no son malos; de los otros, en cambio, me libre Dios. Son los más feos, los más sucios y los seres más bestiales de la creación humana.
—¿Oyó usted alguna vez contar que mataran a náufragos de la raza blanca?
—Yo sé que en las costas meridionales de la Tierra del Fuego se han encontrado a menudo restos de naves perdidas y nunca un solo tripulante vivo. Puede darse el caso de que a todos se los tragaran las olas; pero puede ser también que hayan terminado en los dientes de los indígenas.
—¡Dios mío! —murmuró Mariquita, que parecía pronta a desmayarse.
—¿Qué tiene usted, señorita? —la preguntó Pedro con duro acento.
—Nada; pensaba en aquellos infelices y en las horribles angustias que habrán pasado antes de ser devorados por esos miserables —contestó la joven haciendo un supremo esfuerzo.
—¿Y en Alonso, a quien podría haber cabido una suerte tan atroz, verdad, hija mía? —dijo el señor López, profundamente conmovido—. No; no es posible que haya tenido semejante fin. Era un hombre enérgico, valiente y no se habrá dejado someter ni tomar por esa canalla. Además, él, como todos los balleneros, tendría sus armas a bordo. ¿Qué dice usted a esto, Pedro?
—Esperémoslo —dijo secamente el exoficial.
Luego, como deseoso de poner fin a semejante tema, se dirigió al castillo de popa gritando al timonel:
—Mar adentro, Pepito. Aquí la corriente lleva mucha fuerza y nos conduciría a las costas.
Mariquita le siguió deteniéndole antes que subiera al castillo.
—Pedro —le dijo—. Usted ha querido asustarme, ¿verdad? Dígame la verdad. Sea usted bueno y franco.
—¿Por qué habría de mentir a usted? —repuso el ballenero mirándola fijamente y casi ofendido.
—Para que perdiera toda esperanza de volver a ver a Alonso.
—¿Qué me importa él, cuando me ha jurado usted ser mi mujer, Mariquita? Si lo encontramos vivo, mejor para él, si no peor para él. Por lo demás, no tenemos hasta ahora la menor prueba de que haya naufragado ni haya sido capturado por los indígenas. Es más: no sabemos todavía a dónde ha ido a parar su nave. Tal vez haya encallado en la isla de los Estados y en ella no hay salvajes.
—En aquella tierra desolada y gélida habría podido también encontrar la muerte.
—Barnard, que no tenía una isla tan vasta, pudo resistir por espacio de algunos años viviendo de la caza. Al señor Gutiérrez puede haberle cabido la misma suerte.
Y subiendo al castillo de popa haciendo como un ademán de impaciencia se sentó al lado del timonel.
—Barnard —murmuró Mariquita—. ¿Quién era ése? Tío Pardo me lo dirá.
Atravesó la cubierta y se acercó al viejo ballenero, que estaba preocupado en dar caza a una banda de sula que habían ido a posarse en la misma nave; un ave estúpida que se deja coger con las manos, sin siquiera intentar escapar, por cuyo motivo se la llama también booby o pájaro bobo.
Tenía ya cuatro o cinco en su poder y contaba con ellos para cenar, aunque su carne es mediana y sabe a pescado rancio; sabor desagradable que desaparece en parte quitándole la grasa.
Al ver que Mariquita se acercaba, el viejo lobo de mar, que la había estado observando cuando hablaba con Pedro, comprendió que iba a comunicarle algo serio.
—¿Tenemos borrasca, señora Mariquita? —preguntó—. He visto al capitán que se separaba de su lado algo irritado y de malhumor.
—¿Ha oído usted hablar alguna vez de un capitán Barnard? —preguntó la joven.
—¡Barnard! —exclamó tío Pardo, mientras retorcía el pescuezo al quinto booby y pensando un instante en aquel nombre—. ¿Qué interés puede tener para usted la historia de un naufragio ocurrido hace treinta y cuatro o treinta y cinco años?
—¿Quién era él?
—Un capitán de la marina americana a quien los ingleses jugaron una mala partida abandonándole en una isla desierta que se encuentra en estos parajes.
—¿Y murió de hambre y de frío en esa isla?
—No, señora Mariquita. Y apostaría cualquier cosa a que vive todavía en algún rincón de la América del Norte. Es una hermosa historia, que tiene tanto de cómica como de dramática. Pero ¿por qué me habla usted del pobre Barnard?
—Porque Pedro me ha dicho que incluso en las desiertas islas de estas regiones, pueden vivir los náufragos sin correr el peligro de morir de hambre o de frío.
—¿Es que cree que la Rosita en vez de haber ido a parar a la Tierra del Fuego está destrozada o encallada en alguna isla? —preguntó tío Pardo—. Si esto hubiese ocurrido, sería mejor para los náufragos.
—¿No correrían el peligro de morir de hambre?
—No, señora, no. Las aves marinas abundan en aquellas islas donde tampoco son raras las focas. Precisamente el capitán Barnard probó con hechos que se pueden vivir muchos años en aquellos desiertos de nieve y rocas.
—¿Me contarás al menos la aventura que corrió aquel capitán? —dijo una voz detrás de él—. Más de una vez oí hablar de aquel americano.
—¡Ah! ¡Es usted, señor López! —exclamó tío Pardo.
—Hace cinco minutos te estoy oyendo en compañía de José.
—Es una historia que data del año 1813, señor López; historia conocida de todos los marinos del Sur y desarrollada en la Isla Nueva; una isla que se encuentra al Sur de las Malvinas, a dos o trescientas millas de nosotros, una pequeña tierra que he visitado también, y que al verla por primera vez se la creería incapaz de ofrecer un asilo cualquiera a los pobres náufragos.
En aquellos tiempos, una nave inglesa, empujada por las tempestades, fue a estrellarse contra las escolleras de la isla. Unos treinta hombres que la tripulaban consiguieron salvarse, llevando consigo algunas pocas provisiones.
En la isla, entonces como hoy, abundaban las aves marinas, pero como los ingleses no tenían armas, eran tan pocas las que caían en su poder que no bastaban para abastecer a todos.
Estaban a punto de morir de hambre cuando una nave atracó en las costas de la isla. Era americana, e iba capitaneada por un tal Barnard, un hombre excesivamente bueno, demasiado tal vez.
Aunque Inglaterra y los Estados Unidos estaban en guerra en aquellos tiempos, el capitán Barnard se ofreció a embarcar a treinta náufragos; pero hecho el inventario de los víveres que llevaba, vio que éstos eran demasiado escasos para mantener a tanta gente, con lo cual se corría el peligro de que se agotaran antes de llegar al puerto más cercano.
Otro, en su lugar, habría abandonado a los ingleses a su suerte, tanto más cuanto que eran enemigos. Barnard, en cambio, observó que la caza abundaba en aquella isla y embarcó en un bote con cuatro de sus hombres, llevando fusiles y abundantes municiones, para aumentar las escasas provisiones de su nave.
Los náufragos, mil veces más viles que los más feroces piratas y verdaderos monstruos de ingratitud, aprovecharon la ausencia del honrado capitán para hacer prisioneros a los pocos marineros americanos, se apoderaron de la nave e hiciéronse a la vela con dirección a Europa.
—¿Abandonaron al capitán? —preguntó el señor López.
—Y a sus cuatro tripulantes.
—¡Miserables! —exclamó José.
—¿Y qué fue de aquellos desgraciados traicionados de tan vil manera? —preguntó Mariquita.
—Cuando el pobre Barnard regresó de la caza y no vio su nave, fue presa de tal desesperación que se echó en la arena y se apuntó el cañón del fusil a la garganta para quitarse la vida.
Tenía atado ya un cordel al gatillo y estaba a punto de disparar cuando le sorprendieron los marineros, furiosos a su vez de haber sido tan infamemente engañados.
Querían desfogar su rabia contra el pobre capitán y habrían concluido con él a fuerza de puntapiés y puñetazos, si éste no se hubiese levantado y no les hubiera ofrecido que les ayudaría a salir de aquella situación.
No obtuvo otra respuesta que injurias y escarnio, pero se fueron calmando poco a poco y declararon al fin que estaban dispuestos a obedecerle.
Como quiera que lograron encontrar una cueva bastante abrigada, se establecieron en ella y emprendieron luego largas batidas contra la caza que no escaseaba. Había cerdos salvajes, focas, cabras abandonadas por algún ballenero y muchos pájaros. Por fortuna tenían municiones en abundancia.
En la isla no había árboles; pero lograron encontrar turba y se procuraron fuego poniendo cuerda deshilada en el cañón de un fusil.
Al llegar el invierno, tenían víveres en abundancia, mantas y trajes de piel de cabra y de foca. Tenían, además, una considerable provisión de patatas, por haber sembrado las que providencialmente encontraron entre las escasas provisiones que colocaron en el bote antes de abandonar la nave.
Su existencia transcurría si no agradable, soportable al menos; pero se veía turbada por las frecuentes cuestiones que estallaban entre los marineros, quienes no habían perdonado todavía al pobre capitán el hecho de haberse dejado engañar tan inocentemente por los ingratos náufragos.
Le amenazaban a menudo, se negaban a obedecerle, por nada le insultaban, y por fin un día le abandonaron, embarcándose en el bote.
—¡Pobre Barnard! —dijo el señor López, a quien interesaba bastante aquella historia—. ¿Y quedó solo?
—Cinco meses únicamente —repuso tío Pardo—, porque una mañana con gran sorpresa por su parte vio llegar de nuevo el bote con los cuatro marineros.
De momento temió que volverían para matarle, siendo así que regresaban arrepentidos y avergonzados. Se echaron a sus pies pidiéndole perdón por los malos tratos que le habían dado y el abandono en que le dejaran, manifestándole que estaban resueltos a no dejarle nunca más.
—¿Y dónde habían estado durante aquel tiempo? —preguntó José.
—En algunos islotes que encontraron en el camino, viviendo miserablemente con huevos de aves marinas y cangrejos.
Pero el arrepentimiento de aquellos rudos marinos fue de corta duración. Hastiados profundamente llegaron a tramar un complot para asesinar al desgraciado capitán; pero llegado el momento de darle muerte, tres de ellos se negaron y horrorizados de su proyecto, denunciaron al cuarto, que era el más violento y agresivo.
—Debían de ahorcarlo —dijo José.
—No —dijo tío Pardo—, le indultaron y le abandonaron en un islote cercano.
No sé a punto fijo cuánto tiempo permanecieron en aquella isla; creo que estuvieron muchos años. Sé que estaban a punto de morir de nostalgia y desesperación, cuando les salvó por fin una ballenera inglesa llevada por los vientos contrarios y las tormentas a aquellas playas, y les repatrió.
—¿No le habrá cabido la misma suerte a Alonso? —preguntó Mariquita con angustia.
—El señor Gutiérrez tiene a su lado marineros fieles, que le quieren como a un hermano —dijo tío Pardo—. Les conozco a todos y sé que son buenos y obedientes.
—Si hubiese naufragado en la isla de los Estados, no nadaría en la abundancia —dijo el señor López—. En aquella tierra helada no hay cabras ni cerdos salvajes, como encontró el capitán Barnard en la Isla Nueva.
—Las focas abundan en aquellos parajes, señor —repuso Pardo—, y pingüinos los hay a millones. Verdad es que la carne negra y oleosa de las focas y la rancia de los pingüinos no es muy apetitosa que digamos; pero es suficiente para no morir de hambre. Mejor sería que la Rosita hubiese naufragado en la isla de los Estados que en las costas de la Tierra del Fuego. Allí al menos no hay salvajes y no se corre el peligro de morir devorado. Ea, ea, no se desespere, señora Mariquita. Sea en un sitio, sea en otro, encontraremos seguramente a su prometido.
La joven contestó con un profundo suspiro. ¡Su prometido! No sabían los demás que aun encontrándole, estaba perdido para ella.
Durante cinco días siguió la Quichua bajando hacia el Sur, explorando las costas de aquella tierra salvaje y afrontando el ímpetu de las olas, que no habían cesado de asaltarla con extrema violencia, subiendo hasta a bordo.
Durante aquel tiempo, el cielo se mantuvo constantemente cubierto de amenazadoras nubes, sin que nunca se viera un rayo de sol.
Diríase que el astro del día no ama aquellas tristes tierras o que la niebla, celosa, no le permitía derramar su dorada luz encima de aquellas malditas costas, condenadas a no recibir más que vendavales, tempestades de agua o abundantísimas nevadas durante siete meses del año.
La costa había parecido siempre ante sus ojos áspera y desierta. Veían siempre inmensas rocas que caían a pico sobre el mar, haciendo imposible el acercarse a ellas; más allá, hacia el interior, montañas y montañas cubiertas de vapores. Rara vez veían algún río, que desembocaba en el Océano con tanta furia como para no consentir en ser remontada por una chalupa y cuyas corrientes formaban peligrosos remolinos en su desembocadura batallando ásperamente con las aguas del mar.
No habían encontrado hasta entonces huella alguna de naufragio en todo su trayecto; trayecto relativamente corto porque la ballenera, contrariada por los vientos y maltratada por las olas, sólo había avanzado hacia el Sur doscientas millas después de largas y pesadas maniobras que habían fatigado mucho a todos los tripulantes.
Durante aquellos cinco días, apenas había Pedro abandonado la cubierta y descansado breves momentos. Había explorado la costa con atención, acercándose a ella cuando veía alguna abertura en sus graníticas paredes que permitiera pasar a una ballenera; pero todas las mañanas y todas las tardes, cuando Mariquita le interrogaba tímidamente le daba la misma contestación.
—Nada aún; será más al Sur.
La mañana del sexto día, después de una noche pésima, durante la cual los tripulantes tuvieron que trabajar mucho a causa de los furiosos golpes de viento que habían sorprendido muchas veces a la Quichua, amenazando con arrojarla contra la temida costa, llegaron delante de la bahía de San Sebastián, donde pensaban detenerse brevemente para ponerse en relación con los indígenas, si los había.
Aquella bahía, una de las pocas que se encuentran en la costa oriental de la Tierra del Fuego, se abre casi a un tercio de distancia entre el Cabo del Espíritu Santo, que marca la entrada del Estrecho de Magallanes, y el de Maire, que separa dicha tierra de la isla de los Estados.
Es muy abierta, mal guardada de las olas del Atlántico; pero puede encontrarse en ella algún fondeadero, y además en aquel lugar la costa es accesible, no estando cortada a pico.
—¿Cree usted que encontraremos salvajes? —preguntó el señor López al ballenero, que acababa de dar las órdenes oportunas para entrar en la bahía.
—Cuantas veces he ido ahí a renovar mis proviciones de agua y leña les he encontrado —contestó Pedro.
—¿Cómo nos recibirán?
—Con mucha desconfianza.
—¿Y no hemos de temerles?
—Las tribus que ocupan esa bahía son belicosas y hasta crueles, señor López. Son indios onas, los gigantes de la raza fueguina, más altos tal vez que los patagones, cosa extraña quizá, porque ya sabe usted que los demás habitantes de la isla son en cambio bastante pequeños.
—Sí, porque, en general, apenas tienen un metro y medio de estatura.
—Mientras he visto a onas que tienen un metro noventa y tres.
—Descienden probablemente de un cruzamiento de patagones y fueguinos —añadió el señor López.
—Y no obstante las dos razas, aunque separadas por un estrecho que en ciertos sitios se puede atravesar con pocas brazadas, no tienen relaciones —dijo Pedro—. Yo, por ejemplo, no he visto nunca un fueguino en las costas patagonas; como no he visto un patagón en las de la Tierra del Fuego.
—Verdad es, Pedro. Hoy día ambas razas tienden a evitarse, como si sintieran un invencible disgusto en ser vecinas, a pesar de lo cual en otro tiempo debieron de estar íntimamente relacionadas, pues, a lo que parece, han pertenecido a una misma familia.
—¿Y de qué proviene la diferencia de estatura? Los patagones, gigantescos, robustísimos, con ancho tórax, formas hercúleas; y los fueguinos, exceptuando los onas, pequeños, feísimos, delgados, de piel más negra, y raquíticos.
—Cuestión de clima y de alimentación, señor Pedro. El patagón vive en la abundancia, posee caballos en masa, gran número de guanacos, avestruces, vizcachas, etc.; tiendas muy cómodas que le guarecen del frío y del viento, trajes que le defienden de los rigores del invierno. El fueguino tiembla de frío, en cambio, durante ocho meses del año, y sufre el hambre los doce. Es ésta una raza decadente, que va perdiendo la antigua robustez y hasta la antigua civilización, pues no hay duda de que los fueguinos descienden del poderoso imperio de los Incas. Buena prueba de ello es que poseen una lengua tan rica como la de los peruanos, que consta de más de 30.000 vocablos, mientras que los pueblos primitivos, verdaderamente salvajes, la tuvieron siempre pobrísima. ¡Ah! Tenía usted razón, Pedro, al decir que ahí encontraríamos salvajes. ¿No ve usted unas columnas de humo que se alzan en la costa en medio de un grupo de hayas antárticas?
—Y veo también algunos puntos negros que se separan de la costa —contestó el ballenero—. Deben ser lanchas que van a la pesca o que vienen a nuestro encuentro. Busquemos un fondeadero; después procuraremos interrogar a los indígenas.
—¿Conoce usted su idioma?
—Lo bastante para hacerme entender. Tío Pardo también lo entiende algo.
La ballenera, después de haber doblado un cabo bastante imponente cuya granítica cima se elevaba a trescientos metros de altura, y después de haber salvado una escollera contra la cual se rompían las olas del Atlántico con imponente ruido, haciendo bullir las aguas varias millas a la redonda, se internó en la bahía.
Allí, detrás de las escolleras que la protegían contra la furia del Océano, reinaba cierta calma. El oleaje no era tan violento y las olas, rotas por esos obstáculos, se extendían tranquila y rumorosamente hasta la costa.
Aunque no se vieran en torno más que ásperas montañas, cubiertas ya de una espesa capa de nieve, se distinguía en su base una vegetación exuberante, verde todavía, que se extendía hasta la costa, la cual estaba toda cubierta de mejillones, que, unidos a una especie de biso, colgaban sobre el mar; cocidos son excelentes, pero también se pueden comer crudos.
Más allá se veían grupos de arbolillos algo parecidos a las palmas de berberis y a nuestro boj, cuya madera aunque sea verde se enciende con rapidez. Veíanse asimismo grupos de mirtos muy parecidos a los madroños.
Luego la línea de las imponentes hayas antárticas, con sus enormes troncos de treinta y hasta cuarenta metros de elevación, extendiendo en todas direcciones sus robustas ramas cargadas de follaje verde oscuro.
También en la bahía la vegetación era densa.
El fondo estaba totalmente cubierto de las larguísimas algas llamadas kelp, que miden doscientos y hasta trescientos metros de longitud, verdaderas praderas marinas, donde desfilaban batallones de sebastes de coralinas escamas, las bellas notothenia de grandes escamas doradas y donde descansaban plácidamente las enormes patella magallánicas, que surten a los fueguinos de un manjar apetitoso y abundante y de cuyas elegantes conchas, que tienen un diámetro considerable, se sirven como de vasos.
No bien había echado el ancla la Quichua cuando vieron una lancha que se dirigía hacia ella con notable rapidez.
Estaba bastante bien hecha, a pesar de haber sido construida por salvajes faltos de útiles cortantes y provistos tan sólo de miserables cuchillos, formados con una concha atada a un pedazo de madera, por serles desconocido el uso del hierro.
Los fueguinos, curiosamente, en vez de construir sus botes vaciando el tronco de un árbol, como hacen todos los salvajes del Océano Pacífico y aun los del África, se sirven, al igual que los pieles rojas del Canadá y de los Grandes Lagos de la América inglesa, de la corteza de una especie de abedul, que sacan entera con mucha habilidad y que mantienen abierta por medio de algunas tablas. A ambos extremos añaden dos puntas de madera, no exentas tal vez de cierta elegancia, y tapan después cuidadosamente las aberturas con arcilla mezclada con cierta substancia viscosa, que es del todo insoluble.
Para remar se sirven de cortas pagayas y llevan siempre en el centro gruesos guijarros en una capa de tierra para tener encendido el fuego, porque siendo tan frío el clima tienen siempre necesidad de calentarse.
Con tales lanchitas recorren los ríos, los canales interiores y hasta las bahías; pero no se atreven a alejarse de ellas porque saben que no podrían resistir los golpes de aquel mar continuamente intranquilo.
Cuando han de trasladarse de un punto a otro, aunque sea costero, antes que afrontar el peligro de las olas prefieren desmontar sus lanchas y luego reconstruirlas y alquitranarlas de nuevo.
La lancha que avanzaba hacia la Quichua montábanla cuatro indígenas de elevadísima estatura y de fealdad absolutamente espantosa. Tenían la piel oscura, de color de cáscara de castaña, frente baja y estrecha, pómulos salientes, ojos pequeños, boca muy grande, labios carnosos, nariz larga, con las fosas nasales abiertas y cabello largo, rudo, desgreñado y lleno de aceite de foca. Aunque de estatura tan alta, tenían encorvada la espalda, poco ancho el pecho y delgadas las costillas y los miembros, que hacían el efecto de bastones cubiertos de cuero.
Aunque el viento era muy frío y la nieve mucha en la montaña, aquellos desgraciados no vestían más ropa que una miserable piel de guanaco echada en la espalda, que apenas les llegaba a la cintura y delante una pequeña piel de pingüino.
Y sin embargo, aquellos miserables que habían de temblar de frío la mayor parte del año, mostraban coquetones instintos. Tenían el cuerpo lleno de rayas negras sobre fondo blanco, colores obtenidos con una decocción de carbón o la infusión de conchas calcinadas y reducidas a polvo; y adornaban sus muñecas con brazaletes formados con dientes de pescado. Ostentaban, además, sobre el pecho collares de huesos; probablemente falanges de dedos humanos.
—¡Son horribles! —exclamó Mariquita, que les observaba con viva curiosidad—. No creía que fuesen tan feos.
—Y son los más hermosos representantes de la raza fueguina —dijo el señor López—. Si vieras los yaganes o los pecherais, que encontraremos más al Sur, te asustarías.
—¡Y qué sucios son! Deben de apestar como las bestias salvajes.
—Como las zorras —dijo tío Pardo—. Si suben a bordo nos apestarán. Y sin embargo, fíjense ustedes en lo bien pelados que están. No se ve el menor vello ni en sus rostros ni en sus cuerpos. Aquí los barberos no se ganarían la vida.
—Creo que tienen la costumbre de arrancárselo, ¿verdad, tío Pardo? —preguntó el señor López.
—Sí; y lo peor es que no pueden ver que los demás lleven barbas. Recuerdo haber oído contar que a un pobre misionero, que desembarcó en esta isla para predicar la fe de Cristo y que para su desgracia estaba bien provisto de barba, le hicieron prisionero y le pelaron vivo.
—Con la satisfacción que, es de suponer, experimentarían —dijo el señor López.
—Y fortuna fue para él que no se lo comieran.
—¿Les has visto comer carne cruda alguna vez?
—Sí, señor; una vez en el Cabo de San Diego. Había habido una batalla entre dos tribus enemigas, y los vencedores se apoderaron de los enemigos que habían muerto en el campo y los devoraron en mi presencia.
—¿Asados?
—Crudos, señor; pero no devoraron enteramente a los enemigos. Los hombres comen las piernas, las mujeres los brazos y el pecho y lo demás lo tiran. Ahí tenemos a esos caballeros. ¿Sienten ustedes la peste de zorra vieja que despiden?
La lancha había llegado cerca de la nave, deteniéndose a unos quince pasos.
Los cuatro salvajes iban armados con arpones con punta de hueso y en los bancos de la lancha se veían mazas, puñales con la punta de piel, y arcos de una longitud de sesenta o setenta centímetros, con las cuerdas formadas por tendones de animales, flechas de medio metro con puntas de obsidiana, pero lo sobrado agudas para producir heridas incluso mortales. Viendo que los balleneros no llevaban armas en la mano, depusieron sus arpones y se acercaron a la escalera que Pedro había hecho bajar.
—¿Quiere usted hacerles subir? —preguntó Mariquita.
A uno sólo —contestó el ballenero—. Estos salvajes son traidores como lo eran los maoríes de Nueva Zelanda veinte años atrás.
—¿Quiere usted preguntarles por la Rosita?
—Tal vez sabrán algo. Tío Pardo, sin que se aperciban haga usted traer a cubierta algunos trabucos.
Se acercó a lo alto de la escalera e hizo una señal a los salvajes para que acercaran la lancha.
Cuando estuvieron al lado de la nave, se dirigió al más alto de los cuatro, que era asimismo el más anciano y vestía un abrigo de piel de guanaco más ancho que los demás, cambiando con él algunas palabras.
Le habló para invitarle a subir prometiéndole que le daría víveres en abundancia. Al principio, el fueguino pareció poco dispuesto a obedecer, pero luego, después de un breve consejo con sus compañeros, se decidió a subir la escalera llevando el arpón consigo.
Apestaba como una verdadera zorra y despedía a la vez un fétido olor de pescado rancio debido a que aquellos isleños tienen la costumbre de untarse, tal vez porque creen que sienten menos los rigores del crudo viento del Sur.
Aquel hombre no era un verdadero guerrero, sino un yecamush, especie de médico y brujo a la vez, cargo poco apreciado de aquellos salvajes, que suelen maltratarles cuando no consiguen aplacar los furores de Yaccy-ma; espíritu malvado que se figuran negro y gigantón y tiene la facultad de desencadenar los vientos y las tempestades. Pedro le hizo sentar en una caja y ordenó que le llevaran un cesto con manteca de cerdo, carne salada y bizcochos pasados, mientras tío Pardo echaba otros víveres a los hombres que aguardaban en la lancha.
El brujo, que tal vez no se encontró jamás ante tanta abundancia y debió de haber sufrido prolongadas vigilias, a juzgar por la espantosa delgadez de su cuerpo, se arrojó a la cesta con la avidez de una bestia feroz, devorando afanosamente. Tenía la boca llena a punto de reventar y seguía tragando pedazos de carne y manteca como si temiera que le faltase tiempo para pasarlo todo.
Diez minutos bastaron para que todo desapareciera de la cesta, que eran unos seis o siete kilos de comestibles. Su vientre se había hinchado de tal manera que parecía iba a estallar.
—Un australiano no habría tragado más —dijo el señor López—. ¡Vaya un estómago! Y apostaría a que este diablo de hombre sería capaz de empezar de nuevo.
Pedro, en tanto, después de una corta ausencia, regresó a cubierta, llevando en la mano varios hilos de perlas azules y rojas que enseñó al brujo. Este hizo enseguida un ademán para cogerlas; pero el ballenero se hizo atrás diciéndole en lengua ona:
—Sí; esto será tuyo, si contestas a mis preguntas.
—Puede el hombre blanco interrogarme —respondió el brujo—. Te advierto, sin embargo, que no me dejaré engañar y que los onas no temen a los extranjeros. ¿Qué quieres?
—¿De dónde procede tu tribu?
—De las regiones del Sur.
—¿Desde cuándo están aquí?
—Desde antes que Yaccy-ma hiciese caer el polvo blanco en las montañas.
—Desde antes del invierno —dijo tío Pardo, que conocía la lengua e iba traduciendo a Mariquita y al señor López las respuestas del salvaje.
—¿Has oído contar si una lancha grande como ésta y con alas similares se ha perdido en las costas meridionales? —preguntó Pedro.
El brujo permaneció en silencio por un momento, mirando el barco de proa a popa y luego dijo:
—Sí; era como ésta, un poco más pequeña.
—¿Y dónde se estrelló? —preguntó Pedro frunciendo el ceño.
—Muy lejos de aquí, por la parte de donde vienen los hielos.
—¿Fue arrojada hacia la tierra por las tempestades?
—Sí, sí, por olas gigantescas.
—¡La nave de Alonso! —exclamó Mariquita en un arranque de alegría inmensa después de oír la traducción de tío Pardo—. ¡Oh, padre mío!
Pedro se volvió hacia la joven con el semblante oscuro y los dientes apretados. Un destello oscuro brillaba en sus ojos.
La miró en silencio durante unos instantes casi con ferocidad, pálido, tembloroso. Aquel grito de alegría penetró en el corazón como una cuchillada.
—¡Cállese! —le dijo brutalmente, conteniendo a duras penas un ademán amenazador—. ¿Quiere usted dar que sospechar a este salvaje? Además —añadió luego con acento irónico—, no sabemos aún si aquella nave pertenecía a su Alonso Gutiérrez.
Mariquita quedó muda y perpleja. En la repentina expresión de alegría se olvidó por un momento de que el náufrago estaba perdido para ella y que ella no podía pertenecer a nadie más que a Pedro.
—Tiene usted razón —dijo a media voz, ahogando un gemido que le subía por la garganta—. No sabemos aún si se trata del señor Gutiérrez.
Tío Pardo miró a José y luego al señor López, moviendo repetidamente la cabeza y suspirando. Había empezado a comprender que algo había debido ocurrir en casa de Pedro la tarde de la conversación que precedió a la salida de la Quichua, y que algún pacto gravísimo debió firmarse entre la joven y el ballenero. El señor López, en cambio, entretenido en mirar al salvaje, cuyo tipo le interesaba bastante, no pareció haberse dado cuenta de nada.
—¿Qué ha sido de aquella gran lancha? —preguntó Pedro algunos minutos después dirigiéndose al brujo.
—Embarrancó en medio de las escolleras de tal manera que no fue posible ponerla a flote. Pesaba tanto que ni dos tribus habrían sido capaces de sacarla de aquellas rocas.
—¿Cuántos hombres llevaba?
El salvaje se miró los dedos, después los pies, después miró los marineros que le rodeaban, luego movió la cabeza, como si no fuera capaz de sacar la cuenta, harto difícil, en verdad, para su cerebro.
—No sé, muchos.
—¿Os los comisteis?
—¿Por qué quieres que nos comamos a los hombres blancos? —respondió, mostrándose casi ofendido por la pregunta.
—¿Es que no devoráis ya a los náufragos? —preguntó Pedro irónicamente.
—Son demasiado amargos y demasiado salados —contestó cándidamente el brujo—. Preferimos la carne de los nuestros, porque es más parecida a la de los pescados.
—Ya, porque está impregnada de aceite de foca y apesta más —dijo riendo tío Pardo.
—¿Luego, viven?... —dijo Pedro.
El salvaje miró con cierto aire de incomodidad al ballenero y luego contestó.
—No sé...
—¿No les has visto más?
—Yo no; pero hay en nuestra tribu un hombre que te podría decir, porque asistió al naufragio de aquella gran lancha.
—¡Cómo! —exclamó Pedro asombrado—. ¿No la viste tú embarrancar en la playa?
—Yo, no.
—Pues entonces, si no la viste, ¿cómo sabes que aquella lancha era más pequeña que ésta mía? Tú tratas de engañarme...
—Me figuro que debe ser más pequeña que la tuya.
—Luego, ¿tú no estabas presente?
—Yo cazaba leones marinos en la otra costa, en la boca de un río.
—¿De modo que no viste a aquellos hombres?
—No les vi nunca.
—¿Ni viste tampoco la lancha después que hubo embarrancado?
—No, no —contestó el salvaje con cierta vivacidad.
Pedro miró a tío Pardo.
—¿Qué te parecen estas contradictorias contestaciones? —dijo—. ¿Es que este hombre no asistió al naufragio de la nave, que bien pudiera ser la Rosita, o es que trata de engañarme para conseguir las perlas? Antes dijo que había visto la ballenera y afirmó que llevaba a bordo muchos tripulantes. Luego dice que no vio cuando embarrancaba.
—¡Sí! Váyase usted fiando de esta canalla, señor Pedro —contestó el viejo—. Sin embargo, creo que en esta historia puede haber algo de verdad. Déjeme hacer a mí.
—Yecamush —dijo, refiriéndose al salvaje—. ¿Es que tienes la lengua doble como el feo Yaccy-ma que desencadena las tempestades? Tú no hablas claro, amigo mío, como el bueno de Yerri Yuppon. (N. del A.: "Espíritu benigno de los fueguinos") Viste tú aquella nave, ¿sí o no? Si no te explicas mejor, en vez de darte las perlas, descargaremos en tu vientre una de aquellas armas que truenan, y echaremos tu lancha a pique.
—No la vi —contestó el brujo sin dar a comprender que semejante amenaza le arredrase.
—¿Quién te contó semejante historia?
—Un cazador de guanacos.
—¿Dónde está?
—En mi tribu.
—¿Asistió él al naufragio de la gran lancha?
—Sí.
—Luego sabrá qué sucedió a los hombres que la tripulaban.
—Seguramente.
—¿Puedes traerle aquí?
—Teme a los hombres blancos y no querrá.
—¿Por qué nos teme?
—No sé.
—¿Es que tal vez ha comido un pedazo de aquellos náufragos?
—Taká no come más carne que la de los guanacos y pescados.
—¿Dónde podríamos verle?
—Esta mañana estaba pescando allá abajo, en la extremidad de la bahía con sus perros y estará seguramente aún.
—¿Quieres llevarnos allí? Si habla le regalaremos una cadena de perlas y un cuchillo y tú recibirás otros regalos.
—No tengo ningún inconveniente en acompañaros, pero no llevéis con vosotros aquellas armas que despiden el fuego; de lo contrario huirá.
—Aquel hombre debe de tener la conciencia muy negra —dijo tío Pardo a Pedro—. Pero nosotros no seremos tan tontos que desembarquemos desarmados entre esos traidores. ¿Qué pensáis hacer?
—Ir en su busca —contestó el ballenero—. Tengo el convencimiento de que aquel cazador debe de saber muchas cosas acerca del naufragio de aquella nave.
—¿Cree usted que se trata en verdad de la Rosita? —preguntó el señor López.
—Lo supongo.
—¿Es que este salvaje no nos engañará para tendernos un lazo? Tiene demasiado interés en que desembarquemos sin armas.
—Dejaremos aquí nuestros fusiles y trabucos, pero llevaremos las pistolas, que son armas que estos salvajes no conocen y nos servirán del mismo modo —contestó el ballenero—. Tengo algunas en mi camarote.
—¿Está usted decidido a desembarcar?
—Sí, señor López.
—También yo —dijo Mariquita—. No me niegue este favor, Pedro.
—Se expone usted a correr un peligro serio —respondió el ballenero—; no hay que fiarse de esos hombres que son traidores y malos.
—Con usted no tendré miedo, Pedro.
El ballenero la miró sonriendo, alegre tal vez de que aquella joven apreciara su fuerza y su valor y se sintiera a su lado completamente segura.
—Si le gusta, pues, puede usted seguirnos, Mariquita —dijo—. Creo que no intentarán nada contra nosotros teniendo tan próxima la nave.
Luego dirigiéndose a sus hombres, dijo:
—Echad al agua el bote grande con seis marineros. ¿Viene usted también, tío Pardo?
—Estoy a sus órdenes.
—Durante nuestra ausencia entrego a usted el mando de la nave, señor López. En caso de peligro, sabe usted mejor que otro lo que importa hacer, puesto que pasó buena parte de su existencia batallando contra los pampas y los patagones.
—Cuente usted conmigo, Pedro —contestó el viejo explorador—. Vele usted por Mariquita.
—No tema usted, señor, como yo no temo a los fueguinos.
Dos minutos después estaba en el mar el bote grande del lado de estribor y en él tomaban asiento Pedro, Mariquita, tío Pardo y cinco hombres escogidos entre los más robustos y los más hábiles.
Antes de desembarcar, habían escondido cada uno un par de pistolas y un cuchillo de caza en sus fajas de lana. Otro tanto hizo Mariquita, que había sido bien adiestrada en el manejo de las armas por el viejo explorador.
El brujo, después de un momento de vacilación, consintió en subir con ellos en el bote, indicando a sus compañeros que les precedieran hacia el sitio donde estaba el cazador de guanacos.
El salvaje no las tenía todas consigo al encontrarse entre los hombres blancos y les miraba con cierta desconfianza y hasta temor, aunque tenía la seguridad de que iban desarmados.
De cuando en cuando se levantaba para ver si sus compañeros estaban siempre a poca distancia y murmuraba palabras incomprensibles.
—Debe tener un miedo bárbaro —dijo tío Pardo a Mariquita—. Creerá que le hacemos prisionero y que nos vengamos con él de las bribonadas que habrá cometido, que no deben de ser pocas. ¡Quién sabe los náufragos que este feo antropófago habrá devorado!
—¿Habrán sacrificado a los marineros de la Rosita? —preguntó temblando la joven—. ¿Habrán matado también a Alonso? ¡Dios mío!
—Al señor Gutiérrez tal vez no, señora —contestó el viejo—. Cuantas veces han copado estos salvajes una expedición de hombres blancos han salvado siempre a uno, al jefe.
—¿Y por qué?
—No se lo sabría decir; pero ello es exacto. Es un hecho que muchos han observado.
—¿De modo que tú crees...? —preguntó Mariquita con ansiedad.
—Que aunque la tripulación de la Rosita hubiera sido sacrificada, al señor Alonso, en su calidad de capitán, le habrían respetado. Además: si este brujo no ha mentido, dentro de poco sabremos algo acerca de la suerte de aquellos desgraciados, siempre que no se trate de otro buque, que también pudiera ser.
El bote, precedido siempre de la pequeña canoa de los fueguinos, llegó en menos de veinte minutos al extremo de la bahía de San Sebastián, deteniéndose delante de una costa que en aquel sitio descendía dulcemente hacia el mar, permitiendo el desembarque.
Estaba toda cubierta de musgo impregnado de agua, de mejillones y de montones de conchas dispuestas con cierta simetría, porque aquellos isleños tienen la costumbre de no arrojarlas nunca al mar después de haberlas vaciado, temerosos de que los moluscos vivientes aún en el agua pudieran darse cuenta de la suerte que les estaba reservada y huyeran de las costas.
Más arriba, en la pendiente, había abundantes arbustos de berberis, grupos de helechos de tronco bastante grueso, y bosquecillos de hayas y drimys, en medio de los cuales se veían volar gritando a más y mejor a loros magallánicos y troglodytes, que tienen un gorgeo curiosísimo y bastante agradable.
En cambio, no se distinguía cabaña alguna, ni columna alguna de humo que indicase la proximidad de un campamento.
—¿Y dónde está la tribu? —preguntó Pedro desembarcando.
—Acampada en los bosques —contestó el brujo—. Vio tu gran embarcación entrar en la bahía y se alejó de la costa.
—¿Qué temía?
—No sé —contestó el salvaje alzando los hombros.
—¿Y por qué tú, en vez de huir como los demás, fuiste a nuestro encuentro?
—Yo soy un yecamush y no he de tener miedo a nada. Yo poseo maleficios hasta contra los hombres blancos y puedo, a mi placer, desencadenar los huracanes como Yaccy-ma.
—¿Y dónde está este cazador?
—Le encontraremos enseguida; pescaba detrás de aquellos escollos.
El brujo se dirigió hacia un promontorio de altas rocas, que parecía formar un pequeño seno, defendido por un considerable número de pequeños escollos diseminados delante de la playa. A juzgar por las voces humanas y los ladridos que de cuando en cuando se oían, debía de haber por aquellos sitios hombres ocupados en pescar.
Pedro, después de haber dejado dos marineros de guardia en el bote, siguió al yecamush con Mariquita y los demás.
Pasadas las rocas, vieron efectivamente siete u ocho salvajes sumergidos en el agua hasta la cintura, y armados con sendos bastones con los cuales hurgaban el fondo del pequeño seno.
Iban acompañados por una docena de perros parecidos a las zorras, de estatura corta, hocico puntiagudo, orejas derechas, pelo rojo oscuro, bastante espeso, y todos ellos horriblemente delgados.
Son los perros más desgraciados de la raza, hambrientos siempre, siempre maltratados y destinados, tarde o temprano, a concluir en el vientre de sus amos, única manera que tienen éstos de recompensar los servicios que les prestan. Dotados de un instinto maravilloso, ayudan a los salvajes tanto en la caza como en la pesca, y más en ésta que en aquélla por ser el pescado abundantísimo en todas las bahías y senos de la Tierra del Fuego. Los perros se echan al agua y merced a una serie de habilísimas maniobras empujan a los peces hacia la playa, donde sus amos, que desconocen el uso de las redes, les matan a bastonazos, a flechazos o a lanzadas.
Es ocioso consignar que en semejantes pescas los perros salen poco gananciosos, pues sus dueños no piensan en dejar a aquellos pobres animales ni siquiera las aletas o las entrañas. Afortunadamente saben pescar por su cuenta propia, sin la ayuda del hombre, pues tienen el instinto de las nutrias y de las focas y vagan por aquellas playas devorando las estrellas de mar que las olas arrojan a ellas, o los erizos, que en aquellas regiones son de una gordura monstruosa, dos e incluso tres veces más que las naranjas y llenos como melones. Cuando no tienen otra cosa, los pobres animales se nutren de hierba amarga que se crece en abundancia en los escollos.
Los pescadores habían conseguido ya abundante pesca. Erizos, dorados, bacalaos australes, fistularia de piel marrón rojizo y alciopa de grandes ojos yacían en la playa muertos a flechazos o a lanzadas. Al ver comparecer aquel conjunto de hombres blancos, los salvajes se dirigieron con rapidez a la ribera armados con sus lanzas de punta de hueso y se pusieron a la defensiva. A una señal del brujo bajaron las armas sin abandonarlas. Todos ellos eran de elevada estatura e iban completamente desnudos, a pesar del viento glacial que soplaba a la sazón. Llevaban el rostro y parte del pecho teñidos de blanco y negro con rayas y manchas de distintas formas. El cabello lo tenían teñido de rojo y recogido en torno de una mandíbula de delfín de que se servían para peinarse.
—¿Está entre ellos el cazador de guanacos? —preguntó Pedro al brujo.
—No —contestó éste—, habrá vuelto a su cabaña.
—Y no obstante, ¿tú me has dicho que hace poco estaba aquí? —dijo Pedro muy contrariado.
El brujo se unió a los pescadores y cambió con ellos algunas frases que ni el ballenero ni tío Pardo pudieron comprender.
Los salvajes recogieron sus pescados en una piel de guanaco, llamaron a los perros y se alejaron con cierta precipitación dirigiéndose a los bosques.
—¿Por qué se van? —preguntó Pedro al brujo que se había unido nuevamente a ellos.
—He dicho que fueran a dar aviso de su llegada a Taká y que les aguardara.
—¿Iremos a su encuentro?
—Sí.
—¿Dónde está su cabaña?
—En medio del bosque.
Pedro miró a tío Pardo.
—¿Podemos fiarnos de este hombre? —le preguntó.
—Le tendremos en rehenes hasta el final —respondió el viejo—. Verdad es que esos brujos no gozan de gran consideración entre sus compatriotas; pero, así y todo, les temen y no lo dejarán en poder nuestro. Al primer indicio de traición, le mandaremos a hacer compañía a Yaccy-ma.
—¡No nos vayan a tender un lazo en medio de los bosques!... No hay que fiarse mucho de estos isleños.
—Estamos armados, capitán, y sabremos defendernos. Además, hay que recordar que el cazador en cuestión podrá darnos importantes noticias acerca del naufragio de la Rosita, ahorrándonos largas y enojosas pesquisas.
—Vamos —dijo Pedro al brujo, que esperaba sus órdenes—. Te advierto que no te dejaremos en libertad hasta que estemos de regreso en la playa, y que tu vida responderá de la lealtad de tus compatriotas.
—Yo soy amigo de los blancos —se limitó a decir el salvaje.
La comitiva se dispuso a subir la costa, que tenía una pendiente bastante suave, hasta llegar a la base de una cadena de montañas nevadas y escabrosas, y llena de profundos precipicios.
Pedro andaba al lado del brujo, luego seguían Mariquita y tío Pardo, y finalmente los tres marineros, quedando el resto al cuidado del bote. A los helechos y a los pequeños y torcidos árboles llamados corteza de Winter, empezaban a suceder gruesas hayas antárticas, cada vez más espesas y numerosas, mezcladas con laureles y fucsias y envueltas en una verdadera red de plantas parásitas. Los mimbres formaban acá y allá impenetrables bosquecillos.
Todas aquellas plantas estaban cargadas de búhos que no se tomaban la molestia de huir al acercarse los hombres. Contentábanse con mirarles con insistencia con sus ojazos amarillos. Abundan tanto en la Tierra del Fuego y en las islas que la rodean, que en pocos centenares de metros cuadrados de tierra se cuentan por millares.
Es realmente extraño que aquella tierra, tan fría y tan horrible, venga a ser el paraíso de los pájaros, pues los hay de todas clases en prodigiosa cantidad.
El salvaje no prestaba atención, al parecer, a aquellas aves. Recogía en cambio precipitadamente, cuando los encontraba, ciertas clases de hongos que crecían en el tronco de las hayas; de forma redonda como una bala, de color amarillento, agujereados a modo de colmena y hasta esponjosos; criptógama muy solicitada por aquellos habitantes, que la prefieren al aceite rancio de las focas o a la grasa nauseabunda de las ballenas que tanto les gusta. Pedro no le perdía de vista un momento y le vigilaba sospechosamente aunque aquel bosque pareciera desierto. Tío Pardo abría asimismo los ojos y se mantenía al lado de Mariquita, evitando que se alejase. Ni uno ni otro estaban tranquilos porque sabían con quien habían de habérselas: con ladrones, traidores y antropófagos y no olvidaban la marcha precipitada de los pescadores.
Habían recorrido casi una milla internándose en el bosque que cada vez se hacía más espeso, cuando el brujo se detuvo y dijo a Pedro.
—El cazador de guanacos está cerca.
—¿Le has visto? —preguntó el ballenero.
—Ahí tienes su casa.
—¿Tiene ya conocimiento de nuestra llegada?
—Estoy cierto de que nos aguarda.
Del centro de un espeso grupo de plantas cuajadas de humedad, se veía salir humo. Esto indicaba la proximidad de alguna cabaña, si no de un campamento. El brujo, valiéndose de un hacha de piedra, se abrió paso entre aquellos vegetales y llegó a un claro donde se levantaba una rústica vivienda.
Los isleños de la Tierra del Fuego, sea cual fuere la tribu a que pertenezcan, no se han cuidado nunca de construir verdaderas cabañas que les guarezcan de las nieves, de las lluvias y de los crudísimos vientos que soplan de continuo en su isla.
Sus viviendas se componen de virutas de madera y ramas enlazadas de cualquier manera y en forma de pan de azúcar, con una abertura a lo sumo de un octavo de la circunferencia de toda la morada, que sirve de puerta y de salida al humo, pues allí se desconocen las chimeneas.
El aire, como es de suponer, circula con entera libertad, y el viento y el frío penetran allí cómodamente. El techo está por otra parte tan mal construido que la lluvia se filtra por todos lados en el interior de la habitación.
El mobiliario es un elemento totalmente desconocido para ellos. Todo él se reduce a un poco de gramináceas que sirven de cama, alguna cesta para conservar un fruto parecido al madroño que se recoge en terrenos turbosos, y algún saco de piel de foca para guardar el pescado seco.
En un sitio elevado tienen una vejiga llena de agua, análoga a una bota de cuero, provista de su correspondiente abertura, a la que acercan los labios los individuos de la familia para saciar su sed.
La cabaña del cazador de guanacos contenía también pieles de distintos animales puestas a secar y armas de varias clases, como arcos, flechas, lanzas con punta de hueso y cuchillos hechos con conchas cortantes.
El propietario, avisado tal vez por los pescadores, estaba ya allí y se calentaba en torno a algunas ramas de berberis, mascando un pedazo de pescado seco que no se había tomado la molestia de cocer.
Parecía pertenecer a otra raza, pues no tenía ni la estatura ni las facciones de los onas, que son considerados como los más hermosos habitantes de la Tierra del Fuego.
Tenía apenas cinco pies de altura y delgadísimos miembros, como de tísico; frente bajísima en ángulo obtuso, cabello largo, áspero y negro, que caía junto a las cejas, ojos pequeños y vivos, animados por un rayo siniestro, nariz chata, rostro ancho con varios pelos rígidos y gruesos como cerdas, cuello corto, hombros caídos y miembros desproporcionados. Su aspecto, sobre ser asqueroso, tenía una expresión tal de ferocidad que infundía realmente miedo; expresión ya observada en casi todos los salvajes de las costas meridionales y occidentales de la Tierra del Fuego.
Al ver entrar a la comitiva sus ojos se fijaron en seguida en Mariquita, mirándola con particular atención. ¿Admiraba las bellísimas líneas de la joven araucana o a fuer de antropófago glotón y refinado pensaba tal vez en la delicadeza de sus carnes?
El brujo invitó a los balleneros a sentarse al amor de la lumbre y luego dijo al cazador algunas palabras en una lengua que ni Pedro ni tío Pardo comprendían.
El salvaje le oyó en silencio limitándose a mover la cabeza y tío Pardo, que lo observaba, advirtió no sin cierta inquietud la expresión feroz y bestial que tomara su semblante.
—¡Cuidado! Hay que estar prevenidos —dijo a los tres marineros—. Póngase uno de vosotros fuera de la cabaña y vigile los alrededores. No veo claro en este negocio.
Pedro dirigió en seguida la palabra al cazador, quien, al parecer, aguardaba que se le preguntara.
—¿Tú asististe al naufragio de una nave? —le preguntó.
—Sí —contestó el cazador en la lengua de los onas.
—¿Sabrías describirme cómo era aquella gran embarcación?
—Tenía dos palos y estaba pintada de negro con dos grandes líneas blancas.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—La vi como te veo a ti en este momento.
—Es la Rosita —exclamó Pedro dirigiéndose a Mariquita con vivacidad—. El yecamush no nos engañó.
—¡La Rosita! —gritó la joven comprimiendo el pecho con las manos, como si hubiese querido detener los impetuosos latidos de su corazón—. ¡La Rosita!
Al verla palidecer como si estuviera a punto de desmayarse, Pedro arrugó la frente.
—¿Qué le pasa a usted? —preguntó casi con brutalidad.
—Perdone, Pedro —balbuceó la pobre araucana.
—No dé usted señal alguna de debilidad delante de estos salvajes; de lo contrario, exponemos la vida de todos.
—Siga, Pedro..., pregúntele... pregúntele... Mientras no nos engañe...
—No sé de otro buque que tenga dos rayas blancas —dijo el ballenero—. Pero sabremos en seguida si se trata verdaderamente de aquélla o de otra ballenera de las Malvinas.
Se dirigió al cazador, que seguía contemplando a Mariquita con una expresión extraña; pero éste se le anticipó y le preguntó en mal español:
—¿Es tu mujer ésta?
Pedro le miró con estupor.
—¿Quién te ha enseñado nuestro idioma? —preguntó.
—Un hombre que pertenecía a aquella nave —contestó el salvaje—. El único que ha salvado la vida.
—¿Cómo era aquel hombre?
—Más pequeño y más delgado que tú, de piel morena, barba y ojos negros y una cicatriz en la frente.
Dos gritos escaparon a tío Pardo y al ballenero.
—¡Alonso!
—¡Vive aún! —gritó Mariquita.
—¡Silencio! —gritó Pedro—. Deje que siga preguntándole. ¿Cuándo se perdió la nave?
—Cuando empezaban a caer las primeras nieves —contestó el salvaje.
—¿Dónde fue a estrellarse?
—En una escollera, después de un violentísimo huracán que duró tres días. Parecía que aquella gran lancha no gobernaba ya.
—¿Cuántos hombres llevaba?
—No sé.
—¿Se salvaron todos?
—No, uno solo; el hombre de la barba negra que fue adoptado por la tribu.
—¿Y los demás?
El salvaje miró a Pedro con cierto embarazo y sin contestar.
—¿Se les mató? —preguntó el ballenero en tono amenazador.
—No sé nada, porque al día siguiente me fui a la caza de los guanacos.
—¿No les viste más?
—Tan sólo he visto al hombre de la barba.
—Estoy seguro de que estos canallas se los habrían comido —dijo tío Pardo—. ¡Raza de bandidos! ¡Les vengaremos a su debido tiempo!
—Di —prosiguió Pedro—; ¿tú me aseguras que el hombre de la barba vive aún?
—Cuando nuestras tribus adoptan a un náufrago, lo respetan. Si lo mataran, Yaccy-ma se vengaría de un modo cruel. El hombre debe de vivir aún y lo encontrarás —repuso el salvaje.
—¿Y si este cazador miente? —preguntó Mariquita, que procuraba dominar las lágrimas—. ¿Si nos engañara?
—¿Nos acompañarás tú? —preguntó Pedro dirigiéndose al salvaje—. Si nos llevas al sitio donde se estrelló la nave, te daré cuantas cosas quieras.
—¿Incluso armas que truenan? —preguntó el cazador.
—Sí, incluso armas.
—¿Y después no me comeréis?
—Los hombres blancos no se comen a nadie.
—¡Ah! Sí, es verdad.
—¿Quieres?
El salvaje titubeó un momento, pero luego, y como si hubiese tomado una rápida solución, dijo bruscamente:
—Sí; te acompañaré allí donde se estrelló la nave y te enseñaré incluso los restos.
Se levantó de un salto y pareció como que escuchaba. En aquel momento tío Pardo exclamó:
—¡El yecamush ha desaparecido!
Era verdad. El brujo había observado que nadie le prestaba atención y quedo, muy quedo, echándose por una de tantas hendiduras de la cabaña desapareció sin que nadie se diera cuenta de ello.
Pedro se colocó delante de Mariquita, armando precipitadamente las pistolas, intuyendo una traición.
—Si quieren ustedes que nos salvemos, hay que escapar en seguida —dijo Pardo—. Los onas deben de haberse puesto de acuerdo para tendernos un lazo.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Pedro.
—Me he apercibido de ello.
El cazador de guanacos descolgó en tanto una hacha de piedra y una lanza del techo de la cabaña. Salió rápidamente seguido de Pedro, Mariquita y los otros.
Todos tenían armadas las pistolas y los cuchillos en la faja para servirse de unas y otros al primer momento.
—No tema usted, Mariquita —dijo Pedro—. Antes que lleguen a usted, habrán de pasar por encima de mi cuerpo. ¡Miserables! Esta traición había de esperarla.
—No tengo miedo, Pedro —contestó la joven estrechando con segura mano la culata de las pistolas.
—Sí, lo sé. Es usted hija de una raza que no tembló jamás. Manténgase junto a nosotros y no dispare más que a golpe seguro. Afortunadamente los fueguinos temen las armas de fuego.
Fuera de la cabaña no se veía indígena alguno ni se oía el menor rumor. Una niebla espesa, empujada por los vientos que soplan en las montañas, cayó repentinamente allí, cubriendo todo el bosque; fenómeno muy común, que en aquellas húmedas tierras suele ocurrir distintas veces en un mismo día.
Habrían andado apenas unos cincuenta pasos precedidos del salvaje, que había avanzado con mucha precaución mirando atentamente debajo de las plantas, cuando se oyeron a lo lejos cuatro detonaciones una tras otra, que repercutieron claramente bajo las bóvedas de las hayas antárticas.
—¡Señor Pedro! —exclamó tío Pardo palideciendo—. ¡Atacan a los marineros del bote!
—¡Ah, canallas! —gritó el ballenero—. Asesinan a mi gente. ¡Corramos!
Estaban a punto de emprender la carrera, cuando vieron diversos grupos de hombres que corrían a través de los troncos de los árboles y de los arbustos agitando furiosamente mazas de piedra y lanzas.
Clamores ensordecedores y feroces que parecían aullidos de fiera furiosas rompieron bruscamente el profundo silencio que reinara en el bosque.
¿Cuántos eran los asaltantes? Muchos seguramente, porque salían de todos lados lanzando flechas y dardos. Pedro disparó sus pistolas contra los primeros, haciendo caer a dos de ellos en seguida; luego estrechó a Mariquita entre sus fuertes brazos, y la cogió en volandas y corrió con ella desenfrenadamente a través del bosque, gritando:
—¡A la costa! ¡A la costa!
En aquel instante una nueva pandilla de salvajes se interpuso entre él y sus hombres, separándoles.
De momento se le ocurrió la idea de retroceder y acudir en auxilio de sus marineros; pero al oír algunos pistoletazos al otro lado de la pendiente, no se detuvo, tanto más cuanto que oía detrás de sí los gritos de los salvajes que iban siguiendo sus huellas.
—Agárrese usted bien a mi cuello, Mariquita —gritó—. Les haremos correr de lo lindo.
—¿Y tío Pardo? —preguntó la joven.
—Oigo los gritos de los nuestros que se alejan y observo que sus disparos se van debilitando. Bajan hacia la playa de la pendiente opuesta. Les encontraremos en el bote.
—¿Nos persiguen?
—Sí. Veo sombras que se agitan entre la niebla. ¿Tiene usted cargadas todavía las pistolas?
—No las he disparado aún.
—Si les ve usted y cree que pueden alcanzarnos, dispare. Yo cuidaré de correr. Agárrese bien y no tema. Tengo buenas piernas.
El ballenero decía la verdad. Acostumbrado a largas carreras a través de la pampa huyendo de las persecuciones de los tehuelches, corría con la rapidez de un guanaco, tratando de no caer, cosa dificilísima en aquel terreno accidentado, obstruido por ramas y formado con árboles caídos y putrefactos y de musgo en descomposición.
Con mucho tiento había de andar para mantenerse en pie en aquel suelo falso y evitar la multitud de obstáculos que encontraba a su paso. Más de una vez tambaleaba y caía bruscamente encima de falsos troncos abatidos de puro viejos y que aunque en estado terroso conservaban sus formas bajo la falsa investidura de musgos y líquenes.
Mas no sólo era fuerte como un toro, sino que poseía el ballenero una ligereza extraordinaria que le permitía saltar por encima de aquellos troncos que su viva mirada descubría en seguida y atravesar los arbustos que crecían exuberantes, succionando un alimento superabundante.
Los aullidos de los salvajes seguían oyéndose y más de una flecha pasaba silbándole al oído, lo que hacía que acelerara el paso más y más. Sus perseguidores, a pesar de la niebla, no le habían perdido de vista y lo perseguían con un encarnizamiento sin igual, deseosos seguramente de saborear la tierna carne de la linda joven que tenía entre los brazos más que la suya.
Pedro no les dejaba acercarse demasiado. Con impulsos furiosos lograba mantenerlos siempre a distancia.
Su vigor, que debía de ser prodigioso, no decaía; parecía que Mariquita le pesaba menos que un niño y que el contacto con la joven, al contrario, debía de encenderle la sangre e infundirle una fuerza hercúlea.
—Sí... corred... alcanzadme si podéis —decía—. No me la robaréis, no; canallas...
Y estrechaba más y más a Mariquita contra su pecho, con una especie de frenesí, corriendo desesperadamente y aspirando ruidosamente el aire helado. Cuando el cabello de la joven araucana, que en aquella loca carrera se le había soltado, le acariciaba el rostro y le rodeaba el cuello, alzaba los ojos y la contemplaba sonriendo, dichoso de poder estrechar contra su corazón a aquella mujer a quien tanto amara, olvidando hasta a los salvajes que les perseguían para cebarse, bestias feroces, de la carne de ambos.
¿A dónde iba? Ni lo sabía ni le preocupaba. No pensaba siquiera en el bote; es más, no habría querido encontrarlo para no alterar aquella carrera que le hacía latir el corazón y que le hacía vibrar hasta el fondo del alma.
Mariquita, apoyada en el ancho pecho del ballenero, ciñendo el cuello de éste con sus manos, le miraba con admiración y se preguntaba hasta dónde llegaría la varonil resistencia y a dónde la conducía.
Habían atravesado el bosque y Pedro descendía a tontas y a locas una pendiente cubierta de musgo cargado de humedad y que se desarmaba bajo sus pies. La niebla era tan espesa en aquel sitio que difícilmente se distinguía la costa, aunque a lo lejos se oía el rumor de las olas al quebrarse contra las escolleras.
Habían cesado los aullidos de los salvajes. ¿Es que se habían cansado o, desesperando de alcanzar a aquel hombre escurridizo, que parecía poseer corvejones de guanaco, se habían dirigido en busca de los marineros? ¿Se habrían perdido entre la niebla del bosque?
—Pedro —dijo Mariquita, aflojando las manos—. No oigo nada ya. Descanse un momento; me parece que no corremos peligro alguno.
—¿No les ve usted?
—No, Pedro.
Se detuvo y la soltó para enjugarse el sudor que le bañaba el rostro y aspirar con libertad el aire de mar, saturado de sales.
—Han perdido nuestras huellas —dijo—. ¿Y dónde estamos nosotros? Hemos debido de recorrer muchos kilómetros y quién sabe dónde estará el bote.
—Oigo el romper de las olas delante de nosotros —dijo Mariquita.
—Sí, la costa está allá.
—¿Quiere usted descansar, Pedro?
—No hay necesidad; ganemos la costa que es lo que interesa.
—Pedro... gracias... me ha salvado usted —murmuró Mariquita—. Sin usted, a estas horas probablemente me habrían matado.
—He defendido a la que un día será mi mujer —contestó sencillamente el ballenero.
Mariquita inclinó la cabeza sin contestar y sintió un extraño estremecimiento.
Caminando uno al lado del otro se dirigieron al sitio donde partían los rumores de las olas al romper en la bahía.
Parecían preocupados y no decían palabra. El ballenero pensaba de fijo en sus hombres, temiendo que no hubieran podido escapar de la emboscada con tanta astucia urdida por el brujo, y en los que dejara para cuidar el bote, que fueran muertos, tal vez, antes de poder alejarse de la orilla.
Mariquita pensaba probablemente en las últimas palabras de Pedro; palabras que debieron de herirla en el alma al recordarle el juramento que le hizo y al pensar que Alonso no sólo se había salvado del naufragio, sino que había sido adoptado por la tribu que lo recogiera.
Ni Pedro ni Mariquita reconocían aquella playa que descendía suavemente.
¿A dónde les había conducido aquella prolongada carrera a través de los bosques sin dirección alguna? ¿Se encontraban a corta distancia del bote y de la nave ballenera, o se habían alejado considerablemente? Era imposible adivinarlo, especialmente porque con la niebla que se había extendido por toda la bahía no era dable distinguir la Quichua.
—El mar —dijo por fin Pedro, deteniéndose—. ¿Dónde estará mi ballenera? ¿Ve usted algo, Mariquita?
—No —contestó la joven casi distraídamente—. ¿Qué va usted a hacer?
—Tendremos que esperar que la niebla se levante.
—¿Y tío Pardo?
—Supongo que habrá logrado ponerse a salvo o sabido resistir el ataque de los fueguinos. Todos tenían abundancia de municiones y estos salvajes no resisten mucho tiempo las armas de fuego, que les inspiran un terror supersticioso.
—¿Y dónde estará el bote?
—No tengo una idea precisa.
—Tengo frío, Pedro. Si buscáramos un refugio...
El ballenero, en vez de contestar, se inclinó hacia el bosque, escuchando atentamente.
—Déme usted sus pistolas y cargue las mías —le dijo—. Nos persiguen aún.
—No he oído nada.
—Con todo yo no me equivoco, Mariquita —contestó el ballenero—. Los salvajes no nos han abandonado.
—¿Y a dónde huiremos ahora? ¿Serán muchos?
—¡Maldición! —exclamó Pedro—. ¡Si tuviese siquiera una carabina en mi poder!
Dos filas de sombras que bajaban a derecha e izquierda, amenazando coparle, le obligaron a callar. Eran dos bandas de salvajes que se dirigían a la playa con ánimo de obligarle a rendirse o de llevarlo hacia el mar. Rendirse equivalía a una muerte cierta. Sabía Pedro que se las había con antropófagos, que tanto gustan de la carne humana, y que él y Mariquita sufrirían la misma suerte. Resistir era imposible, encontrándose ante un enemigo tan numeroso y, al parecer, resuelto. No quedaba más que un medio para salir del apuro, echarse al agua y buscar una escollera para aguardar en ella algún auxilio que el bote o la ballenera pudieran prestarle. Si Pedro no era hombre que vacilara cuando se trataba de salvar su vida o la de sus hombres, no hay que decir qué peligros no afrontaría para librar a Mariquita de las garras de aquellos abominables devoradores de carne humana. Rápidamente tomó una decisión.
—Mariquita —dijo con voz alterada—; ¿teme usted el agua?
—No, Pedro. ¿Qué pretende usted hacer?
—Sígame al mar. Cójase usted de mi cuello y no me suelte usted suceda lo que suceda. Soy fuerte y resistiré hasta alcanzar una escollera o hasta llegar a la Quichua.
La condujo aceleradamente hacia la costa y empuñó las pistolas. Los salvajes les habían visto ya y bajaban la pendiente gritando ferozmente.
Un salvaje había alzado ya la lanza para atacarle, pero el ballenero le descargó las dos pistolas en mitad del pecho, dejándolo patas arriba, le partió la cara a otro de un culatazo y agarrando a Mariquita se precipitó al mar, escapando milagrosamente a una lluvia de dardos y de piedras.
El agua era en aquel sitio tan profunda que transcurrieron algunos segundos antes de salir a la superficie.
Al reaparecer, llevando siempre consigo a Mariquita estaba ya a una distancia de veinte metros de la costa, y la niebla lo cubría poniéndole a salvo de los golpes de los enemigos, que ya no podían divisarle.
—Agárrese usted bien de mi espalda, Mariquita —dijo.
—¡Pedro! —repuso la joven, que temblaba convulsivamente y le castañeaban los dientes—. ¡Se va usted a ahogar!
—¡Yo! —contestó el ballenero sonriendo con soberbia—. No me conoce usted todavía.
¡Qué hombre era ese Pedro! La larga y pesadísima carrera, lejos de fatigarle, le había dado mayores bríos. Nadaba mejor que un delfín y con un vigor sobrehumano, insensible a las crueles punzadas del agua helada, que no hacía mella en sus miembros de acero, y atravesaba las olas impetuosamente o las vencía remontándolas. Parecía un dios marino, un tritón o algo parecido.
No tenía más que una preocupación: la de evitar que las crestas de las olas encrespadas por el viento, batieran con demasiada rudeza el rostro de Mariquita. Con poderosos golpes de talón y con brazadas potentes, alta siempre la cabeza, seguía intrépido la marcha. Sentía, empero, que los brazos de Mariquita temblaban y aquel temblor, como durante la carrera furiosa, le infundía mayor fuerza.
—Pedro —dijo de pronto la joven araucana, rendida del frío—. ¿A dónde me lleva usted? Mi corazón se hiela.
—La salvo —contestó el ballenero.
—¿A dónde vamos?
——No sé... ¿y qué importa? Quisiera llevarla conmigo para siempre.
—No veo nada.
—Algún escollo encontraremos.
—Todo es niebla en torno nuestro... ¿Y si se cansa usted?
—¡Yo! ¡El ballenero Pedro! Contigo... Mariquita, me sentiría capaz de nadar hasta el Estrecho de Magallanes.
Era la primera vez que Pedro la tuteaba. Aquella palabra confidencial produjo en la araucana tan extraño efecto que ahogó en sus labios toda respuesta.
—Allá... mire usted —dijo Pedro unos instantes después—. Veo un banco de hielo que va a la deriva... Lo alcanzaremos... Luego... Dios dirá.
No se atrevió a volverla a tutear. Nadaba, sin embargo, con verdadero furor fijándose en aquella mole de hielo que las olas sacudían y que alguna corriente empujaba con cierta rapidez a través de la bahía. Comprendió que allí estaba su salvación, pues a pesar de su fuerza y su resistencia física empezaba a sentir cierta debilidad. El agua fría iba congelando poco a poco los extremos de sus miembros. Con un esfuerzo supremo lo alcanzó y se agarró a él con una mano.
—Suba usted, Mariquita —dijo volviéndose hacia ella.
Mientras la joven estaba para subir al banco, Pedro se inclinó hacia ella y con un movimiento rápido le besó la frente.
Ante aquel inesperado contacto la araucana echó atrás la cabeza instintivamente como si quisiera evitar aquel beso.
Pedro se detuvo atontado, como sorprendido, después un rayo terrible encendió sus ojos mientras su semblante adquiría una expresión de ferocidad salvaje.
Miró por un momento a Mariquita, que quedó suspendida al borde del banco sacudida por las olas que batían contra los dos.
—Sería mejor —dijo Pedro con voz triste— que estas aguas me tragaran para siempre, ¿verdad, Mariquita? Usted no ha de amar nunca a Pedro y la muerte rompería su juramento. ¿Lo desea usted? El abismo está a mis pies, mientras el otro, muerto yo, nadie lo salvaría y estaría vengado.
Mariquita, arrepentida de aquel acto involuntario, acercó el bello rostro, que las olas gélidas descolorían, al del ballenero.
—No, Pedro —murmuró—. Perdóneme usted.
Había en aquellas palabras un gemido mal sofocado. El ballenero sonrió desdeñosamente y volvió la cabeza a otro lado. Después con una brusca sacudida la hizo subir al banco.
Estuvo un momento de pie en el hielo, con el semblante triste pero animado de una cólera terrible, con los labios encrespados, mirando a la joven, que se había acurrucado sobre sí misma, temblando horrorosamente. Después se colocó a breve distancia de ella, sin tomarse siquiera la molestia de desembarazarse del hielo que poco a poco se formaba en su capote inundado de agua.
Ni había dirigido una mirada al banco de hielo ni observado a donde lo llevaban las olas y la corriente. ¿Qué le importaba al fin? La muerte no le daba miedo; es más, la deseaba. Enroscado sobre sí mismo como una bestia feroz, no apartaba un solo momento la mirada de Mariquita. Y sin embargo, se iba extinguiendo poco a poco la llama siniestra que ardía en sus ojos.
Aquel banco era una especie de balsa, de diez o doce metros de superficie, que las olas del Atlántico habían conducido dentro del golfo, y tan espesa que no había que temer que por el momento se deshiciera. Las olas lo sacudían violentamente, levantándolo ora de una parte, ora de otra, y a veces lo cubrían amenazando arrastrar a Mariquita.
Andaba velozmente, llevado por alguna corriente, acercándose a la costa, distinguiéndose cada vez más el fragor de la resaca.
Pedro se había acercado poco a poco a Mariquita.
—¿Tiene usted frío? —le preguntó con dulce acento.
—Sí, Pedro —contestó la araucana sin alzar la cabeza, que tenía oculta entre sus brazos cruzados.
—Mi capote no podría abrigarla; está inundado de agua y cubierto de hielo. ¡Maldito sea aquel brujo!
—Gracias, Pedro. Es usted demasiado bueno y se expuso por mí a una muerte segura.
—¡Bah! Me río de la muerte —contestó el ballenero con amargura—. La costa no debe de estar lejos; oigo el romper de las olas y si los salvajes se han retirado, encenderemos lumbre, Mariquita. ¡Si pudiera ver la Quichua! ¿Dónde estará? ¿Y el bote? ¿Y mis hombres?
Se había puesto de pie mirando hacia adelante. Le parecía distinguir confusamente, a través de la niebla, algunas formas oscuras que podían ser las rocas de la costa o de las escolleras. ¡No cabía duda que estaba cerca de la orilla! El banco sufría sacudidas cada vez más impetuosas, debidas al torbellino de la resaca. Era necesario tomar tierra en cualquier sitio. Mariquita no habría podido resistir mucho tiempo tan intenso frío, con las ropas bañadas, expuesta a aquel viento que la iba helando poco a poco y acurrucada en aquel banco de hielo. La idea de que pudiese morir de frío aterró a Pedro. Él no sentía todavía tan terrible sensación. Acostumbrado al crudísimo clima del Océano Antártico, en medio del cual vivía la mayor parte del año, y robusto como era, no temblaba aún, por más que su capote y su pantalón estuvieran cubiertos de agujas de hielo. Dirigió a la joven una mirada de desconcierto. No había rencor en ella; había en cambio un terror loco. Mariquita, recogida siempre sobre sí misma, con la cabeza medio oculta entre los brazos, suelto el largo cabello que caía sobre su espalda, empapada en agua, parecía ya como atontada. A no ser por el temblor que sacudía su cuerpo, se la habría creído muerta.
De un salto se acercó a ella.
—¡Mariquita!... ¡Mariquita!... —gritó el ballenero con infinita ternura—. Levántese, venga, querida muchacha... no permanezca sentada ahí... tomará demasiado frío... puede usted morir... y yo no quiero perderla...
La araucana levantó penosamente la cabeza y lo miró balbuciendo con voz semiapagada:
—Tengo frío, Pedro... tengo frío... la sangre se me hiela...
En aquel momento se sintió un golpe tan fuerte que el banco crujió como si fuera a romperse. ¿Había tocado en la costa o en una escollera?
Pedro, con un movimiento rápido, tomó a Mariquita en sus brazos y viendo que a corta distancia se dibujaba una masa oscura, se arrojó hacia adelante antes que la corriente alejara el banco.
Saltó a una playa llena de rocas negruzcas y cubierta de fucos que la marea había depositado en ella en gran cantidad.
Pedro subió la costa con velocidad buscando algún refugio, una cabaña abandonada, una cueva marina, una grieta cualquiera que pudiese ponerles al abrigo del helado viento que soplaba sin cesar, cortante como la hoja de un cuchillo.
Se puso a correr para evitar que sus miembros se entumecieran y tenía estrechamente abrazada a Mariquita para calentarla con su aliento.
A través de la niebla que el viento hacía remolinar había vagamente distinguido una pared rocosa y altísima que parecía abierta por la mitad y hacia ella se dirigió precipitadamente con la esperanza de encontrar un refugio.
Se trataba ciertamente de una abertura, de una grieta enorme abierta en la pared rocosa, que reuniéndose en la cima formaba una especie de galería de alguna profundidad.
El suelo estaba cubierto de pequeños huesos, que de momento Pedro no supo reconocer, y de un sinnúmero de plumas de aves que el viento levantaba en espesas nubes. Una roca, que llegaba hasta la mitad de la grieta formando una media bóveda, abrigaba parte de aquella galería.
Reinaba allí dentro profunda calma pues el viento no podía penetrar.
Pedro colocó a Mariquita en el ángulo más resguardado, encima de una espesa capa de osamenta y plumas y la sacudió repetidamente diciéndole:
—Estamos en tierra, Mariquita. Voy a encender lumbre y se calentará.
—¿Dónde me ha conducido? —preguntó la joven entre un temblor de dientes—. El hielo... no oigo el romper... de las olas...
—Gracias a Dios, estamos salvos. Aguárdeme aquí, Mariquita.
—¿A dónde va usted, Pedro? Tengo miedo...
—Voy a buscar fucos.
—¿Quiere exponerse a morir? Aquí no sopla aquel horrible viento... Estoy mejor.
—Es que he visto fucos y plantas.
—No se exponga usted más al frío.
—¡El frío! —exclamó el ballenero—. Pedro no lo siente aún.
—Está usted cubierto de hielo; si sale usted, se va a matar.
—Pedro no teme el viento de mar.
Salió precipitadamente pendiente abajo. Además de los fucos, había visto arbustos de berberis, cuya madera, como ya queda indicado, quema rápidamente por verde que sea y se enciende con la menor chispa e incluso con piritas de hierro, que en la Tierra del Fuego abundan de un modo extraordinario.
Hizo a cuchilladas una gran provisión de ramas de berberis y fucos, que el aire secó enseguida, recogió unas cuantas piritas y volvió al lado de Mariquita.
La pobre joven luchaba desesperadamente contra el aterimiento que paulatinamente la paralizaba.
—Espere usted un instante —dijo Pedro—. Va usted a entrar en calor.
Arrancó de la pared rocosa unos manojos de musgo seco, batió las piritas en el cuchillo haciendo brotar numerosas chispas y después de encender el musgo, lo echó sobre los fucos y las ramas de berberis.
Enseguida una llama brillantísima, que vertía a su alrededor un vivo calor, se alzó iluminando la galería.
La araucana se acercó a la hoguera mientras Pedro se quitaba el capote de lana y lo ponía a secar entre dos ramas plantadas en el suelo.
Permaneció un instante delante del fuego mirando a Mariquita, cuyo rostro iba adquiriendo poco a poco el perdido color, y luego se sentó en la punta de una roca que sobresalía entre la osamenta a pocos metros de aquel improvisado hogar.
—Pedro —dijo la joven con tímido acento—, acérquese más; el calor no llega hasta ahí y debe usted de tener frío.
El ballenero hizo un movimiento negativo con la cabeza, pero no abrió los labios. Se había entristecido otra vez y su semblante se contraía de cuando en cuando dolorosamente, como si en su corazón se desatara una tempestad.
En sus ojos había reaparecido la siniestra llama que ella advirtiera cuando apartó la cabeza del contacto de sus labios.
Guardó silencio un momento sin atreverse casi a mirarle y luego le preguntó:
—¿Qué son esas plumas y esos huesos? ¿Lo sabe usted, Pedro?
—Esto es un cementerio de cormoranes (N. del A.: "Estas aves marinas, llamadas cormoranes, tienen la costumbre de ir a morir todas en un mismo lugar, cuando se sienten próximas a terminar su existencia. Estos cementerios son numerosos en la Tierra del Fuego") —contestó el ballenero secamente.
—¿Está usted preocupado, Pedro? ¿Piensa usted en sus hombres?
—Oigo soplar el viento.
—¿Teme usted por su nave?
En vez de contestar, Pedro se levantó dirigiéndose a la salida de la galería.
La araucana se levantó a su vez rápidamente cortándole el paso.
—¿A dónde quiere usted ir? —preguntó—. ¿A dónde va usted de esta manera, sin haberse secado y sin capote? ¿Es que quiere usted desafiar a la muerte o va usted a buscarla?
—Sería mejor para usted —respondió Pedro con amarga sonrisa—. Faltando yo, el otro sería suyo otra vez, y no tendría usted otro temor que el de ver surgir mi sombra entre usted y él; pero sería una sombra que no molestaría a ninguno de los dos.
—¡No hable usted de esta manera, Pedro! —gritó Mariquita—. No, no soy tan ingrata; créame, se lo juro, quiero ser su esposa.
—Sí, porque lo ha jurado; pero será usted mi mujer por fuerza.
—¡No, Pedro!
—Ya había usted desdeñado mi mano para dar su corazón al otro.
—No conocía entonces la grandeza de su alma.
—¡Bah! Palabra de mujer —dijo el ballenero—. Sí: usted será mi esposa por habérmelo solemnemente prometido en recompensa del salvamento de su bien amado; sí, usted me llamará su esposo, será usted mía... pero ¿usted cree que esto me basta? No, porque pensará usted siempre en el otro que perdió, porque su corazón de usted latirá siempre por él. Su alma de usted es lo que yo quisiera y no lograré jamás. ¿Me entiende, Mariquita? Es su alma de usted que yo quisiera enteramente mía...
—¡Pedro! —dijo la joven, casi llorando—. Cuando hayamos salvado a Alonso, cuando le haya usted conducido a Punta Arenas, yo le juro por la memoria de mi madre que no pensaré más en él y seré su esposa de usted leal y apasionada. Nos embarcaremos en su nave, iremos a mares lejanos, donde quiera usted conducirme, donde yo no vea más a aquel hombre... Mi alma será de usted, mi corazón será de usted, y de usted serán mis pensamientos todos.
—Para eso es preciso que usted me amara; pero pocos momentos ha, al borde del banco de hielo me dio usted una prueba de lo contrario, que me ha destrozado una vez más el corazón —dijo el ballenero con trémulo acento.
—Fue un movimiento involuntario. Crea usted que lo lamento, porque no lo merecía usted.
—¿Y usted cree que me llegará a querer? —preguntó Pedro con una explosión de alegría.
—Sí.
—Una prueba; una sola...
Mariquita se acercó a él, puso sus dos manos en los robustos hombros del ballenero, cerró los ojos y le dijo con un hilo de voz:
—He ahí mis labios, Pedro.
El rumor de un beso se confundió entre los estridentes silbidos del viento que se engolfaba a través de la grieta, envolviendo a la joven araucana y al arrogante ballenero en un torbellino de plumas.
Estuvieron un momento unidos, y luego Pedro la condujo al lado de la lumbre, la abrigó con su capote, que ya se había secado, y se sentó junto a ella, murmurando:
—¡Gracias, Mariquita! La tempestad que rugía furiosa y sin tregua en el pecho mío desde que usted me rechazó su mano, acaba de cesar. Que el rayo de sol que brilla ahora en mi alma no se extinga nunca. De lo contrario... ¡ay de usted, y del otro!
Mientras Pedro, en la imposibilidad de socorrer a sus hombres, de quienes estaba separado por una nueva cuadrilla de salvajes, huía a través del bosque para salvar a Mariquita, tío Pardo con los tres marineros y el cazador de guanacos se enfrentaban valientemente a los atacantes recibiéndoles a pistoletazos. Al escuchar estos disparos y ver a varios de sus hombres caer al suelo, los fueguinos, presas de un súbito terror, se dispersaron ocultándose detrás de los colosales troncos de las hayas antárticas. Las armas de fuego, poco conocidas entonces de aquellos feroces salvajes, que sólo habían oído vagamente hablar de ellas como cosas terribles, produjeron el efecto deseado.
Aquel momento de tregua bastó a los marineros para cargar las pistolas con rapidez y tomar una nueva decisión.
Al oír la voz de Pedro, a quien vieron huir con la rapidez del rayo llevando en brazos a Mariquita, se lanzaron como un solo hombre en medio del bosque, precedidos del cazador de guanacos, que ya se había puesto de su lado.
—Llévanos hacia el mar —le dijo tío Pardo, que no sabía guiarse en medio de la espesa niebla que reinaba.
Los salvajes, al verles huir, cobraron ánimos y se lanzaron en su persecución gritando y disparando sus flechas contra ellos. Obligados a avanzar a saltos para evitar raíces, arbustos y troncos muertos, sus golpes no podían ser certeros y, efectivamente, los dardos que disparaban casi siempre se perdían, yendo a dar a veces contra las plantas.
En cambio, los marinos, para frenar la persecución, se volvían de vez en cuando haciendo alguna que otra descarga; y como disparaban contra el centro de la banda, algún salvaje siempre caía, más o menos gravemente herido, y no siempre para volver a levantarse.
El cazador de guanacos, que conocía al dedillo aquellos sitios, y como todos los salvajes sabía guiarse por instinto, había tomado ya una pendiente gritando sin cesar.
—¡Apresuraos... tronad siempre! El mar no está lejos.
Era tan ágil que hubo de detenerse con frecuencia para esperar a los marinos, quienes no querían dejar atrás a tío Pardo, demasiado viejo para poder competir con sus piernas. Afortunadamente los pistoletazos detenían siempre a los fueguinos, y aunque fuera por pocos momentos, eran éstos lo suficientes para que los fugitivos pudieran ganar la perdida distancia.
Alguna flecha o algún venablo les alcanzaba, pero sin hacerles gran daño pues teniendo las puntas de hueso o de piedra, toscamente labradas, sólo contusiones leves podían causar los proyectiles en el cuerpo de los perseguidos, cubiertos de pesados capotes y vestidos interiormente con pieles de león marino.
Aquella furiosa carrera duró una media hora. Después los cinco hombres se detuvieron un instante para tomar aliento.
Habían llegado ya al extremo del bosque; y viendo los fueguinos que no podían evitar las balas ocultando sus cuerpos detrás de los árboles, empezaron a disminuir la marcha, poco amantes de ponerse al descubierto.
—¿Está cerca el mar? —preguntó tío Pardo, con voz jadeante, al cazador de guanacos.
—Dentro de poco llegaremos a él.
—Habíamos dejado un bote en la orilla.
—Lo encontraremos.
—Los hombres de guardia deben haber sido atacados. Oímos sus disparos y los salvajes se lo habrán quitado.
—Ya sé yo dónde hay otros botes —contestó el cazador—. Si ha desaparecido el vuestro iremos en busca de otro. Vámonos; veo que los onas se separan y seguramente están estudiando la manera de coparnos y agobiarnos con su número.
—¿Están cargadas las pistolas? —preguntó tío Pardo a los marinos.
—Sí —contestaron.
—¡Al trote!
Al verles emprender de nuevo la carrera, los fueguinos, divididos en tres grupos, se les pusieron enfrente decididos a intentar un último esfuerzo.
Los marineros empezaron por hacer una descarga que enfrió nuevamente el empuje del enemigo derribando a dos o tres, incluso un jefe, que fue reconocido por la corona de plumas de cormorán, y luego bajaron velozmente la pendiente que conducía a la costa.
El mar no estaba lejos, pues el fragor de las olas se oía a través de la niebla. Tío Pardo, creyendo reconocer aquellas costas, alzó la voz gritando:
—¡Pablo! ¡Sancho!
Eran los dos hombres que dejaron al cuidado del bote.
Ninguno de ellos respondió.
Una tristeza profunda se pintó en el semblante del viejo pescador.
—¿Les habrán matado? —se preguntó.
Los tres marinos habían llamado a su vez a sus compañeros; pero sólo les contestaron los aullidos de los salvajes.
—Hay que buscarlos —dijo tío Pardo.
—¿Y el capitán? —preguntó un marinero.
—No tengo temor alguno respecto a él —contestó el ballenero—. Es un hombre capaz de hacer frente a cien salvajes y en algún sitio de la costa le encontraremos. Debe de estar ya en salvo, te lo aseguro, y con la señora Mariquita. Cuando estemos en el bote iremos en su busca.
Corriendo sin detenerse habían llegado a la costa próxima a la pequeña cala donde habían visto a los fueguinos que pescaban con el auxilio de sus perros.
Tío Pardo miró hacia atrás. Los perseguidores no se veían aún, si bien seguían oyéndose sus gritos en todas direcciones.
—Quieren irnos cerrando el paso para llevarnos hasta el mar —dijo—. Pronto; al bote, o les tendremos a todos encima.
Pusiéronse a seguir la costa, subiéndola hacia el Septentrión, llamando siempre a sus compañeros y disparando algún tiro que otro de pistola.
Habían recorrido ya trescientos metros sin tomar aliento, cuando el cazador de guanacos gritó:
—¡Un bote!
—¿El nuestro? —preguntó Pardo.
—No me parece uno de los que se construyen aquí.
—¿Y no ves a ningún hombre?
El cazador iba a responder, cuando cayó violentamente entre el musgo y los fucos que cubrían la costa.
—¡Un hombre muerto! —gritó levantándose precipitadamente.
Tío Pardo, presa de una angustia indescriptible, se hizo hacia adelante. Había un hombre, un salvaje casi desnudo, tendido entre los fucos con la cabeza destrozada. El viejo le miró atentamente y palideció.
—Muerto de un pistoletazo —dijo—. Entonces nuestros hombres también están muertos.
El bote quedó medio encallado y era precisamente el de la Quichua, pero los marineros que dejara Pedro en él no se veían a bordo.
—¿Se los habrán llevado los salvajes? —preguntó tío Pardo al cazador de guanacos.
—Lo supongo —contestó éste.
—¿Y a dónde?
—No sé.
—¿Son antropófagos los onas?
—Sé que se comen a los prisioneros —contestó el cazador después de una breve pausa.
—Tío Pardo —dijo uno de los marineros—, refugiémonos en el bote e iremos en busca del capitán. Los fueguinos están a punto de coparnos.
Era verdad. Los salvajes que habían ganado la costa formando un vasto semicírculo empezaban de nuevo a disparar sus flechas y venablos. Un retraso de pocos minutos podía comprometer la salvación de todos.
—¡A bordo! —gritó el viejo pescador—. Pero hagamos antes algunas descargas para vengar a nuestros compañeros, a quienes seguramente no volveremos a ver. ¡Malditos sean! ¡Siempre serán traidores! ¡Si pudiese ver al jefe que nos condujo hasta aquí!...
El bote, intacto todavía, fue echado al agua, aunque los dos marineros de guardia habían sido asesinados o llevados para reservarlos para algún banquete monstruoso, y se embarcaron en él.
Los onas se precipitaban en aquel momento hacia la costa con gran entusiasmo creyendo alcanzarles, porque la niebla no les había permitido distinguir el bote.
Ocho pistoletazos resonaron uno tras otro seguidos de un clamoreo inmenso y de gritos de dolor. Unos cuantos salvajes habían caído entre los fucos; pero los demás, viendo que se les escapaba la presa, continuaron la carrera y entraron en el agua.
Los marineros rechazaron golpeando con los remos a los que se hallaban más cerca, mientras el cazador de guanacos disparaba lanzadas a diestro y siniestro, y se alejaron precipitadamente poniéndose fuera del alcance de la lluvia de piedras y dardos.
—¿A dónde vamos? —preguntaron los marineros cuando hubieron perdido de vista la playa, donde se oían resonar aún los gritos de los onas.
—En busca del capitán y de Mariquita —respondió tío Pardo—. No deben de estar lejos y nos esperarán ocultos en alguna escollera.
—¿Habrán llegado ya a la costa? —preguntó el más viejo de los pescadores.
—He visto que corría como un guanaco, llevando en brazos a Mariquita.
—¿Hacia dónde se dirigió?
—Me pareció que hacia el Sur. Si bajamos por la extremidad meridional de la bahía, seguramente le encontraremos. Conviene que uno de nosotros dispare una pistola de vez en cuando para que sepa que estamos cerca de él.
—¿Queréis un consejo mío? —preguntó el cazador de guanacos, que había comprendido cuanto dijeron aunque conocía poco el español.
—Habla —respondió tío Pardo.
—Dejadme a mí la tarea de buscarle. Vosotros no sabríais a donde dirigiros en medio de la niebla, mientras que yo conozco palmo a palmo toda la costa.
—¿Y qué quieres hacer?
—Desembarcadme y veréis cómo yo le encuentro.
Tío Pardo le miró con desconfianza moviendo la cabeza. No; no tenía la menor fe en ese cazador, que, aunque dio pruebas de lealtad luchando con ellos y guiándole hasta la costa, podía ser tan traidor como los demás.
—Les buscaremos juntos —dijo luego—. Pudiera haber todavía algunos onas en la costa y podrían prenderte y matarte.
—No me desembarquéis aquí —dijo el cazador—. Vuestro capitán no estará tan cerca.
—Veremos —contestó evasivamente el viejo pescador—. Si se alzara esta condenada niebla, podríamos hacer señales a la Quichua y pedir otra chalupa con refuerzos. El viento es fuerte. Esperemos que se disipen pronto estos vapores.
El bote avanzaba penosamente hacia el Sur de la bahía, entre las continuas sacudidas de las olas que entraban a placer en aquel vastísimo estanque mal guarecido y rompían en las escolleras.
Seguía el bote lo más cerca posible de la costa y de cuando en cuando uno u otro marinero disparaba una pistola con la esperanza de que Pedro contestara.
Los onas habían, al parecer, abandonado la costa, y regresado a sus húmedos e impenetrables bosques. Perdida al fin la esperanza de alcanzar a los fugitivos y no atreviéndose a lanzarse a las aguas de la bahía con sus frágiles piraguas, satisfechos tal vez de haber hecho presa en dos marineros, sorprendidos antes del ataque general, habían renunciado seguramente a sus proyectos.
Pensaron quizás que la nave se acercaría y desembarcaría refuerzos y esta consideración les induciría también a retirarse.
El viejo Pardo, no oyendo ya sus gritos y completamente seguro de aquel sitio, seguía dirigiendo la embarcación cada vez más cerca de la costa, con el oído atento y haciendo redoblar las señales con las pistolas y con la voz.
No obtenía respuesta alguna y esto aumentaba su inquietud, aunque tenía el convencimiento de que Pedro se habría salvado.
Habían recorrido cerca de dos millas cuando oyeron dos disparos.
—¡El capitán! —exclamaron los marinos alzando los remos.
—No; es imposible —contestó Pardo—. Estos dos disparos han partido del Océano y no de la costa.
—¿Se habrá embarcado en algún bote? —preguntó uno de los tripulantes.
—Se han engañado ustedes. No eran pistoletazos, sino disparos de fusil. El señor López habrá oído nuestras señales y mandará el gran bote en auxilio nuestro.
—¡Silencio!
En medio de la niebla resonaron otros dos disparos, más cercanos que los anteriores.
El viejo Pardo no se había equivocado.
Eran disparos de fusil hechos dentro de la bahía y no partían de la costa.
—Contestemos —dijo—. Estará también en el bote el señor López.
Hicieron una descarga, dieron luego la voz y obtuvieron inmediatamente respuesta.
—Son los nuestros —dijo Pardo—. Bogad hacia la derecha.
Pronto apareció una sombra entre la niebla, deseosa de cruzarse con el bote tripulado por los marineros de la primera expedición.
Era la chalupa ballenera de la Quichua tripulada por seis marineros y el señor López, armados con mosquetes y sables de abordaje. José figuraba entre ellos.
—¿Qué hay? —preguntó el viejo explorador, mientras las dos embarcaciones se reunían. Y en seguida, no viendo a Pedro ni Mariquita, lanzó un grito de dolor.
—¿Y mi hija? —exclamó—. ¿Dónde está mi Mariquita? Habla, Pardo; por caridad, habla.
—No se asuste usted, señor López —contestó el pescador—. Está en la costa esperándonos. Es cierto que se nos hizo traición y se nos atacó, pero no tardaremos en encontrar a uno y otro. Hemos tenido que dividirnos para huir de la emboscada que aquellos canallas nos habían tendido, pero sabemos dónde les hemos de encontrar.
Como se comprende, el pescador mentía porque no quería asustar al señor López.
—Vamos a encontrarles —dijo éste.
—Trasbórdese usted a nuestro bote y dénos algunos fusiles. Los demás, con uno de nosotros, vuelvan a subir hacia el Norte, siguiendo la costa, y sean nuestra salvaguardia. Hemos perdido dos hombres. No sabemos qué habrá sido de ellos.
—¿Les habrán matado?
—No creo; pero no estoy muy tranquilo. Usted no sabe lo malos que son esos salvajes.
—¿Podremos encontrarles siquiera?
—Veremos, señor. No hay que desesperar. Pronto: subid y dadnos algunos fusiles.
El señor López subió al bote de Pardo, mientras un marinero pasaba a la chalupa ballenera.
—No tengáis la menor contemplación a los onas —dijo Pardo—. Donde les veáis, fusiladles como a perros.
—Pagarán cara la traición —contestaron los marineros—. Le aguardaremos en el seno de los pescadores, Pardo.
Los dos botes se separaron: uno siguiendo la costa meridional y otro remontando la septentrional.
La niebla llevaba trazas de disiparse; pero seguía reinando profunda oscuridad, poniéndose el sol muy temprano en los meses de junio, julio y agosto en aquellas regiones tan cercanas al Océano Antártico.
El viento en cambio seguía aumentando siempre, haciéndose cada vez más frío y empujando hacia la bahía las anchas olas del Atlántico, que en aquellas costas alcanzan a veces monstruosas alturas.
A pesar de las tranquilizadoras palabras de Pardo, el señor López seguía inquieto.
Quiso conocer detalles de la traición y se mostró muy satisfecho al enterarse de las noticias que le dio el cazador de guanacos acerca de Alonso Gutiérrez, a quien seguía creyendo prometido de Mariquita. En cambio, le preocupaba la fuga de Pedro, temeroso de que los salvajes le hubiesen alcanzado en algún punto de la costa.
—¿Sabrías siquiera decirme dónde nos espera? —preguntó al pescador, que empezaba a sentirse incómodo.
—Sí; pero ya comprenderá usted que, con esta niebla, puede haberse extraviado o llegar con retraso a la cita. Sin embargo, tranquilícese usted, señor López —contestó el viejo ballenero—. El grueso de los onas no se dio cuenta siquiera de la rápida retirada de Pedro y se echó encima de nosotros. Además, huía con tal rapidez que un caballo no habría podido darle alcance.
—Te creo, Pardo; pero estoy muy intranquilo.
—Pedro es fuerte y no teme a los salvajes. Además, llevaba cuatro pistolas y sus tiros no fallan nunca.
—Sí; lo sé: es fuerte, atrevido y hábil.
—¿Oyó usted nuestros disparos?
—Sí, Pardo, y por eso hice armar en seguida la chalupa ballenera para venir en vuestro auxilio. Desgraciadamente la niebla nos ha impedido llegar a tiempo y nos ha hecho dar vueltas en tonto.
En aquel momento el cazador de guanacos lanzó un grito gutural y se levantó rápidamente.
—¿Qué tienes, Taká? —preguntó Pardo.
—Veo humo.
—¿Dónde?
—Detrás de aquellas rocas.
—¿Algún campamento de onas?
El fueguino movió la cabeza.
—Los onas temen los cementerios —dijo luego—. No se atreven a acercarse a ellos.
—¿A qué cementerios te refieres?
—En aquella costa hay uno de cormoranes que he visitado varias veces, y dentro de él hay fuego.
—¿Quién crees tú que lo haya encendido? —preguntó Pardo.
—Los onas no.
—¿El capitán?
—O él u otro hombre perteneciente a otra tribu.
—¿Será posible?
El pescador se levantó mirando atentamente hacia la costa. Y como la niebla se había disipado, pudo distinguir perfectamente una columna de humo, mezclada con algunas chispas, que se alzaba detrás de una pared rocosa que parecía abierta de arriba a abajo.
—Sí —dijo—, allí queman leña. ¿Será el capitán que calienta a Mariquita? Señor López, desembarquemos.
Había hecho apenas una señal a los marineros para que se dirigieran hacia tierra, cuando vieron unas sombras humanas que bajaban las pendientes con infinitas precauciones. También el cazador de guanacos les había visto porque agarró en seguida la lanza y el hacha de piedra, diciendo:
—Se preparan para atacar al hombre que ha encendido el fuego en el cementerio de los cormoranes.
—¡Y aquel hombre puede ser Pedro! —exclamó Pardo.
—Rápido, a la costa —ordenó el señor López, armando la carabina—. Ataquemos por la espalda a esos asquerosos devoradores de carne humana.
La chalupa no distaba más que un centenar de pasos de la playa y los salvajes no la habían visto aún, porque aquel trozo está lleno de escolleras.
Los marineros, con pocos golpes que dieron a los remos, atravesaron aquel breve espacio y encallaron profundamente la ballenera entre los fucos que formaban un verdadero lecho a lo largo de la costa.
—Desembarcad todos y en silencio —ordenó el señor López—. Ataquémosles por sorpresa.
Todos iban bien armados con buenos mosquetes y pistolas. El explorador llevaba además una carabina de dos cañones, fiel compañera de sus largos viajes a través de la pampa de la Patagonia y la Araucania.
Subieron rápidamente por la playa y, ocultos detrás de una hilera de rocas, llegaron a doscientos pasos de la pared granítica, de cuya abertura salían nubes de humo que el viento disolvía en seguida.
Dos docenas de salvajes, armados de arcos, lanzas y mazas, avanzaban cautelosamente y en el más profundo silencio hacia la abertura que conducía al cementerio de los cormoranes.
Eran probablemente los mismos que habían dado caza a Pedro, cuyas huellas perdieron al principio y encontraron después, o bien habían sido llevados allí atraídos por la columna de humo.
Los bandidos, que, por lo visto, no habían renunciado a probar las tiernas carnes de la bella araucana, ya la veían sin duda en su poder, pues al llegar delante de la abertura se detuvieron y se echaron al suelo, esperando que las víctimas destinadas a proveer el asado abandonaran aquel refugio.
—¿Tú crees que el capitán está allí dentro? —preguntó Pardo al cazador de guanacos, que se arrastraba a su lado.
—Estoy seguro —respondió éste—. Si fueran fueguinos, habrían ya advertido la presencia de sus enemigos. Los sentimos a increíbles distancias y, a estas horas, los que están en el cementerio habrían empezado la lucha o intentado, por lo menos, la fuga.
—¿Qué dice este hombre? —preguntó el señor López, que no comprendía del todo el bárbaro español que hablaba el cazador, mezclado con palabras fueguinas.
—Dice que Pedro y la señora Mariquita están allí dentro.
—Apuntemos bien a los devoradores de carne humana y a la carga en seguida. Tened cuidado de que las balas no penetren dentro de la caverna.
Los marineros se tendieron en tierra en forma de cadena y apuntaron cómodamente a los antropófagos, que formaban dos grupos distintos: uno a derecha y otro a izquierda de la abertura.
—¡Fuego! —gritó de repente el señor López.
Los mosquetes hicieron una sola descarga. Los salvajes, sorprendidos a su vez, se levantaron saltando como liebres y lanzando gritos de terror. No se levantaron todos, sin embargo. Tres o cuatro se retorcían en el suelo agitando locamente las piernas y los brazos. En el mismo instante, un hombre de gigantesca estatura, que llevaba en la mano un pedazo de leña encendida, salió fuera de la abertura, cayendo con fuerza irresistible sobre los salvajes, golpeando vigorosamente la espalda de los que no habían sido listos en escapar.
El señor López y Pardo lanzaron dos gritos.
—¡Pedro! ¡El capitán!
El hombre aquel que tan dulcemente acariciaba la espalda de los sucios salvajes era el ballenero, que al oír los disparos y temiendo que Mariquita pudiera correr algún peligro, se levantó precipitadamente cogiendo una rama nudosa que estaba ardiendo, para prestar auxilio a sus salvadores.
El señor López se dirigió hacia él, mientras los marineros seguían disparando contra los onas, que huían a toda velocidad.
—¿Dónde está Mariquita? —gritó.
—Aquí, padre mío —respondió la joven araucana corriendo al encuentro del explorador.
—¡Salva!
—Sí, gracias al valor y a la fuerza de Pedro. A él debo la vida.
—No diga usted esto, Mariquita —dijo el ballenero, mientras un rayo de orgullo iluminaba su semblante.
—Sí, a usted —repitió con energía la joven—. A no ser usted, a estas horas seguramente estaría muerta, y hasta devorada.
—Es usted un valiente —dijo el señor López estrechando la mano al ballenero.
—He hecho lo que otro en mi lugar —contestó Pedro.
—No —dijo Mariquita—. Ningún otro habría podido realizar tales milagros y hubiera muerto antes de llegar aquí.
—Ea; al bote —dijo el explorador—. Los onas pueden volver en mayor número y nos queda que buscar todavía a los dos marineros que dejamos de guardia en el bote.
—¿Han desaparecido mis hombres? —exclamó Pedro con doloroso estupor.
—¡Desgraciadamente, señor! —dijo Pardo con triste acento.
Un destello de ira animó los ojos del ballenero.
—¡Perdidos! —gritó.
—No se sabe aún.
—¡Ay de los salvajes si me les han dado muerte! ¡Ay de ellos!
Los marineros regresaron después de haber disuelto los dos grupos, que no trataron siquiera de oponerles resistencia. Llevaron la noticia de haber descubierto en las cimas de las colinas, ya libres de la niebla, numerosos fuegos, que eran tal vez señales hechas a otras tribus.
Era, pues, prudente embarcarse y buscar lo más pronto posible la chalupa ballenera a fin de ser un buen número en caso de un ataque en el agua. Se replegaron en orden y subieron al bote, haciéndose a la mar rápidamente. Pardo había contado a Pedro en pocas palabras lo que había ocurrido desde que se separaron, sin ocultarle sus sospechas acerca de la suerte que debió de caber a los dos desdichados marineros que dejaron en la embarcación.
—No dejaremos esta bahía sin tener antes la seguridad de que mis dos hombres han sido asesinados y sin haber dado a esos repugnantes caníbales la lección que merecen —añadió el ballenero con resuelto acento.
—Ahora que sabemos que el capitán de la Rosita está vivo y no corre, por ahora al menos, peligro alguno, puesto que ha sido adoptado por la tribu, podemos esperar unos días antes de hacernos a la vela. ¿Me lo permitirá usted, Mariquita?
—Sería una crueldad marcharse sin haber averiguado antes lo que ha sido de vuestros marineros —respondió la joven—. Tiene usted no sólo el derecho sino el deber de buscarles.
—¿No han encontrado ustedes sus armas? —preguntó el señor López a los marineros.
—No, ninguna —contestó Pardo—. He de decirle, sin embargo, que nos faltó tiempo para recorrer la costa detenidamente y que la niebla era espesísima.
—¿Les cogieron vivos?
—Lo dudo, señor López —dijo Pedro—. Eran ambos muy fuertes y temerarios y no se rendirían fácilmente sabiendo, como sabían, que habían de ir a parar al horno o a la parrilla. Se defenderían hasta el instante de recibir algún golpe mortal. Pero nosotros nos detendremos aquí y haremos cuanto sea posible para encontrar sus cuerpos o ametrallaremos sin piedad a los onas. Tengo dos buenos falconetes entre el lastre y los haré tronar sin escatimar las municiones. Remad con fuerza y tened prontas las armas. Los salvajes nos espían.
Los fueguinos no habían dejado los alrededores de la bahía, temerosos probablemente de un desembarque de hombres blancos para vengar a los dos marineros que habían desaparecido. Es más: parecía que se habían reunido en gran número.
En las márgenes de los bosques y en las cimas de las colinas, y hasta de las montañas, se veían arder algunas hogueras dispuestas en forma circular, y oíanse de cuando en cuando altos clamoreos lejanos y ruidos sordos y monótonos, que parecían redobles de tambor o de otra cosa análoga.
En la costa se veían grupos de hombres que al acercarse el bote huían rápidamente poniéndose a salvo en las alturas. Espiaban a los hombres blancos sin atreverse a atacarlos, porque sabían que iban provistos de aquellas formidables armas de fuego que tanto temían.
Pedro y el señor López, cuando algún grupo vacilaba en dispersarse, disparaban la carabina o el mosquete, con poca fortuna sin embargo, a causa de las oscilaciones del bote y de la oscuridad de la noche. Por la parte del Septentrión se oía también algún disparo que otro. Debían de ser los hombres de la chalupa ballenera, que trataban de vengar a sus dos compañeros.
Remando con fuerza, hacia medianoche se encontraron las dos embarcaciones cerca del pequeño seno, donde fueron atacados los dos marineros que quedaron de guardia.
Los de la ballenera habían explorado ya un buen trozo de costa haciendo frecuentes desembarcos, sin encontrar más que los cadáveres de tres salvajes muertos a pistoletazos, heridos en la cabeza y en el pecho. De los dos desaparecidos no hallaron la menor huella.
—¿Qué quiere usted probar ahora? —preguntó el señor López a Pedro.
—Continuar las pesquisas —respondió éste—, y acercar la Quichua para ametrallar a esos miserables caníbales. Que la chalupa ballenera vuelva a bordo con dos hombres y pasen los otros al bote grande para prestarnos ayuda.
Luego, dirigiéndose a la araucana:
—Mariquita —le dijo—. Usted debe de estar cansada y ha de tener mucho frío, puesto que sus ropas no están todavía bien secas. Retírese, se lo ruego. Nos reuniremos luego en mi nave.
—¿Y usted, Pedro?
—El frío no hace mella en la piel de un ballenero. Aparte de esto yo he de guiar la expedición.
—Sí, hija mía —dijo el señor López—. No es prudente que estés con nosotros después del baño que has tomado y con este viento que corta la piel. Más tarde vendrás con nosotros.
Mariquita, que realmente se sentía helar, pasó a la chalupa ballenera, que se dirigió rápidamente a la Quichua, mientras el gran bote, con doble número de tripulantes, entraba en el pequeño seno.
Los salvajes no habían bajado aún de las alturas, donde seguían encendiendo hogueras y gritando, como si retaran a los marineros a asaltar sus posiciones.
Pedro, seguido del señor López, Pardo y cuatro marineros, desembarcó con ánimo de sorprender a algún salvaje y practicar nuevas pesquisas, mientras los otros tres se emboscaban entre los arbustos de berberis para vigilar los movimientos de los onas, que parecían numerosísimos.
Los salvajes muertos a manos de los dos marineros desaparecidos fueron prontamente hallados. Tenían aún a su lado sus correspondientes armas, lanzas y arco, que sus compañeros no habían recogido, y Pedro pudo convencerse de que habían muerto a tiros de pistola.
—Sigamos las pesquisas —dijo el ballenero—. Quién sabe si los cuerpos de aquellos desgraciados fueron escondidos en medio de aquellos helechos que hay al pie de las colinas.
Para obrar mejor se dividieron en tres grupos, dirigiéndose al pie de las colinas, aunque tenían ya la convicción de que sus compañeros habían sido conducidos a lugar seguro, para ser pasto de su voracidad en algún festín.
Se habían alejado unos centenares de pasos de la costa, cuando el cazador de guanacos, que se encontraba con Pedro y el señor López, indicó a éstos que se detuvieran.
Habían llegado a la sazón frente a un espeso grupo de helechos y berberis, que se prolongaba en una extensión considerable.
—Pasen a la derecha —les dijo—. Yo, en cambio, atravesaré estas plantas pues soy más ágil que ustedes. Creo que ahí hay oculta alguna cosa.
—¿De los onas? —dijo Pedro, que había armado ya la carabina.
—No lo sé; veremos.
El señor López y el ballenero, fiándose de la sagacidad de aquel salvaje, de cuya lealtad tenían pleno convencimiento, siguieron la margen del bosque subiendo lentamente la colina, mientras los otros dos grupos avanzaban a través de corpulentos árboles disparando algún tiro que otro contra los onas que aparecían en crecido número en las crestas y alrededor de inmensos braseros incesantemente alimentados.
El cazador se echó en medio de los helechos, abriéndose difícilmente paso. Seguía en línea recta y sin vacilar acercando a menudo un oído al suelo y silbando casi imperceptiblemente. De repente se detuvo. Una sombra apareció delante de él: era el brujo que condujo a tierra a Pedro y a los marineros.
—¿Lo has logrado? —preguntó el ona al cazador.
—Sí. Tienen en mí la más absoluta confianza —respondió el interrogado—. Creen que yo les he salvado.
—¿Podrás pues subir a la gran nave e incendiarla?
—No lo sé; por más que supongo que en la gran nave debe de haber tan poca gente que os será bien fácil apoderaros de ella.
—¿Están en tierra casi todos los hombres blancos?
—¿Cuántos contaste tú?
—Quince —respondió el brujo.
—Siendo así, en el buque no habrá más que cuatro.
—¿Han creído la historia que les contaste?
—Completamente.
—¿Y la joven?
—Ha vuelto a la gran nave.
—Haremos un banquete colosal y una fiesta solemne en honor del genio del bien. Nuestra tribu no habrá comido jamás de un solo golpe tantos hombres blancos.
—¿Nos lo permitirá el jefe blanco? Verá que son amigos suyos.
—Hará lo que queramos nosotros.
—¿Qué he de hacer?
—Hundir la barca de estos hombres para impedir que puedan acudir en auxilio de la gran nave.
—¿Estáis prontos?
—Cuando las hogueras que arden en las colinas se apaguen, nuestras barcas asaltarán la gran nave —respondió el brujo—. ¡Ah! ¡Habrán venido para llevarse a nuestro jefe blanco! Correrán igual suerte que los compañeros del jefe y de este modo no vendrá nadie después a vengar la matanza que realicemos. No hay que perder tiempo. Ligereza y habilidad. No te recomiendo otra cosa.
El brujo desapareció en medio de los helechos sin hacer el menor ruido. El cazador de guanacos salió en cambio cautelosamente del bosque y viendo que los tres pequeños grupos continuaban subiendo la colina, empezó a deslizarse hacia la playa, ocultándose detrás de las iregularidades del terreno y los arbustos de berberis. Bajaba sin hacer ruido, como una serpiente, mirando para todas partes, porque sabía que por allí debían de estar dos marineros del bote.
Cuando llegó a la orilla se metió en el agua y sin temor al frío ni a las olas, se acercó silenciosamente al bote que estaba varado en la arena.
En aquel momento se apagaron rápidamente las hogueras que ardían en las cimas de las colinas.
—Esta es la señal —murmuró—. Los hombres blancos son nuestros.
Miró hacia el mar. La Quichua había levado anclas y desplegando las velas avanzaba cautamente hacia la costa para proteger a Pedro y a sus compañeros. Estaba todavía algunas millas lejos porque el viento era contrario y los tripulantes pocos como para maniobrar el velamen.
De todos los senos de la costa salían a la sazón numerosas sombras que se reunían en la extremidad de un promontorio.
—Los botes —murmuró el cazador.
Alzóse empuñando el hacha de piedra que llevaba atada a la cintura y empezó a golpear con saña los costados de la chalupa haciendo en ella serios destrozos.
Al oír aquellos golpes, los dos marineros, que estaban al acecho entre los árboles, gritaron:
—¡A las armas!
Viendo al cazador de guanacos con el hacha todavía alzada, descargaron simultáneamente sus fusiles contra él gritando:
—¡Traición! ¡Capitán! ¡Señor López! ¡Traición!
El salvaje pegó un salto desapareciendo entre las olas que rompían en la costa.
Pedro y sus compañeros, a quienes aquellas voces y aquellos disparos llamaron la atención, interrumpieron sus pesquisas, bajando precipitadamente la pendiente.
—¿Contra quién habéis disparado? —preguntó el ballenero con nerviosidad.
—¡Traición, capitán! —respondió uno de los dos marineros—. El cazador de guanacos ha roto el gran bote.
—¿El cazador? ¡Ah, infame! —exclamó Pardo.
—¡Todos son uno! —dijo Pedro con furor—. Nacieron traidores; morirán traidores. Pero si creen que nos tienen en su poder se engañan. He ahí la Quichua, que está llegando.
Sí, la nave ballenera estaba por llegar, pero no por tocar la costa, ya que un gravísimo peligro la amenazaba. Un número infinito de piraguas, tripulados por salvajes armados con lanzas, mazas y arcos, corría hacia ella para asaltarla y hacer prisioneros a los pocos que la conducían. Salían de todos los senos, de todas las calas, escurriéndose rápidamente y formando un inmenso semicírculo que se iba estrechando poco a poco.
Pedro, aterrado, lanzó un grito de furor.
—¡Mariquita! ¡Atacan a Mariquita! ¡Ah, miserables!
Desesperado, fuera de sí, estaba a punto de echarse al agua cuando oyó detrás de sí un inmenso vocerío.
Los onas bajaban a bandadas de lo alto de las colinas para acometer a los desgraciados, que no podían ni alcanzar la nave ni ponerse en salvo.
—Señor Pedro —dijo Pardo—. Nos atacan por todos lados.
El señor López, pálido como un cadáver, miraba con terror aquellos botes que cercaban la Quichua con ánimo de abordarla.
—¡Mi hija! ¡Mi Mariquita! —gemía.
—¡Voy a salvarla o a morir con ella! —exclamó el ballenero.
—Sería un sacrificio inútil, capitán —dijo el viejo pescador—. Quédese aquí con nosotros y busquemos la manera de hacer frente a los salvajes. Más tarde podremos salvar a Mariquita.
Los onas, seguros de la victoria y fuertes por la superioridad del número, atacaban en aquel momento con idéntica decisión a los compañeros de Pedro y la nave ballenera.
El tiroteo había empezado. Los pocos marineros de la nave se defendían desesperadamente, aunque seguros de sucumbir en lucha tan desigual.
—¡A mí, mis marineros! —gritó el ballenero con estentórea voz—. Señor López, a mi lado. Procuremos al menos que no se apoderen de nosotros y luego arrancaremos a Mariquita de manos de estos miserables.
Los onas habían empezado la lucha con un valor insólito. Mientras los que tripulaban los botes se agarraban a los flancos de la nave, atacando a los pocos defensores con nubes de flechas y venablos, los otros se precipitaban en apretadas filas contra Pedro y sus compañeros, que estaban reunidos al lado de la chalupa.
El ballenero, loco de furor, resuelto a hacer pagar cara la victoria a aquellos monstruosos caníbales, disparaba sin tregua, alentando a sus hombres. Cada bala hacía blanco irremisiblemente; pero los onas eran tantos que sus pérdidas resultaban insensibles.
De todas partes llovían flechas y venablos. Del primer ataque habían caído dos marineros mortalmente heridos, traspasados por aquellos dardos, y el viejo Pardo se había desplomado, atontado por un golpe de maza que no tuvo tiempo de evitar.
Pedro, cuya fuerza parecía haberse centuplicado, seguía haciendo frente al enemigo.
Faltándole el tiempo para recargar, había empuñado la carabina por el cañón y haciéndola girar furiosamente, rompía lanzas, quebraba testas, hundía pechos, mientras el viejo explorador, al lado suyo, descargaba a quemarropa su mosquete con el auxilio de los marineros.
Entretanto en la bahía las detonaciones se iban haciendo más raras. Los botes habían abordado la Quichua y saltaban a cubierta con gritos de triunfo.
—Pedro —dijo el señor López con acento desgarrador—. Se han apoderado de Mariquita. He visto que la bajaban a un bote.
—Y nosotros habremos muerto dentro de un minuto —contestó el ballenero tristemente.
—Rindámonos... toda resistencia es inútil. Todos los marineros han caído ya.
El señor López no pudo proseguir. Un salvaje le arrojó al suelo, cogiéndole por detrás y dándole un puñetazo en el cráneo.
Sólo quedaba en pie el hercúleo Pedro, que parecía invulnerable. Su inmensa fuerza, su estatura, su valor leonino se imponían a aquellos caníbales, que no se atrevían a acercarse a él.
Había recogido otro fusil abandonado por un marinero que cayó a su lado, atravesado el pecho de una lanzada, y seguía pegando a diestro y siniestro tratando de abrirse paso entre aquella horda ensordecedora y ponerse en salvo internándose en los bosques.
Pero los salvajes no abrían sus filas, sino que las estrechaban cada vez más y oponían obstinada resistencia. El gigante, empero, consiguió alejarse de la costa esperando llegar al pie de la colina.
Desgraciadamente el terreno era desigual y cubierto de musgo impregnado de agua, que lo hacía resbaladizo.
Al emprender la carrera le faltó el equilibrio y cayó. Inmediatamente una masa de hombres se le echó encima, cubriéndole por completo.
El hercúleo quiso librarse de ella y aún se levantó; pero volvió a caer debatiéndose inútilmente. Cincuenta manos se habían apoderado de él y rápidamente le ataron con sólidas cuerdas que le impidieron continuar la despareja lucha.
—¡Matadme! —gritó el desgraciado.
Una voz que no le era desconocida se levantó entre los salvajes que le circundaban.
—Todavía no.
El ballenero levantó la cabeza mirando a los vencedores.
—¡El brujo! —exclamó.
El traidor se había adelantado riendo grotesca y ferozmente.
—¿Me conoces? —le preguntó.
—¡Maldito seas! —le dijo Pedro escupiéndole—. Esta es la recompensa de los regalos que te hice. Al menos mátame de una vez.
—Te he dicho que todavía no.
—¿Qué has hecho de la joven que estaba en mi nave?
—Está en nuestras manos.
—¿Viva aún?
—Sí, viva.
—¿Por qué no la has matado?
—Porque el jefe blanco no ha querido.
—¿Qué jefe blanco? —exclamó Pedro con estupor.
—El que ibas a buscar.
El ballenero le miró, creyendo que aquel miserable estaba loco.
—¿Te burlas de mí? —preguntó.
—No tengo por qué.
—Explícate.
—Todavía no.
—¿Qué has hecho del viejo que luchaba a mi lado?
—Le hemos salvado.
—¿Y del otro?
—El otro está herido, pero se espera que pronto curará.
—¿Y de mis marineros?
—¡Oh! Esos nos estaban reservados a nosotros; no al jefe blanco. Les hemos matado y nos los comeremos mañana.
—¡Miserable!
—¿Querías que los dejara todos al jefe blanco? A cada cual su parte.
—Pero ¿qué trama infernal es ésta? —se preguntó Pedro creyendo volverse loco—. ¿Será Alonso el jefe blanco? ¿Y cómo puede haber permitido esta carnicería? ¿Él sabía que éramos nosotros? ¡Mi cabeza estalla!
De pronto palideció horriblemente.
—¡Y Mariquita! —exclamó—. ¿La perderé a cambio de la vida? No; es imposible. Sería demasiada crueldad.
—Levántate —dijo el brujo—. Hemos de volver a nuestro pueblo.
—Dime, al menos, quién es ese jefe blanco.
—Ya te lo dije: el hombre que venías a salvar. Tú me lo has contado y yo he tramado en seguida ese complot para impedir que te lo lleves. Es un gran brujo a quien todos aman y que nadie quisiera perder porque nos ha enseñado muchas cosas que ignorábamos. Vámonos.
El yecamush hizo una señal. Las filas de los onas se abrieron y ocho hombres escogidos entre los más robustos se adelantaron llevando una especie de parihuelas formadas por dos pieles de guanacos cosidas juntas y atadas a dos larguísimas perchas. Cogieron a Pedro y sin desatarle le echaron en ellas. Los salvajes, que tenían prueba elocuente de su fuerza prodigiosa, no se atrevieron a aflojarle las ligaduras que le sujetaban los brazos y las piernas para que no pudiera hacer el menor movimiento.
Pero antes de echarse, Pedro había visto a cierta distancia otros dos palanquines que conducían a otras dos personas.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó al yecamush, que se había colocado a su vera para vigilarle.
—Los dos viejos de cabello cano —respondió el brujo.
—¿Y por qué no les habéis dado muerte como a los demás?
—Al jefe blanco le habíamos prometido la vida de sólo cuatro personas a su elección y los dos viejos entraban en la combinación contigo y con la joven.
—¿Es que el jefe blanco sabía quiénes eran ésos?
—No sé; pero le he oído pronunciar unos nombres.
—¿Y ha consentido que matarais a los demás, a mis marineros? —preguntó Pedro con gemido sordo.
—¡Oh! Él no —respondió el brujo—. Es más; no quería que matáramos a ninguno; pero ¿qué habríamos comido nosotros? La carne blanca es muy preciada; las grandes embarcaciones difícilmente arriban a nuestras costas y nosotros somos glotones. Le hemos concedido la vida de cuatro y, como ves, hemos cumplido la palabra. Si no es por él a la hora presente no viviría ninguno de vosotros. ¡Qué lástima! ¡Debe ser tan tierna la carne de aquella joven!
Y el miserable suspiró.
—Eres un monstruo —gritó Pedro pensando en Mariquita, que sin aquel milagro habría sido pasto de aquellos antropófagos.
El brujo alzó los hombros sonriendo.
—Dime cómo es el jefe blanco —repuso Pedro después de unos instantes de silencio.
—Es más pequeño y más blanco que tú, y tiene barba rubia y ojos azules.
—Sí, Alonso —murmuró Pedro—. ¿Cuándo naufragó?
—Hace tiempo: al empezar el hielo.
—¿Se estrelló contra estas costas su gran embarcación?
—Sí; las olas lo llevaron a las escolleras, al extremo de la bahía. Si quieres te enseñaré los restos que las olas no han podido destruir. Nosotros nos apoderamos de lo que podía sernos útil.
—¿Y qué hicisteis de sus compañeros?
—Nos los comimos —contestó cándidamente el yecamush.
—¿Y de los restos de la nave?
—Nos guardamos el hierro.
—Y de la mía, ¿qué haréis?
—A la hora presente arde y nuestros pescadores recogen los pedazos de metal.
—¡Mi Quichua! —exclamó Pedro, haciendo un supremo esfuerzo para romper las ligaduras y arrojarse al cuello del brujo.
—El jefe blanco se oponía a ello, pero yo la hice quemar para quitarle de la mente la idea de huir. De este modo no os podréis mover de aquí y evitaremos el peligro de que vengan muchos hombres blancos a exterminarnos. Yo no soy ningún tonto.
—Eres un infame pirata.
—No sé qué es eso, ni me importa. Está tranquilo y no te enfades.
El brujo, que debía de temer mucho a Pedro, atado y todo, le abandonó yendo a guarecerse entre un grupo de guerreros. Cuantas hordas habían tomado parte en el combate se habían puesto en camino, parte a la vanguardia y parte a retaguardia de las tres literas.
Eran cuatrocientos o quinientos salvajes, bien armados todos y de estatura superior a la media, puesto que los onas son los hombres más altos de la Tierra del Fuego, como descendientes probables de los patagones; mientras los demás, como ya dejamos indicado, son más bajos que los hombres de estatura media.
Se habían dividido en varios grupos, guiado cada uno de ellos por jefes que llevaban engarzadas, en el cabello, plumas de color distinto para distinguirse los unos de los otros. Muchísimos iban heridos, por haber tenido que soportar el fuego de los tripulantes de la Quichua durante más de un cuarto de hora. No por eso daban muestras de sentir un gran dolor, pues seguían el mismo paso de los demás sin quedar rezagados ni pedir auxilio a sus compañeros.
La larguísima columna subió la colina, superó la cresta y penetró en una garganta llena de elevadísimas hayas y de altos pinos, y tan tenebrosa que no se podía distinguir nada a pocos pasos de distancia.
Siguió avanzando durante dos horas y detúvose después al despuntar el día en un vasto espacio cerrado entre montañas cortadas a pico y ocupado por infinito número de cabañas.
—Llegamos —dijo el brujo a Pedro, que estaba inmerso en tristes pensamientos—. El jefe blanco vive aquí.
Mientras los guerreros que habían atacado a Pedro y a sus compañeros llegaban por un lado, por otro llegaban los que después de un breve combate se habían apoderado de la Quichua.
Estos también llevaban en el centro un palanquín de piel de guanaco en el cual se veía una forma humana cubierta con un pedazo de vela: era Mariquita.
La pobre criatura había asistido con horror al feroz asalto de los fueguinos y a la masacre de los pocos marineros que habían quedado en la nave ballenera. Su resistencia duró pocos minutos. Oprimidos por el número de los enemigos veinte veces superior y atacados por todos los lados con flechas y lanzas, cayeron gravemente heridos uno tras otro para morir luego bajo las hachas de piedra.
Mariquita, como digna araucana, no se rindió sin luchar. Había hecho fuego muchas veces con su fusil, hasta que sujeta por la espalda hubo de ceder y dejarse conducir a una chalupa.
Ignorando que tuviera a Alonso tan cerca y no dudando de que Pedro, el señor López y los demás habían sido exterminados, puesto que había oído los tiros que provenían de la playa, se abandonó a su triste suerte, aunque aquel final le inspirara un invencible horror. ¡Ser devorada por aquellos antropófagos! ¡Era atroz!
Los salvajes, desembarcados en la costa, la condujeron en seguida a través de los bosques, llegando al pueblo casi a la vez que los que habían vencido a Pedro.
Un hombre adelantóse hacia la banda e hizo colocar en el suelo la litera. Alzó la vela y contempló a Mariquita.
—Está bien —dijo luego en pésimo español.
La joven, al oír aquellas palabras, abrió los ojos.
—¡Tú! —dijo reconociendo en aquel hombre al cazador de guanacos—. ¡Tú también nos has hecho traición!
El salvaje, sonriendo, se limitó a hacer un movimiento de hombros.
—¿Han muerto todos los demás? —preguntó Mariquita sollozando.
—No sé —contestó el cazador.
Hizo una señal. Los que conducían la litera la recogieron nuevamente y se pusieron en camino, deteniéndose poco después ante una gran cabaña que se levantaba en el centro del pueblo.
No era una de aquellas sucias habitaciones usadas por los fueguinos, verdaderas covachas hechas con ramas y cortezas de árbol que son insuficientes para proteger del frío y de la lluvia.
Era una hermosa cabaña, hecha con troncos de árbol, con el techo cubierto con manojos de mimbres bien apretados y con aberturas que bien o mal hacían el efecto de ventanas. El cazador de guanacos cortó las cuerdas que ataban a Mariquita con una concha afilada y la invitó a que se levantara, diciéndole:
—Entre usted; es la morada del jefe.
La puerta estaba abierta. La joven, sorprendida de ver que aún estaba viva y además en libertad, traspasó el dintel y se encontró en una estancia bastante espaciosa y amueblada con un lujo desconocido para los fueguinos.
Las paredes estaban cubiertas de pieles de guanaco que ocultaban las grietas, y el suelo, tapizado con pieles de león marino. Había además escabeles de madera, una mesa que parecía construida con restos de alguna nave, y diversos trofeos y panoplias dispuestas con tal gusto que revelaba la mano de un hombre civilizado. Mariquita no había salido aún de su estupor, cuando vio entrar a un hombre a quien de momento no llegó a reconocer, si bien se dio cuenta en seguida de que no estaba delante de un salvaje inmundo sino de un hombre de raza blanca.
Era un hombre de unos treinta años, de elegantes maneras, larga barba rubia, cabello también largo, de igual color, que caía sobre sus hombros, ojos azules y piel blanquísima. Vestía un capote de piel de guanaco y unos pantalones de paño oscuro que debieron de pertenecer a algún marinero. Calzaba botas de piel de león marino con el pelo hacia fuera, que no fueron seguramente construidas por un zapatero, americano o europeo.
Adornaba su cabeza una diadema de conchas y plumas de gaviota, y lucía en el cuello numerosas hileras de collares. Sus mejillas estaban tatuadas de azul y rojo. Aquel hombre quedó un momento inmóvil, pero abrió luego los brazos y se precipitó hacia la joven diciéndole:
—¿No me reconoces, Mariquita?
La araucana lanzó un grito.
—¡Alonso!
El primo de Pedro, pues él era, tuvo tiempo apenas de sostenerla. La emoción sufrida había sido tan fuerte y tan inesperada que a Mariquita le faltaron las fuerzas.
—Abrázame, amada mía —dijo Alonso loco de alegría—. ¡Dios me la ha devuelto!
—¡Alonso! —exclamó la joven mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—. ¡En qué estado te encuentro!
—Convertido en miserable jefe de salvajes —contestó el argentino—. El corazón me decía que había de volver a verte. ¡Habla, cuéntame, me vuelvo loco! ¿Quién te ha dicho que había naufragado aquí? ¿Quién te ha traído? ¡Dios le ha inspirado!
Hízola sentar en un escabel de madera y se colocó a su lado estrechándole las manos y mirándola entre alegre y aterrado. Parecía que el desgraciado náufrago adivinaba o sentía por instinto que aquella mujer pertenecía a otro.
Mariquita le contaba, entre sollozos, balbuceando, lo que había ocurrido. El casual encuentro de la ballena, las tentativas hechas para encontrar una nave, las desastrosas peripecias del viaje, sin hablar empero del juramento que debía robarle su prometida.
Alonso la oía con el semblante demudado.
—¡Pedro!... ¡Deber yo a él mi salvación! —dijo entre dientes apenas Mariquita hubo terminado—. Pero odiándome tanto, ¿cómo se ha prestado a ello?
Mariquita enmudeció. No se atrevía a confesarle a qué precio había conseguido convencer al ballenero para conducirla a la Tierra del Fuego, como no se atrevía a decir a sí misma que Pedro, aquel hombre leal y valiente, que tantas veces la arrancara de los brazos de la muerte y que tantas pruebas le tenía dadas de su amor inmenso, ocupaba ya tanto sitio en su corazón.
—Sabía que estaba aquí —dijo de pronto Alonso—. El brujo de la tribu me había informado exactamente de que la nave era la Quichua y que en ella ibais tú, el señor López, Pedro y Pardo.
Mariquita se levantó mirándole con horror.
—¿Y tú sabiendo que éramos nosotros permitiste a tus salvajes que nos atacaran y asesinaran a los tripulantes? ¡Oh, Alonso! ¡Qué infamia consentiste a tus súbditos!
—Te engañas, alma mía. Yo hubiera querido salvarles y hablé calurosamente en favor de los marineros, diciendo a los subjefes de la tribu que eran amigos míos; pero no he podido obtener más que la vida de cuatro; la tuya, la del señor López, la del viejo Pardo y la de... Pedro, por ahora —añadió luego, mirando sospechosamente a Mariquita—. No tengo aún la seguridad de que mi primo se salve. Si hubiese querido que se salvaran todos, mis súbditos se habrían revolucionado y habrían acabado por devorarme a mí. ¿Qué podía hacer yo? Mi autoridad no es tan grande como supones y un incidente cualquiera, una palabra del brujo, que es aquí una potencia, bastaría tal vez para destruir todo mi reino.
—¿Y tendrías valor para permitir que devoraran a Pedro? —preguntó la araucana mirándole con espanto.
—El me odia...
—Y con todo ese odio ha venido aquí para salvarte, poniendo en peligro su vida, la de sus tripulantes y su nave. ¿Qué otro hombre se habría prestado a lanzarse a estas costas en una estación tempestuosa como la presente?
—¿Y quién le indujo a obrar así?
—Yo —contestó Mariquita.
—¿Y él, que ya dos veces había tratado de partir mi nave en dos para librarse de un rival inoportuno, aceptó tu proposición?
—Pedro no se hizo de rogar.
Una sonrisa se dibujó en los labios del argentino, una sonrisa que parecía ocultar una amenaza terrible.
—Y tú, en cambio, ¿no le prometiste nada? —preguntó con voz lúgubre.
Mariquita palideció.
Comprendía que de no mentir, Pedro, aquel hombre fuerte y noble, que había realizado por ella tantas proezas, estaba irremisiblemente perdido.
En los ojos de Alonso se advertía una llama siniestra que delataba un odio implacable.
—¿Qué quieres decir, Alonso? —preguntó.
—Que mi primo no puede haber aceptado venir a buscarme sin que tú le hayas prometido algo.
—Pedro estaba ya resignado.
—¡Pedro! Me extraña mucho que renunciara a sus esperanzas; conozco demasiado su tenacidad.
—En fin: ¿qué quieres de él? —preguntó la joven con ira mal reprimida.
—Bastaría una palabra mía para que aquel hombre terminara su existencia en unas parrillas. Mis súbditos gustan de la carne humana, especialmente la blanca, y tendrían una verdadera alegría si pudieran añadir un hombre más a los que ya han matado, y que en estos momentos estarán asando seguramente.
—Ya no reconozco al Alonso del pasado —dijo Mariquita—. Entonces no habría sido capaz de soñar siquiera una infamia semejante. Se diría que al contacto continuo con estos miserables salvajes se te ha endurecido el corazón. Aquel hombre ha desafiado los hielos y las tempestades por ti; aquel hombre ha afrontado a los salvajes, ha perdido a sus marineros y su nave, aquella nave que amaba como si fuera su hija; ha hecho prodigios de arrojo y temeridad que ningún otro hombre habría sido capaz de ejecutar y en recompensa de todo esto, ¿serías capaz de hacerle devorar por tus súbditos?... ¡Alonso, me das miedo!
—¿Quisieras que le salvara?
—Es tu deber.
—¿Tú lo crees empresa fácil?
—Hemos desafiado mil peligros para acudir en tu auxilio, desafía tú uno siquiera. ¿Es que pretendes retenernos aquí?
Alonso se puso a andar por la cabaña, presa de una profunda preocupación.
—¿Teníais licores en la Quichua? —preguntó de pronto.
—Pedro había hecho embarcar muchos para ofrecerlos a los salvajes a cambio de tu libertad.
—¿Estaba seguro de que era yo prisionero de los fueguinos?
—Lo sospechaba.
—Siendo así, tenemos alguna esperanza de poder abandonar este terrible país.
—¿Huiremos todos?
—Todos, puesto que lo deseas.
—¿Pedro también?
—También.
—La nave ha sido incendiada.
—Lo sé.
—¿Afrontaremos el mar en uno de los débiles botes de que se sirven tus súbditos?
—En la costa, al extremo de la bahía, están aún los restos de mi Rosita. Construiremos una balsa y nos abandonaremos a la merced de las olas. Cuando estemos en Punta Arenas querré saber a qué es debido que Pedro se haya prestado a acudir en mi auxilio.
Mariquita sintió un estremecimiento.
Alonso se dirigió hacia la puerta y batió una especie de tambor construido con un pedazo de tronco vacío cubierto con una piel de guanaco muy tiesa. Al oír aquel ruido entró un hombre: era el yecamush.
—¿Mi jefe me ha llamado? —preguntó el brujo afectando exagerado respeto.
—¿La nave ha sido destruida? —preguntó Alonso.
—Sí, jefe.
—¿Habéis traído aquí todo cuanto contenía?
—Los descargadores han llegado en este momento.
—¿Hay barriles?
—Unos veinte.
—Contienen el agua de fuego que tanto os gusta, y la beberéis después del festín de carne blanca, que no celebraréis hasta esta noche. Quiero que sólo tomen parte en él los guerreros reconocidos por su valor.
—¿Y los otros?
—Irán a ganarse otro dentro de algunos días. He sabido de labios de esta mujer, que dentro de poco abordará otra nave al Norte de la bahía y los que no tomen parte en el banquete de hoy irán a esperarla y asaltarla.
—¡Otra nave! —exclamó el salvaje.
—Cargada de agua de fuego y con muchos hombres blancos.
—¿Y también perdonaremos a algunos de ellos?
—No; os los entrego todos, puesto que no son amigos míos.
—Eres un gran jefe —dijo el antropófago—. Nuestros guerreros asaltarán aquella nave y se apoderarán de todo. ¿Quién tomará parte en el banquete?
—Un centenar tan sólo; los más valientes y que más se han distinguido en el combate. Los otros saldrán hoy mismo para el Norte de la bahía, pues podría darse el caso de que la nave llegara esta noche.
—Voy a cumplimentar tus órdenes.
—Un momento. ¿Dónde están los prisioneros?
—En mi cabaña.
—¿El viejo está herido de gravedad?
—No; acabo de visitarle en este instante. Tenía la cabeza un poco hinchada a consecuencia de un hachazo; nada más.
—Me prometiste solemnemente que no matarías a mis amigos —dijo Alonso con severidad.
—Es verdad; pero comprenderás, jefe, que en el fragor del combate uno no puede tener tranquilidad. El viejo luchaba como si tuviera en el cuerpo el espíritu del mal y, para reducirlo, ha sido preciso pegarle con más vigor. Por lo demás, la herida estará cicatrizada dentro de pocos días.
—Puedes ir a dar las órdenes para el gran banquete. Mándame cuatro guerreros que acompañen a esta mujer al lado de los prisioneros.
Cuando el yecamush hubo salido, Alonso se dirigió a la araucana, que no había entendido nada, al no conocer una sola palabra de fueguino.
—Si todo va bien y aquel brujo no sospecha nada, esta noche estaremos todos en libertad —le dijo—. Estos salvajes no resisten el aguardiente y con pocas copitas se les emborracha. Con los barriles de Pedro les haré caer como muertos. Vuelve al lado del señor López, tranquilízale y di a los demás que estén preparados. Ya pensaré yo en las armas y en cuanto sea necesario para construirnos la balsa.
—Gracias, Alonso —dijo Mariquita—. Y a Pedro ¿qué he de decirle de tu parte?
—Por ahora nada.
—¿Sigues considerándole como un enemigo tuyo?
—Hoy más que ayer: cuando menos hasta que haya tenido una entrevista con él.
Cuatro guerreros aparecieron en el dintel de la puerta.
—Puedes seguirles sin temor —dijo Alonso señalándoles a Mariquita—. Adiós, y con la esperanza de que sigas siendo mi prometida —añadió después con amenazador acento.
La joven salió sin contestar, con la cabeza inclinada, para ocultar su incomodidad y preocupación.
Los salvajes la hicieron atravesar el pueblo entre una multitud de curiosos, que acudieron a verla.
Había entre ellos muchas mujeres entremezcladas con los guerreros; miserables criaturas de nauseabunda fealdad y tan mugrientas que no se sabía de qué color tenían la piel.
En la vasta plaza que rodeaba la cabaña del jefe blanco habían empezado los preparativos del gran banquete antropófago.
Veíanse enormes montones de madera, que habían de servir para cocer los cadáveres de los desdichados marineros de la Quichua.
Al pasar delante de uno de aquéllos, Mariquita distinguió con indecible horror a dos cadáveres de piel blanca ensartados en un asador gigantesco y reconoció en ellos los míseros cuerpos de los dos marineros que quedaron de guardia en el bote.
—¡Qué horror! —exclamó la joven tapándose los ojos—. ¿Y Alonso no ha sido capaz de impedirlo? ¡Pedro no lo habría tolerado, oh, no! Habría preferido luchar sólo cuerpo a cuerpo con todos estos miserables.
Los cuatro salvajes se detuvieron delante de una cabaña de bello aspecto que podía competir con la de Alonso, y estaba guardada por un pelotón de hombres armados con lanzas y hachas de piedra.
Empujaron la puerta formada con gruesas tablas mal dispuestas, introdujeron en ella a Mariquita y luego salieron cerrando de nuevo la puerta con un sólido barrote de madera.
Allí estaban los tres prisioneros: Pedro, sentado en un rudo escabel, con la cabeza entre las manos, triste y silencioso; el señor López, fajando la cabeza al viejo Pardo con la destreza de un médico.
Al ver entrar a Mariquita, el explorador se levantó con la ligereza que no se hubiera supuesto en un hombre tan avanzado en años, corriendo a su encuentro. Pedro dejó también su sitio y la tristeza desapareció rápidamente de su rostro.
—¡Hija mía! —exclamó el señor López estrechándola en sus brazos—. ¡No creía volverte a ver!
—¿No sabes que Alonso está aquí? —díjole Mariquita.
—Sí, lo sabía. Me lo ha dicho Pedro. ¿Y es a él a quien debemos la vida?
—Sí, padre.
—Mejor preferiría deberla al brujo —dijo Pedro con voz sorda—. Esta gratitud pesa demasiado en mi alma.
—¿No ha expuesto usted acaso cien veces la suya para salvar la vida de Alonso? —dijo el señor López—. Alonso le deberá eterna gratitud a usted, y si le ha salvado, no ha hecho más que cumplir con su deber.
Mariquita hizo con la cabeza un signo de aprobación. Pedro, en cambio, apretó los dientes y se entristeció de nuevo.
—¿Le ha dicho a usted qué piensa hacer de mí? —preguntó el ballenero.
—Lo ha preparado todo para nuestra fuga —contestó la joven.
—¿Quiere huir él también?
—Esta noche saldremos del pueblo.
—¿No será un lazo para desembarazarse de mí?
—Es usted injusto, Pedro —dijo Mariquita con tono de reproche.
—Incendiada mi nave, ¿dónde nos embarcaremos?
—En una balsa que construiremos con los restos de la Rosita.
—No iremos muy lejos —dijo el ballenero—. ¿Irá también él con nosotros?
—¿Quisiera usted que se quedara aquí entre estos salvajes?
—Ahora lo preferiría.
El señor López miraba a Pedro con inquietud. Se preguntaba con angustia lo que ocurriría cuando los dos primos se encontraran frente a frente, desde el momento en que en su ánimo había empezado a infiltrarse la sospecha de que Mariquita había contraído algún grave compromiso para decidir al ballenero a una expedición tan arriesgada.
—Esperemos esta noche —dijo Pedro después de un largo silencio—. Veremos si también Alonso nos traiciona como lo hicieron el brujo y el cazador de guanacos.
Volvió a sentarse en el escabel que estaba situado en el ángulo más oscuro de la cabaña, mientras el señor López se acercaba a Pardo para acabar de fajarle la herida. Mariquita se sentó junto al ballenero.
—Pedro —le dijo en voz baja—, si estima usted la vida no hable una palabra del juramento. Cuando estemos en el mar, haga usted lo que quiera.
—¿Serás mi mujer?
—Seré fiel a la promesa.
—¿Lo serás aún ahora que has visto a Alonso? —preguntó Pedro con acento un tanto irónico.
—Seré de usted en vida y en muerte. Las mujeres de mi raza no hacen traición.
—¡Gracias, Mariquita! —murmuró el ballenero con un suspiro de alivio—. Había dudado de ti.
—Yo tiemblo, sin embargo, pensando en lo que podrá ocurrir entre tú y Alonso, cuando sepa que no soy su prometida.
—Se conformará como yo me había conformado.
—Y si...
—Pedro no tiene miedo y defenderá su propia vida y la de su mujer —dijo el ballenero.
Al anochecer el pueblo resplandecía con las llamas.
Enormes montones de leña ardían en torno de la cabaña del jefe blanco y en esas hogueras, horrible como suena, asaban a los desgraciados marineros de la Quichua, ensartados en enormes espetones, bajo la vigilancia de dos docenas de cocineros, muy prácticos, al parecer, en aquel género de asados humanos.
Delante de la cabaña, sentados alrededor de una estera descomunal, estaban reunidos los guerreros y subjefes escogidos entre los que más se distinguieran en el asalto de la nave y en el combate contra Pedro y sus compañeros.
Eran los únicos que quedaban en el pueblo. Los demás, ávidos de conseguir también asados de carne blanca, se dirigieron hacia las orillas septentrionales del golfo, esperando la nave anunciada por el jefe, promesa que fue acogida con entera credulidad.
Alonso había tomado asiento en una piel de guanaco, en el centro de la estera, teniendo a ambos lados respectivamente al brujo y al cazador de guanacos, los dos principales promovedores de la traición y de la victoria final. Esperando el asado humano, aquellos asquerosos convidados habían empezado a devorar inmensas raciones de pescado, erizos de mar y ostras, rociando los manjares con abundantes libaciones de aguardiente.
Cuantos barriles encontraron en la Quichua estaban colocados en fila delante de los comensales y cada uno de ellos bebía cuanto le venía en gana sirviéndose en vez de tazas de conchas de marisco.
Alonso, para evitar toda sospecha, fingía estar muy alegre y bromeaba con el brujo y el cazador de guanacos. Pero sentía invencible repugnancia ante el olor de aquellas carnes que se asaban crepitando y le temblaba el corazón al pensar que había de asistir al atroz banquete hasta su terminación.
Se consolaba, empero, viendo que los salvajes bebían a más y mejor, esperando que se emborracharan antes que los cocineros llevaran aquellos cadáveres al festín.
Precisamente por eso, había dado órdenes a los cocineros de que retardaran el asado, sirviéndolo como último plato. Y para que resistieran mejor ante aquellas hogueras gigantescas, les hizo distribuir dos barriles de aguardiente, convencido de que también ellos caerían emborrachados.
Las abundantes libaciones producían su efecto. Los salvajes no habían devorado aún la mitad de los pescados, erizos y ostras, que ya se sostenían difícilmente en pie. No acostumbrados a aquellos licores se entorpecían rápidamente y algunos de ellos caían como heridos por un rayo, con la boca llena todavía de comida que no tuvieron tiempo de tragar.
El brujo y el cazador de guanacos se amodorraban de cuando en cuando y hacían inútiles esfuerzos para esperar el plato fuerte que los cocineros, borrachos a su vez, dejaban quemar en el asador.
Alonso animaba a todos a que bebieran, burlándose de los que resistían menos que los demás, para estimularles a que no dieran paz a los barriles. Y aquellos brutos, para no aparecer débiles ante el jefe, tragaban el ardiente licor con el mayor entusiasmo, y caían poco después de narices en medio de los restos de los pescados y mariscos.
—Un último golpe y caerán todos juntos para no levantarse antes de veinticuatro horas —se dijo Alonso.
A los que aún se sostenían les propuso una especie de brindis para solemnizar la victoria alcanzada y la futura contra la esperada nave. Fueron aceptados con tal entusiasmo que al tercer brindis no había uno solo que permaneciera sentado.
Todos habían caído en indescriptible confusión, unos delante, otros detrás, roncando éstos y sollozando aquéllos ruidosamente.
Los cocineros estaban también tendidos delante de las hogueras con grave riesgo de asarse. Los asados se estaban carbonizando.
Alonso se levantó.
—Si no aprovecho esta ocasión, no saldré jamás de la Tierra del Fuego —dijo.
Se dirigió presuroso a la cabaña, se colocó algunos cuchillos y un hacha al cinto, cargó con algunas cuerdas, tomó dos mosquetes y salió corriendo desesperadamente.
Nadie velaba delante de la cabaña de los prisioneros, pues también los centinelas habían sido invitados a tomar parte en el festín.
Hizo caer el barrote de madera y entró diciendo:
—Todos duermen; partamos enseguida sin vacilar.
Pedro fue el primero en salir. Los dos primos se miraron de través, sin saludarse y sin cambiar una palabra. Ni Alonso quería dar las gracias al otro por haber armado la nave para esa peligrosa expedición, ni el ballenero por haber salvado la vida.
Los dos comprendían instintivamente que su odio, lejos de calmarse, había aumentado considerablemente y que había de ser fatal para uno u otro.
El señor López, adivinando el estado y la excitación de sus ánimos y temeroso de que hubiera un estallido que en aquel momento podía ser fatal, se apresuró a reunirse con ellos diciendo:
—Vámonos deprisa, antes que los onas se den cuenta de nuestra fuga.
Alonso se acercó al viejo explorador tendiéndole la mano.
—Gracias, señor López —le dijo—. No creía volver a ver al que un día será mi segundo padre.
Mariquita llegaba entonces junto a ellos en unión de Pardo, que si tenía rota la cabeza, tenía en cambio sólidas las piernas todavía.
—¿Nadie se ha apercibido? —preguntó.
—No, Mariquita —contestó Alonso—. Todos están borrachos y nadie nos molestará durante veinticuatro horas por lo menos.
Dio un mosquete y munición al señor López y señalando luego el tenebroso desfiladero que se abría delante de ellos, añadió:
—Allí hay la libertad: partamos sin tardanza.
Se pusieron en marcha a paso rápido. Alonso, práctico del lugar, iba delante de todos, seguido del señor López, luego iba Mariquita con el viejo Pardo y por último Pedro, más triste que nunca.
Bajaron el desfiladero casi a la carrera, en el más profundo silencio, atravesaron el bosque de hayas sin darse un momento de tregua y sin hablar, y luego tomaron la vía de las colinas, redoblando el paso.
El mar rugía sobre la playa y el viento marino llevaba hasta ellos las emanaciones salinas. Pocos kilómetros habían de recorrer para llegar a la costa, cuando Alonso se detuvo bruscamente diciendo:
—Nos siguen.
—¿Quién? —preguntó Pedro frunciendo el ceño.
—Salvajes.
—¿Cómo lo sabe usted? ¿Se tratará de un nuevo lazo urdido por alguien? No me sorprendería desde el momento en que alguno de nosotros está de más aquí.
—¿Yo o usted? —preguntó Alonso irónicamente.
—¡Pedro! ¡Alonso! —gritó el señor López interponiéndose entre ambos—. Piensen en el peligro que nos amenaza y no en esos odios que a estas horas debieran de haberse ya extinguido.
Mariquita se acercó al ballenero y cogiéndole de una mano, le dijo al oído:
—Cállese: ¿quiere usted perderse?
Los dos rivales se midieron durante un instante con la mirada y luego siguieron andando.
—¿Está usted seguro de que nos siguen? —preguntó el señor López a Alonso—. ¿No podría usted equivocarse?
—Le digo a usted que nos persiguen —contestó el exjefe de los onas—. Puede suceder que alguna de las bandas que he mandado hacia las costas septentrionales de la bahía haya venido hasta aquí para espiar mejor la costa y nos haya descubierto.
—En ese caso, no tendríamos tiempo suficiente para construir la balsa.
—Sé dónde se encuentran los botes y me dirijo precisamente hacia aquella cala para huir con más facilidad.
—¿Y afrontaremos el mar en tan débiles chalupas?
—Por el momento, sí; después volveremos si podemos —contestó Alonso.
Se detuvo y miró hacia atrás, indicando a todos que no hablaran, después acercó un oído al suelo.
—Nos persiguen —dijo levantándose—. ¡Huyamos!
Echaron a correr. El viejo Pardo, aunque herido, corría también ayudado por Pedro.
Estaban ya a pocos centenares de pasos de la costa cuando oyeron gritos. Una banda de salvajes salió de los bosques y bajaba velozmente las colinas.
—Ahí están —gritó el señor López.
—Síganme —dijo Alonso con imperioso ademán.
Se dirigió hacia algunas rocas que parecían ocultar una pequeña cala y que se adentraban en la bahía, formando dos pequeños promontorios.
Los fugitivos subieron velozmente las rocas y descendieron por la parte opuesta sin detenerse.
Allí había un trozo de playa arenosa y en ella varios botes varados, usados por los fueguinos, hechos con cortezas de árboles reunidas y pegadas con resina.
Alonso iba a apoderarse del más grueso y, al parecer, más resistente, cuando Pedro le detuvo diciendo:
—Ate usted dos juntos, señor Gutiérrez; resistirán mejor el empuje de las olas. Ahora déme usted el hacha.
—¿Para qué? —preguntó Alonso.
—Ya lo verá usted. Usted ocúpese de los dos botes.
Tomó Pedro el hacha y comenzó a destrozar las otras embarcaciones, desfondándolas una por una.
—De este modo evitaré que nos persigan por mar los salvajes.
Alonso y el señor López unían en tanto a toda prisa los dos botes más grandes, atándolos sólidamente uno al lado de otro. Habían terminado apenas, cuando se presentaron los onas. Eran unos cincuenta y parecían furiosos.
—El jefe blanco huye —gritaban.
Alonso y el señor López descargaron sus mosquetes y subieron luego de un salto a los botes donde les aguardaban ya Mariquita y Pardo.
Pedro estaba en aquel momento inutilizando los últimos, sin cuidarse de las flechas y de los venablos que empezaban a caer.
—¡Huyamos! —gritó Alonso cogiendo los remos para alejar los dos botes.
—¿Y Pedro? —gritó Mariquita deteniendo sus brazos.
Un relámpago feroz iluminaba los ojos del argentino; su semblante reflejaba en aquel momento un odio terrible.
—¡Él! —exclamó—. Arréglese como pueda.
—¡Alonso! Tú no cometerás semejante infamia —exclamó Mariquita.
—Así me libro de un poderoso rival —contestó el exjefe de los onas con acento de odio, tratando de alejar las embarcaciones.
Pardo y el señor López se le echaron encima y le arrancaron el remo de la mano.
—No le permitiremos que cometa semejante villanía —dijo con indignación el viejo explorador.
—Déjenlo estar —repuso Alonso—. ¡Nos estorbaría!
Ante tanta infamia Mariquita lanzó un grito de horror, luego recogió uno de los mosquetes, lo cargó precipitadamente e hizo ademán de arrojarse a la playa.
—¿A dónde vas Mariquita? —preguntó el señor López.
—A morir con Pedro —contestó la joven.
Alonso pronunció una blasfemia.
El ballenero, que no se había dado cuenta de nada, acababa en aquel momento de destruir la última embarcación. Con pocos saltos alcanzó a los fugitivos, pasando entre una tempestad de dardos y venablos y saltó a los botes gritando con voz tonante:
—¡A los remos!
Todos, excepto Alonso, que se sentó a proa de una chalupa, pálido de rabia, habían cogido los remos.
Salieron velozmente de la cala y se dirigieron al centro del golfo, mientras los onas, impotentes para seguirles, se desahogaban con gritos y con una inútil granizada de proyectiles de toda especie. La noche era oscurísima y cargada de niebla; pero como no soplaba el viento, las olas no eran tan fuertes que comprometieran la poca solidez de las dos embarcaciones. El mismo Atlántico parecía tranquilo, pues no se oían los mugidos de las grandes olas.
Pero los fugitivos no estaban tranquilos en aquellos frágiles esquifes, que de un momento a otro podían hundirse. Además, con la prisa de sustraerse a la persecución de los salvajes no se cuidaron de llevar consigo ni una gota de agua dulce ni provisiones.
—¿A dónde iremos a parar? —preguntó el señor López, viendo que Pedro dirigía las embarcaciones fuera de la bahía.
—Huimos —contestó el ballenero—. Antes que despunte el alba hemos de estar bien lejos de aquí. Los salvajes habrán dado ya el grito de alarma y como a ellos no les faltan embarcaciones no tardarán en darnos caza. Nuestra salvación está en nuestra rapidez.
—Nos veremos obligados a ir a fondear en algún sitio. Estas chalupas no resistirán mucho el movimiento de las olas del Océano, ni podrían servirnos para ganar de nuevo el Estrecho de Magallanes, que está tan lejos.
—Veremos de llegar a alguna isla —contestó Pedro—. En estas costas no faltan pájaros y cogeremos nieve para procurarnos agua.
—¡Si encontráramos algún buque!
—¡En esta estación! Los balleneros están todos a salvo en sus puertos y no se moverán hasta pasados tres meses.
—¿Y cómo vamos a resistir tanto tiempo en una isla desierta privados de todo? —preguntó Mariquita.
—No sé —contestó Pedro.
—Moriremos y todo concluido —dijo Alonso sonriendo tristemente.
—Si esto puede ser de su agrado, no es del gusto de los demás —contestó Pedro.
—¿Tiene usted apego a la vida?
—Hoy sí.
—Veremos, pues, si logrará salvarla.
—¿Quién la amenaza? ¿Usted tal vez?
—¡Pedro! —exclamó Mariquita, viendo que el ballenero se levantaba amenazador.
El señor López se levantó también dispuesto a apaciguar los ánimos, mientras Pardo se colocó delante de Alonso, que hurgaba en la cintura como si buscase un cuchillo.
El ballenero tornó a sentarse volviendo a tomar los remos.
—Piense usted en salvar a Mariquita —dijo el señor López—, y no olvide que nos encontramos en dos débiles botes que al menor movimiento pueden zozobrar.
Emprendieron de nuevo la navegación, aparentemente tranquilos todos. El mismo Alonso había tomado dos remos para acelerar la marcha.
Acababan de salir de la bahía y corrían sobre las olas del Océano con dirección al Norte.
El Atlántico estaba cargado de niebla y lleno de bancos de hielo que las corrientes empujaban con notable velocidad hacia el Septentrión. Algunos de ellos tenían enormes dimensiones, midiendo varios centenares de pies tanto de largo como de ancho.
—Señor Pedro —dijo el viejo Pardo—. ¿No sería mejor que nos refugiáramos en uno de esos bancos? Son sólidos, resisten mucho y todos suben hacia las costas americanas. Son mucho mejores que estas débiles embarcaciones que un golpe cualquiera puede destruir.
—Apruebo su idea —contestó el ballenero—. Fiemos nuestra suerte a uno de esos hielos y pongamos en seco esta chalupa. De este modo tendremos mayores probabilidades de llegar al Estrecho de Magallanes.
—¿Podremos procurarnos víveres? —preguntó el señor López.
—Las aves marinas y los leones de mar se colocan de buen grado en las márgenes de los bancos —contestó Pedro—. Encontraremos siempre.
—Aprovechemos la ocasión —dijo Pardo—. He ahí un banco bueno para nosotros.
Una gigantesca mole de hielo, que tenía en el centro un pequeño promontorio, pasaba en aquel instante a doscientos o trescientos metros de los botes. Tendría una circunferencia de trescientos metros también, y un espesor tal que no había que temer que se derritiera por el momento.
Los fugitivos la alcanzaron con algunos golpes de remo y ayudándose uno a otro subieron a ella, no olvidando de cargar también las embarcaciones, que podían serles todavía de mucha utilidad, tanto para pasar a otro banco como para ir a cualquier isla a proveerse de caza.
—El hielo es espeso —dijo Pedro—. Podrá durar de cinco a seis semanas. Las corrientes lo llevan hacia el Norte.
—Hay, sin embargo, algo que no me tranquiliza —dijo Pardo.
—¿Qué?
—Que el banco, con ese promontorio que tiene en el centro, puede perder el equilibrio y volcar. A medida que vayamos subiendo el agua será menos fría e irá poco a poco fundiendo la parte sumergida.
—Cuando lo advirtamos, lo dejaremos —contestó Pedro—. Por ahora no creo que exista semejante peligro, porque no percibo ondulación alguna.
—Construiremos un refugio en él —dijo el señor López.
—Materiales no faltan aquí —contestó el ballenero—. Levantaremos una cabaña que nos ponga a cubierto de este viento helado y de las olas. Esperemos el alba.
Los fugitivos, acurrucados unos al lado de otros, entre los dos botes que habían desatado y que bien o mal les defendían de las heladas ráfagas del viento de mar, pasaron el resto de la noche velando.
El banco de hielo, llevado por las corrientes polares que suben hacia el Atlántico y con el auxilio además del viento del Mediodía, que hacía presa del promontorio, seguía alejándose de la bahía de San Sebastián, librando de este modo a los fugitivos de los peligros de persecución por parte de los fueguinos, que no se habrían atrevido a ir en su busca en el Océano.
Durante aquellas largas y angustiosas horas, nadie había dicho una palabra. Por otra parte, exceptuando quizás Pedro, estaban todos tan preocupados y tan tristes que no tenían ganas de hacer nada.
Todos se preguntaban con terror cómo iba a terminar aquella carrera en el Océano, en aquel pedazo de hielo a merced del viento y de las olas, sin víveres, sin mantas para guarecerse de los fríos que de un momento a otro podían hacerse intensos. El señor López, Mariquita y el viejo Pardo tenían además otros motivos para estar justamente alarmados: el odio entre los dos primos, que de un instante a otro podía estallar de un modo terrible y terminar en una tragedia.
El señor López había ya comprendido que en el corazón de la joven araucana debía de haber ocurrido un cambio en favor del ballenero y que Alonso había perdido su lugar. La acción resuelta, acometida por Mariquita, de acudir en auxilio del arrojado pescador de ballenas cuando Alonso intentó dejarle abandonado entre los salvajes, había sido una revelación para él y hemos de consignarlo, no sentía por ello remordimiento alguno. Durante el viaje había tenido ocasión de apreciar las infinitas cualidades que adornaban al ballenero, bien superiores a las de Alonso, que de un solo golpe había perdido las simpatías por la poca generosidad mostrada hacia el hombre que tantos peligros afrontara para acudir en su auxilio.
Le preocupaban, en cambio, los celos de ambos, celos que presentía violentísimos y terribles. Y Pardo, que había también adivinado lo que debía de haber sucedido en el ánimo de la araucana, compartía igualmente sus temores.
A pesar de esto, la noche transcurrió tranquila, sin que los dos primos se hubieran mirado de mala manera ni hubiesen en manera alguna dado muestra de la excitación que reinaba en sus cerebros.
Apenas disipada la niebla y hecha un poco de luz, Pedro dejó su puesto llevando consigo uno de los mosquetes y un cuchillo, diciendo casi alegremente:
—Vamos a ganarnos el almuerzo, antes de empezar a trabajar. Hace doce horas que estamos en ayunas.
Y era verdad, porque los salvajes no se habían acordado de darles de comer durante las horas de cautiverio en la cabaña, y los desgraciados sucesos de la mañana no les habían dado tiempo para otra cosa más que para tragar un poco de galleta.
El ballenero se alejó esperando sorprender algún león marino, lo cual habría sido una fortuna, o cuando menos dar caza a algunos pájaros que en aquel banco no debían de faltar.
El viejo Pardo, que se sentía un poco mejor, le siguió poco después llevando consigo el segundo mosquete, no ya con intención de ayudar al ballenero, sino para no dejar arma alguna de fuego en poder de Alonso. Sabía que Pedro era demasiado diestro para que pudiera tener necesidad de un viejo herido.
Los dos pescadores de ballenas se lanzaron entre los montecillos de hielo, que formaban pequeñas barreras, suficientes para ocultarles, y avanzaron lentamente hacia las márgenes del banco, escudriñando las grietas, dentro de las cuales podían encontrar algún león marino, adormecido aún.
Conforme habían previsto, muchas aves marinas habían fijado su domicilio en el banco.
Oían cómo los micrópteros mugían detrás de los montecillos y veían volar a muchos cormoranes y hasta a rompedores de huesos bastante grandes.
—Si no encontramos ninguna foca, nos repondremos con estas aves —dijo Pardo al ballenero, que se había detenido al borde de una grieta bastante profunda—. Procuremos no asustarles, para que no dejen este banco demasiado pronto.
—Aquí tienen sus nidos —contestó Pedro—, y por lo tanto no se irán mientras no nazcan los pequeñuelos. Además, ya sabe usted lo estúpidos que son estas aves y cómo se dejan exterminar sin la menor protesta.
—Si matamos demasiadas quedaremos luego sin ellas, señor Pedro. Hay que ser cautos con las provisiones. El Estrecho de Magallanes está muy lejos y quién sabe cuándo llegaremos a él, ¡si es que llegamos! Los vientos pueden empujar este banco hacia el centro del Océano en vez de llevarnos a tierra.
—Esto es lo que me preocupa, viejo Pardo —contestó el ballenero—. No sé qué será de nosotros cuando este banco empiece a deshacerse y veamos que va faltando a nuestros pies.
—Tenemos los botes.
—Que nos servirán bien poco.
—No desalentemos.
—No seré yo el que pierda el valor; es más, para que la pobre Mariquita no se asuste, me mostraré siempre confiado. Dejemos las tristes ideas y ocupémonos del almuerzo.
Rodearon la grieta y siguieron avanzando sin descubrir ninguna foca.
Al extremo del banco se encontraron en cambio con una banda de micrópteros, que estaban empollando sus huevos depositados dentro de pequeñas cavidades tapizadas con unas pocas algas marinas y plumas.
Las aves, al verse molestadas, se levantaron furiosas, gritando y batiendo sus pelados muñones que ocupan el lugar de sus alas.
Se precipitaron en apretadas filas contra los dos pescadores, picando sus piernas y saltando para quitarles los ojos. Pedro y Pardo a culatazos mataron una docena y habría seguido el estrago si los infelices, convencidos al fin de su impotencia, no hubieran tomado el partido de zambullirse en el mar, alejándose velozmente del banco. Los dos balleneros saquearon los nidos, escogiendo los huevos que les parecieron más frescos y llenándose los bolsillos, y cargados de pájaros volvieron junto a sus compañeros. Los víveres estaban asegurados por algunos días, aunque víveres poco agradables, puesto que la carne de aquellas aves es negruzca y oleosa, y los huevos saben a rancio y a pescado.
Pero a falta de cosa mejor podían darse por satisfechos.
—¡Qué abundancia! —dijo el señor López viéndoles llegar tan cargados.
—Y sin gastar un grano de pólvora —dijo Pardo—. La carne vale poco; pero cuando se corre el peligro de morir de hambre todo es bueno.
—¡Comida de salvajes! —dijo de pronto Alonso echando a las aves una mirada despreciativa.
—No teníamos otra cosa, señor Alonso —contestó Pardo un poco ofendido—. Si hubiésemos podido descubrir costillitas y bizcochos, habríamos traído de ambas cosas; pero desgraciadamente aquí no las hay.
—Son aves que los mismos onas despreciarían.
—Podía ir usted a buscarlas mejores, caballero —dijo Pedro, frunciendo el ceño—, tal vez el exjefe de salvajes ha encontrado otras aves más dignas de él.
Alonso se había levantado palidísimo, mirandolo de través. El ballenero sostuvo la mirada en la que brillaba una intensa llama de odio.
Mariquita, que temía el estallido, cuyas consecuencias no se podían prever, intervino diciendo:
—Nos contentaremos con lo que hay. Cuando los náufragos no tienen otros víveres se alimentan con estos pájaros y nosotros nos encontramos en idénticas condiciones, si no peores. Gracias, Pedro. Y a usted también, Pardo.
—Sí; bien sazonados, no son tan malos los micrópteros —dijo el señor López—. Cuando se les ha quitado la grasa, que nos dará aceite para encender un poco de fuego, pueden comerse. Me cuidaré yo de ello.
—¿Y lumbre para guisarlos? —preguntó Mariquita.
—Tenemos los hornillos de los fueguinos en los botes y nos serviremos de ellos. No faltarán las cuerdas que nos servirán de teas. El asado no será muy exquisito; pero sabremos adaptarnos a las circunstancias. Mientras vosotros construís la casa, yo me ocuparé en la cocina.
—Y yo te ayudaré, padre —dijo la joven araucana.
—Además, tenemos varias docenas de huevos —añadió Pardo—. Si no muy gustosos, substanciosos sí lo son.
Los dos balleneros vaciaron los bolsillos formando un lindo montón de huevos, y después examinaron el hielo para buscar el sitio más a propósito donde levantar la cabaña.
A pocos metros de las dos embarcaciones había varios montones de hielo muy limpio que podían ser excelentes materiales. Pardo y Pedro, armados de sendas hachas, pusiéronse a trabajar gruesos cuadrados, que colocaron luego en torno, uno encima de otro. El frío se había hecho tan intenso que aquellos bloques se soldaban enseguida sin necesidad de echar agua en ellos para helar las grietas.
Alonso no se movió para ayudarles. Estaba sentado en un montoncito mirándoles con aire casi burlón, para irritar al ballenero. Dos o tres veces había ya interrumpido éste su labor, mirando de un modo provocativo al exjefe de los salvajes.
Por fin, no pudiendo contenerse su cólera, estalló.
—Me parece que se ríe usted —le dijo—. ¿Se ríe usted porque construimos un albergue que también a usted le servirá?
—Es fácil que me ría —contestó Alonso con burlón acento—. ¿Le parece a usted que vale la pena de trabajar tanto para prepararse una tumba?
—¡Una tumba!
—He oído crujir el banco poco ha y esto indica que a no tardar dará un gran tumbo y nos arrastrará a nosotros.
—Usted trata de engañarnos —gritó Pedro, que sintió un estremecimiento de angustia.
—Le digo que nos hundiremos todos, y que Mariquita no será mía ni de usted.
—De usted, no —contestó Pedro—, aunque nos salváramos.
—¡Ah! —exclamó Alonso con sorna—. ¿Tiene usted la pretensión de tomármela?
—Se la he tomado ya.
El exjefe de los salvajes se levantó rugiendo.
—¿Qué ha dicho usted? —gritó.
—Que Mariquita ya no es su prometida.
—¡Usted miente!
—¡Señor Pedro! —dijo Pardo tratando de intervenir.
El ballenero le apartó dulcemente y acercándose a Alonso le dijo con voz fría y subrayando cada palabra:
—Le digo que Mariquita no es más de usted, y que me ha jurado ser mi esposa.
En aquel instante la joven araucana y el señor López, atraídos por aquel altercado, abandonaron precipitadamente las embarcaciones donde estaban preparando el almuerzo quemando la grasa de los micrópteros.
Alonso se precipitó hacia Mariquita y cogió a ésta por las muñecas.
—¿Es cierto cuanto ha dicho ese hombre? —le dijo con voz ronca.
—No sé de qué se trata. Cálmense... ¿A qué viene esta disputa?
—Acaba de asegurarme que tú ya no eres mía.
—Es cierto —murmuró la joven bajando la cabeza.
—¿Y te atreves a decírmelo a la cara?
—Hice solemne juramento de ser su esposa para obligarle a armar su nave y acudir en tu auxilio.
—¿Y mantendrás este juramento?
—Lo mantendré —contestó resuelta Mariquita—. Pedro me ha dado tales pruebas de afecto, como nadie lo habría hecho; nadie, ni tú tampoco, y hoy... le quiero.
—¿Y yo?
—Pedro te ha salvado.
—¡Mujer infame! —gritó Alonso tratando de ponerle la mano encima.
Pedro, que hasta entonces había permanecido inmóvil y silencioso, se lanzó de un salto entre Alonso y Mariquita, gritando:
—Toca a mi mujer, si te atreves.
—Señor López —dijo Alonso fuera de sí—. ¿Usted permitirá esto?
—Yo le he querido a usted como a un hijo, porque le creí noble y leal; pero anoche dio usted una prueba de la bajeza de sus sentimientos, tratando de hacer devorar a Pedro. Usted no es ya digno de mi estima, señor Gutiérrez: ha pasado a su primo, que ahora goza de ella por completo.
—¡Morid todos!
Con un movimiento rápido sacó el cuchillo y se dirigió contra Pedro.
El ballenero en aquel momento estaba indefenso, pero no se anonadó.
Dio un salto atrás para evitar el golpe que le habría partido el corazón y se puso a la defensiva, contando con su propia agilidad y con la fuerza prodigiosa que poseía.
El viejo Pardo, con un movimiento instintivo, se colocó entre los dos rivales y recibió el golpe destinado al ballenero, cayendo al suelo con el pecho partido.
—¡Asesino! —tuvo apenas tiempo de exclamar.
Alonso, que parecía haberse vuelto loco, se había abalanzado sobre Pedro por segunda vez, mientras Mariquita y el señor López intentaban detenerlo.
De pronto, pareció que faltaba el suelo a todos. Una terrible sacudida seguida de mil crujidos hizo mover el banco.
El señor López había lanzado un grito de horror.
—¡Huid! ¡El banco va a volcar!
Faltaba el tiempo. Todos habían caído y rodaban por el suelo, mientras el banco, perdido su aplomo, se inclinaba rápidamente. Las aguas habían minado la base e iba a darse vuelta. Pedro, con un supremo esfuerzo, se había acercado a Mariquita en el momento que resbalaba hacia el mar, y se precipitó al agua nadando aceleradamente.
Se oyó una enorme detonación y luego una ola gigantesca les envolvió a todos. El banco había volcado; pero daba una vuelta sobre sí mismo volviendo a flote. La cima se había convertido en una nueva base: la colina formaba el vértice sumergido.
Cuando Pedro, que no había abandonado a Mariquita, se emergió, el hielo se había nuevamente equilibrado, presentando márgenes menos elevados que antes, que se podían escalar con facilidad.
El ballenero, empujado por las mismas olas, pudo acercarse al banco y colocar en él a Mariquita.
—¡Padre mío! ¡Padre mío! —gimió la pobre muchacha.
Pedro había dirigido una mirada en torno suyo.
—¡Ahí está! —gritó.
Dos hombres se agitaban en la espuma haciendo esfuerzos sobrehumanos para mantenerse a flote: eran el señor López y Alonso.
El primero no parecía haber sufrido mucho en aquel terrible tumbo; pero el otro tenía la cabeza ensangrentada. Algún pedazo de hielo, desprendido del promontorio, debió de haberle herido. Pedro se arrojó de nuevo al agua. Llegar hasta el señor López y conducirle al banco fue obra de un momento.
—Gracias, Pedro —murmuró el viejo—. Ahora vaya por el otro. Está herido y a punto de ahogarse.
El ballenero, en vez de volver a sumergirse, cruzó las manos en el pecho mirando fríamente a Alonso que parecía agonizante.
—¡Pedro! —gritó Mariquita—. ¡No le deje morir! ¡Sea usted generoso una vez más!
El ballenero vaciló un momento más y luego dijo:
—Es verdad, le había prometido conducirle a salvo a Punta Arenas.
Y se lanzó resueltamente a través de las olas.
Había ya dado alcance a Alonso y estaba a punto de cogerlo, cuando éste de un empujón se dirigió a él apretándole el cuello con las manos y enredándole entre las piernas para que no pudiese nadar.
—Déjame —dijo resollando Pedro, que se sentía ahogar.
—No —rugió Alonso—. Moriremos juntos y ninguno tendrá a Mariquita.
La joven araucana, aterrada, les vio desaparecer, volver a flote estrechamente agarrados uno a otro y sumergirse luego.
Un grito de dolor brotó de sus labios.
—¡Oh! ¡Pedro mío!
De pronto salió una cabeza junto al banco. Era la del ballenero.
Su fuerza extraordinaria había triunfado una vez más. Se había librado de las garras de Alonso y éste, cansado de luchar y a causa de la pérdida de sangre, había ido al fondo.
Justo castigo de un miserable desagradecido.
Mariquita, al verle reaparecer, le tendió los brazos ayudándole a subir al banco.
—Perdóname, Pedro —dijo.
—Gracias —contestó en cambio el ballenero—. Ahora nadie vendrá a disputarme tu cariño.
Un grito les interrumpió.
—¡Una nave! ¡Una nave!
Era el señor López quien lo había lanzado.
Un vapor que apareció entre una nube de niebla se dirigía hacia el banco a toda máquina.
Distinguió a aquellos dos hombres y a la joven y acudía a salvarles.
La nave, que llegó con tanta oportunidad, era un pequeño crucero chileno procedente de una gira hidrográfica hecha al Sur de la Tierra del Fuego e iba a regresar a la patria.
Pedro, el señor López y Mariquita tuvieron la más simpática acogida a bordo, donde encontraron a un oficial que habían conocido en Punta Arenas.
El capitán del barco, enterado de sus extraordinarias aventuras, antes de abandonar esos parajes y tras los ruegos de Mariquita, ordenó que se lanzaran los botes para explorar los alrededores del banco a fin de encontrar los cadáveres de Alonso y el viejo Pardo. Una vez que la búsqueda no tuvo éxito, reanudó la carrera hacia el Norte.
Catorce días después embocaba el Estrecho de Magallanes, libre de hielo entonces, desembarcando a los náufragos en Punta Arenas.
Mariquita ha cumplido su juramento, se ha casado con el valiente ballenero y ahora navega, en una nueva embarcación de pesca, siguiendo a su marido en las peligrosas cacerías a los gigantes del mar, junto con el señor López, que no ha querido abandonarles más.
Copyright 2020 Christian Sánchez Lenci – Versión 1 (10/2020)