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Diez horas de caza

de Julio Verne

Edición Sáenz de Jubera (c. 1890)

 

I.

Muchas personas sienten una verdadera antipatía hacia los cazadores, y no les falta completamente la razón.

Quizás provenga esa antipatía de ver que los citados aficionados a la caza no sienten el menor escrúpulo en matar con sus propias manos los animales que luego han de comer.

Quizás provenga, y creo que esta razón es de más peso que la anterior, de la gran afición que tienen casi todos los cazadores a referir sus aventuras, vengan o no a cuento.

Hace más de veinte años, fui culpable del primer delito. Cacé, sí, cacé, y en castigo voy a ser culpable también del segundo contando mis aventuras de caza.

¡Ojalá que este relato verídico y sincero quite para siempre a mis semejantes la afición a correr por los campos, de la ceca a la meca, seguido del perro, el saco a la espalda, la cartuchera en la cintura y fusil al brazo! Sin embargo, no lo espero.

II.

Un filósofo guasón dijo, no recuerdo dónde ni cuándo, «que no se debe tener nunca ni casa de campo, ni coche, ni caballos, ni posesiones donde haya caza, puesto que siempre hay amigos que se encargan de tenerlos para los demás».

En virtud de este axioma, yo hice mi estreno en la carrera de las armas en unos terrenos reservados del departamento de la Somme, sin ser yo el propietario.

Era a fines de agosto de 1859, si no recuerdo mal.

Un bando de la alcaldía fijaba para el otro día la apertura de la caza.

En la ciudad de Amiens, cualquier tendero o artesano posee su escopeta, con la cual va a recorrer los campos en busca de caza; se comprende, pues, la impaciencia con que la citada apertura era esperada desde hacía ya seis semanas.

Tanto los cazadores de oficio, como los de segundo y tercer orden, los hábiles que matan sin apuntar, como los tontos que apuntan y no matan nunca, todos se preparaban en vista de la apertura, se equipaban, no pensando, hablando, ni soñando más que con liebres, conejos y perdices.

Mujer, hijos, familia, amigos, todo se olvidaba. Política, artes, literatura, agricultura, comercio, todo desaparecía ante la perspectiva del gran día.

Entre mis amigos, en Amiens, había uno, verdadero cazador, pero persona amable, aunque era empleado. Algunas veces padecía de reuma al tratarse de ir a la oficina; pero estaba siempre más listo que un galgo cuando ocho días de vacaciones le permitían asistir a la apertura de la caza.

Mi amigo se llamaba Brétignot.

Algunos días antes de la fecha memorable, Brétignot estuvo en mi casa.

–¿No ha cazado V. nunca? –me dijo con ese tono de superioridad que tiene dos partes de amabilidad contra ocho de desdén.

–Nunca, Brétignot –le respondí–, ni pienso hacerlo.

–Entonces, venga V. a la apertura conmigo –añadió Brétignot–. Tenemos en Hérissart doscientas hectáreas reservadas, en donde el ganado abunda. Tengo derecho a llevar un convidado, por lo cual le invito a V., y le llevo.

–Es que... –dije yo balbuceando.

–¿No tiene V. escopeta?

–No; ni la he tenido nunca.

–Eso no importa. Yo le prestaré a V. una. Es de pistón, es verdad; pero eso no impide que se pueda matar con ella una liebre a ochenta pasos.

–Si tiene uno la suerte de darla –repliqué yo.

–Naturalmente. Lo que no tendrá V. es perro.

–Inútil; teniéndole en la escopeta, sería demasiado dos perros *.

Mi amigo me miró un tanto incomodado. No le gusta que se burle uno de las cosas de caza. Es sagrado, según él.

–En fin, ¿viene V. o no?

–Si V. se empeña... –respondí yo sin el menor entusiasmo.

–¡Ya lo creo! Es preciso cazar cuando menos una vez en la vida. Salimos el sábado por la tarde; cuento con usted.

He aquí cómo me vi comprometido en esta aventura, cuyo funesto recuerdo me persigue siempre.

Debo confesar, sin embargo, que los preparativos no me inquietaron ni poco ni mucho, ni me quitaron el sueño. Sin embargo, la curiosidad me animaba un poco. Era realmente interesante una cacería. En todo caso, mi idea era, más que cazar, observar los cazadores.

Si me decidí a llevar una escopeta fue por no hacer un papel ridículo en medio de aquellos cazadores, de los cuales Brétignot contaba tantas proezas.

Brétignot me prestaba una escopeta, es verdad, pero me faltaba el morral. Me puse, pues, en busca de uno ya usado, pero no encontré ninguno; estaban en alza. Me decidí, pues, a comprar uno nuevo, a condición, sin embargo, que me lo volverían a tomar, con un cincuenta por ciento de pérdida, si lo volvía sin estrenar.

El comerciante me miró y se sonrió.

Aquella sonrisa me pareció de mal agüero.

Sin embargo, pensé yo, ¿por qué no lo he de estrenar?

¡Oh vanidad humana!

III.

El día fijado, la víspera de la apertura, a las seis de la tarde, estaba en el sitio de la cita dado por Brétignot, en la plaza de Périgord, donde subimos en la diligencia. Éramos ocho, sin contar los perros.

Brétignot y sus compañeros de caza (no osaba yo contarme entre ellos) estaban divinos y hasta hermosos con sus trajes tradicionales. Tipos excelentes, dignos de observación; unos serios, pensando en el día de mañana; otros alegres, habladores. Había allí reunidos seis de los mejores tiradores de la capital. Apenas si yo los conocía de vista; pero mi amigo Brétignot se apresuró a presentármelos con todo el ceremonial de costumbre.

Primero me presentó a Maximon, alto, delgado, el hombre más amable y sencillo en la vida ordinaria, pero feroz en cuanto tenía la escopeta en la mano; era uno de esos cazadores de los cuales se dice que serían capaces de matar a uno de sus compañeros, con tal de no volver sin haberse estrenado. Hablaba muy poco, y por lo tanto, pensaba mucho.

Al lado del personaje descrito se encontraba Duvauchelle. ¡Qué contraste! Éste era gordo, pequeño, de cincuenta y cinco a sesenta años; sordo, capaz de no oír el estampido de su escopeta, pero aficionado a reclamar siempre en los tiros dudosos. Una vez le hicieron tirar sobre una liebre muerta con la escopeta descargada.

También tuve que aceptar un fuerte apretón de manos de Matifat, aficionado a cuentos de caza. No sabía hablar de otra cosa. ¡Qué inteligencia! El canto de la perdiz, el ladrido del perro, el tiro de la escopeta. ¡Pam, pim, pum! Tres tiros con una escopeta de dos cañones. ¡Qué gestos! Imitaba con la mano los movimientos de la caza, las piernas que se doblan, la espalda que se inclina para asegurar mejor el tiro, el brazo izquierdo que se extiende, mientras el derecho se trae al pecho para montar la culata de la escopeta. ¡Cuántos animales mataba así! No se escapaba ni uno. Por poco no me mata a mí en una de sus gesticulaciones.

Lo que tenía que ver y oír era la conversación entre Matifat y su amigo Pontcloué.

–Sería imposible poder fijar el número de liebres que yo maté el año pasado –decía Matifat mientras nuestro coche corría hacia Hérissart–. Sería completamente imposible.

Yo pensé que lo mismo me sucedía a mí.

–Y yo –respondía Pontcloué–. ¿Te acuerdas la última vez que fuimos a cazar a Argœuves? ¡Vaya unas perdices! Todavía me parece estar viendo la primera que tuvo la suerte de atravesar por entre los perdigones que salieron de mi escopeta.

–Y yo la segunda, cuyas plumas hice volar tan bien, que no debió quedarle más que el pellejo completamente pelado.

–¿Y aquella que el perro no pudo encontrar, a pesar de que seguramente cayó muerta?

–¿Y la otra que tuve el aplomo de tirar a más de cien pasos?

–¡Qué caza, amigos míos, qué caza!

Contando yo, mientras ellos hablaban, pude apercibirme que ninguna de las perdices que, según ellos, habían matado, tuvo por conveniente figurar en el morral de tan listos cazadores. Pero no me atrevía a decir nada, porque soy tímido por naturaleza, con las personas que saben más que yo. Sin embargo, no trataban más que de errar los tiros; yo creo que habría hecho otro tanto.

En cuanto a los nombres de los otros cazadores, los he olvidado.

IV.

¡Al fin llegó el siguiente día! ¡Qué gran noche pasamos en la posada de Hérissart! Un cuarto para ocho [y] una nube de parásitos fraternalmente distribuidos entre nosotros y los perros, que se rascaban con una rabia capaz de hundir el piso.

A mí, ¡oh inocente!, se me ocurrió preguntar a la posadera, una vieja desgarbada, si había pulgas en su cuarto.

–No, señor –me respondió–; se las comerían las chinches.

En vista de esto, me decidí a dormir vestido sentado en una silla medio desvencijada. No podía tenerme de dolores cuando me levanté.

Naturalmente fui el primero en levantarme. Brétignot, Matifat, Pontcloué, Duvauchelle y sus compañeros roncaban todavía. Deseaba por momentos estar en el campo, como los cazadores sin experiencia que quieren salir antes de amanecer y antes de haber comido.

Pero los profesores, a los que con el debido respeto fui despertando uno a uno, calmaron mis impaciencias de neófito.

Sabían los muy tunantes que las perdices al amanecer tienen las alas todavía húmedas y se las encuentra con dificultad.

Tuvimos, pues, que esperar a que el sol se bebiera todas las lágrimas del rocío.

En fin, después de almorzar, dejamos la posada y nos dirigimos a la llanura en que estaban los terrenos reservados.

En el momento de llegar a ella, Brétignot se acercó y me dijo:

–Tenga V. bien la escopeta, en sentido oblicuo, el cañón hacia el suelo, y tenga V. cuidado de no matarnos a alguno.

–Haré lo posible –respondí–; sin embargo, no me comprometo.

Brétignot hizo un movimiento de desdeño, y la caza empezó.

Hérissart es un país bastante feo, completamente desnudo el suelo. Pero a pesar de eso, según Matifat, había muchas liebres.

Con esta agradable perspectiva todas aquellas gentes estaban de buen humor.

Seguimos andando. El tiempo era magnífico. Algunos rayos de sol empezaban a atravesar las nubes matutinas que cubrían el horizonte. Por todas partes se oían gritos, gorjeos, silbidos. De cuando en cuando una nube de pájaros se levantaba. Más de una vez preparé la escopeta.

–No tire V., no tire V. –me dijo mi amigo Brétignot, que no dejaba de observarme ni un solo momento.

–¿Por qué no tirar? ¿No son codornices?

–No, son alondras.

Excuso decir que Maximon, Duvauchelle, Pontcloué, Matifat y los otros, empezaron a mirarme con malos ojos. Poco a poco se fueron separando de mí, con sus perros, los que con el hocico bajo olfateando... y con los rabos levantados... parecían signos de interrogación que yo hubiera podido responder.

Se me ocurrió entonces que todos aquellos caballeros no deseaban continuar en los límites de la zona de un novato, cuya escopeta les inquietaba un poco.

–¡Caramba! Tenga V. bien la escopeta –me dijo Brétignot en el momento en que se separaba de mí.

–No la tengo peor que otro cualquiera –respondí yo un poco incomodado por aquel lujo de recomendaciones.

Brétignot se encogió de hombros y se fue hacia la izquierda; como no deseaba quedarme atrás, apreté el paso.

V.

Al poco tiempo me reuní con mis compañeros; pero, con objeto de no alarmarlos, llevaba la escopeta al hombro, con la culata para arriba.

Eran dignos de ser vistos todos aquellos cazadores de oficio con sus trajes de caza. Chaqueta blanca, pantalón de terciopelo, zapatos con grandes suelas y clavos, y polainas que cubrían las medias de lana, preferibles a las de hilo o algodón, que causan en seguida heridas, cosa que pude observar por experiencia al poco rato.

Yo, como simple aficionado, no estaba tan bien, lo cual es lógico; pero no se puede pedir que un principiante tenga un vestuario como un cómico antiguo.

En cuanto a caza, debo decir que hasta aquel momento no habíamos visto nada, a pesar de todo lo dicho por mis compañeros anteriormente, y hasta me advirtieron, sobre todo, que, vista la abundancia, no tirase sobre las hembras que fuesen a ser madres.

Como es de suponerse, era una advertencia inútil, pues mal podía distinguir eso, yo que no sé diferenciar un conejo de un gato, aun estando guisado.

Brétignot, que sin duda quería que le honrase con mi comportamiento, me dijo:

–Una última recomendación que puede ser importante en el caso en que tire V. a una liebre.

–Si pasa... –dije en tono un tanto burlesco.

–Pasará –añadió Brétignot–; acuérdese usted que, gracias a su estructura, una liebre corre más al subir que al bajar. Es preciso tener esto en cuenta para dar dirección al tiro.

–¡No sabe V. lo que le agradezco la advertencia! –respondí–. Su observación de V. me servirá de seguro, pues no pienso echarla en saco roto.

Al propio tiempo, pensaba yo que aun bajando sería probable que la liebre fuera demasiado deprisa para pararla la carrera con mis perdigones.

–¡A cazar, a cazar! –gritó entonces Maximon–. No hemos venido aquí a ser maestros de escuela de los principiantes.

¡Vaya un hombre terrible!

No osé responder nada.

Delante de nosotros, a derecha e izquierda, se extendía una inmensa llanura. Los perros marchaban delante. Los dueños se dispersaron. Yo hacía todos los esfuerzos imaginables para no perderlos de vista. Se me había ocurrido una idea.

Mis compañeros, burlones como buenos cazadores, serían muy capaces de hacerme alguna farsa o broma, fundada en mi inexperiencia.

Me acordaba, sin querer, de aquel principiante a quien sus amigos hicieron tirar a un conejo de cartón que oculto entre unas ramas tocaba irónicamente el tambor.

Me hubiera muerto de vergüenza si me pasara una cosa semejante.

Marchábamos todos al azar, siguiendo a los perros, con objeto de llegar a una colina que se divisaba a tres o cuatro kilómetros, y en cuya cima se veían algunos arbolitos.

A pesar de los pesares, mis compañeros, acostumbrados a andar en aquellas tierras, iban más aprisa que yo, y al fin me dejaron atrás. El mismo Brétignot, que al principio iba un poco más despacio, para no abandonarme a mi triste suerte, aceleró la marcha, para poder ser de los primeros en tirar. No me incomodé por esto. ¡Ah, Brétignot, tu instinto, más fuerte que tu amistad, te atraía irresistiblemente! Al poco rato no divisaba más que las cabezas de mis compañeros.

Hacía ya más de dos horas que habíamos salido de la posada y todavía no se había tirado ni un solo tiro. ¡Qué mal humor, cuántas recriminaciones habría luego si al volver lo hacían con el morral vacío!

Parecerá imposible, pero fue así; yo tuve el honor de disparar el primer tiro. ¿De qué modo? Voy a decirlo, aunque me avergüence.

Cuando dejé a mis compañeros mi escopeta estaba todavía sin cargar. ¡Cosas de principiantes! Era por cuestión de amor propio. Como tenía casi la seguridad de que había de hacerlo muy mal, quise quedarme solo para la terrible operación.

Así, pues, una vez sin testigos, saqué la pólvora que eché en el cañón derecho; después los perdigones, más bien muchos que pocos. Cuantos más haya, más probabilidades hay de hacer blanco. Una vez hecho eso, puse imprudentemente el pistón en su sitio, y repetí lo mismo con el cañón izquierdo. Pero antes de acabarla, ¡qué detonación! Salió el tiro rozándome la cara. No me había acordado de poner el gatillo derecho en el seguro, y con los movimientos que hice se bajó e hizo salir el tiro.

Aviso a los principiantes.

Por muy poco no hago que la apertura de la caza del departamento de la Somme empiece por una desgracia.

¡Qué gran noticia para los periódicos de la localidad!

Y, sin embargo, si al salir este tiro por casualidad hubiera pasado alguna perdiz en la dirección del disparo, con seguridad la hubiera matado. No se me volvería a presentar una ocasión tan buena.

VI.

Mientras tanto, Brétignot y sus compañeros habían llegado a la colina, donde se pararon para tratar lo que era preciso hacer para conjurar la mala suerte que les perseguía.

Al poco rato estuve a su lado, después de haber cargado de nuevo la escopeta, pero esta vez con muchas precauciones.

Maximon me preguntó en seguida con tono altanero, digno de un maestro:

–¿Ha tirado V.?

–Sí... es decir... Sí he tirado.

–¿Una perdiz?

–Una perdiz.

Por nada del mundo hubiera confesado mi torpeza.

–¿Y dónde está esa perdiz? –preguntó Maximon, tocando con la culata mi morral vacío.

–Perdida –respondí sin inmutarme–. ¿Qué quiere V.? No tenía perro. ¡Si hubiera tenido un perro!

Me parece que con tal desfachatez no puedo por menos de llegar a ser un verdadero cazador.

De pronto mi examen fue bruscamente interrumpido.

El perro de Pontcloué levantó una codorniz a menos de diez pasos de distancia. Involuntariamente, por instinto si se quiere, me eché la escopeta a la cara, y... pam, como decía Matifat.

¡Vaya una bofetada que recibí, dada por la culata de mi escopeta, que yo no coloqué bien; una bofetada de las cuales no se puede pedir satisfacción a nadie! Al mismo tiempo mi tiro fue seguido de otro de Pontcloué.

La codorniz cayó, medio deshecha, y fue recogida por el perro, que se la llevó a su dueño, quien se la guardó en su morral.

Ni siquiera se le ocurrió pensar que quizá hubiera yo tenido parte en aquella muerte.

Pero no dije nada, no me atrevía. Ya he dicho que soy naturalmente tímido con las personas que saben más que yo.

En vista del primer éxito, se animaron todos aquellos aficionados a destruir la caza. ¡Qué gran cosa! ¡Una codorniz al cabo de tres horas de caza! Era imposible que en todo aquel terreno no hubiera otra, y si la encontraban y la mataban, ya se ve, tocaban a un tercio de codorniz por cazador.

Pasada la colina nos encontramos en plena tierra de labor. Yo prefiero cien veces el asfalto de los bulevares a los surcos, que le hacen a uno ir dando saltos y acabar por tener un peso en los pies triple que de ordinario.

Toda la banda y los perros continuó así durante dos horas sin ver nada. La cosa más insignificante, una piedra, en la que uno tropezaba; un perro que se ponía delante, todo, todo incomodaba a aquellos caballeros. Indicios seguros de mal humor general.

Al fin, a unos cuarenta pasos se divisaron varias perdices en un campo de remolachas.

El grupo se componía de dos perdices. Tiré al bulto, y al mismo tiempo sonaron otros dos disparos. Eran Matifat y Pontcloué.

Uno de aquellos infelices animales cayó. El otro siguió su camino, y se fue a parar a un kilómetro más allá, detrás de una ondulación del terreno. ¡Oh, pobre perdiz! ¡Qué disputa hubo por tu causa! ¡Qué discusión entre Matifat y Pontcloué! Cada uno pretendía ser el autor de la muerte. ¡Qué palabras! ¡Qué indirectas! ¡Qué alusiones! ¡Qué calificativos! Aquella sería la última vez que cazaran juntos; y otra porción de cosas del género picante que mi pluma no se atreve a escribir.

Realmente, los dos tiros habían salido al mismo tiempo.

Había un tercer disparo que había sido el primero, pero no debía mentarse siquiera. ¡Cómo era posible que yo, un principiante, hubiera sido el autor de aquella muerte!

En virtud de esto no creí deber intervenir en la disputa entre Pontcloué y Matifat, ni aun con la generosa idea de conciliarlos. Y no reclamé, porque soy naturalmente tímido con... ya saben ustedes el resto de la frase.

VII.

Con gran satisfacción de nuestros estómagos dieron las doce, en vista de lo cual nos detuvimos al pie de un olmo. Las escopetas y los morrales vacíos se dejaron a un lado. Después almorzamos para recobrar algunas de las fuerzas perdidas desde nuestra salida.

¡Triste almuerzo! ¡Tantas recriminaciones como bocados! ¡Qué horrible país! Un coto bien guardado lo descastaban los merodeadores. Debería colgarse uno de cada árbol con un letrero en el pecho. ¡La caza era ya imposible! En dos años no quedaría el menor vestigio de caza. ¿Por qué no prohibirla durante cierto tiempo? En fin, un cúmulo de frases pronunciadas por una reunión de cazadores que no se habían estrenado desde el amanecer.

Después volvió a empezar la disputa entre Pontcloué y Matifat, a propósito de la perdiz. Se mezclaron los demás en la discusión.

Creí que al fin iban a acabar por pegarse.

Al cabo de una hora nos pusimos de nuevo en marcha, más ágiles. Quizá seríamos más felices antes de llegar la hora de comer. ¡Qué verdadero cazador pierde la esperanza hasta el último momento!

Los perros volvieron a tomar la delantera. Sus dueños gritaban con voces que son muy parecidas, por lo terribles, a las voces de mando de la marina inglesa.

Yo les seguía con paso indeciso. Mi morral, aunque vacío, me molestaba. La escopeta me parecía pesadísima y me hacía acordar de mi bastón.

Todo lo hubiera cedido con gusto a alguno de los paletos que nos seguían, y me preguntaban en tono burlón cuánto había matado; pero mi amor propio me lo impedía.

Dos horas, dos largas horas pasaron. Habíamos andado ya quince kilómetros. Entonces empecé a tener la seguridad de que sería más fácil que volviese cargado de dolores a mi casa, que de perdices o codornices.

De pronto un ruido me distrajo. Era un grupo de perdices que se levantó de detrás de unas matas. Descarga cerrada. Quince tiros salieron lo menos, contando el mío.

De pronto se oyó un grito entre el humo. Miro, y veo aparecer un hombre entre las matas.

Era un aldeano, con el carrillo derecho hinchado, como si tuviera una nuez en la boca.

–Bueno, una desgracia –exclamó Brétignot.

–No faltaba más que esto –repuso Duvauchelle.

Tales fueron las frases que les inspiró «el delito de heridas sin intención de matar», según lo clasifica el Código. Y sin hacer caso corrieron tras de los perros, que traían sólo dos perdices heridas, y que mis amigos, que sin duda carecían de entrañas, acabaron por matar a puntapiés.

Les deseo la misma suerte en iguales circunstancias.

Durante este tiempo, el aldeano continuaba inmóvil, con el carrillo hinchado.

Brétignot y sus compañeros volvieron a mi lado.

–¿Qué le pasa a V., buen hombre? –dijo Maximon en tono protector.

–Tiene un perdigón en el carrillo –dije yo.

–¡Bah!, eso no es nada –añadió Duvauchelle.

–Sí, sí –exclamó el aldeano, que creyó oportuno hacer ver la importancia del mal por medio de un gesto horrible.

–Pero ¿quién ha sido el torpe que ha hecho daño a ese pobre diablo? –preguntó Brétignot, mirándome con fijeza.

–¿Ha tirado V.? –me dijo Maximon.

–Sí, como todos.

–Entonces no hay duda.

–Es V. tan mal cazador como Napoleón I –añadió Pontcloué, que detestaba el Imperio.

–¿Yo? ¿Yo? –exclamé.

–No puede ser más que V. –me dijo severamente Brétignot.

–Decididamente, este caballero es un hombre peligroso –repuso Matifat.

–Cuando uno es tan torpe se rehúsan las invitaciones, sean de quien sean –añadió Pontcloué.

Y sin decir más se fueron.

Comprendí en seguida; dejaban a mi cuenta al herido.

Tuve el valor de sacrificarme. Saqué el portamonedas y di diez francos al aldeano, cuyo carrillo derecho se deshinchó instantáneamente. Sin duda se había tragado la nuez.

–¿Está V. mejor? –le dije.

–¡Ay, ay!, me vuelve a empezar –respondió, y se le hinchó el carrillo izquierdo.

–Vaya, basta de broma; basta con un carrillo –y me marché.

VIII.

Mientras discutía con aquel pillo perdí de vista a mis compañeros; después de todo, bien claro me dijeron que no estaban seguros al lado de un torpe como yo; así es que decidí no buscarlos.

Brétignot mismo, severo, pero injusto, me había abandonado, cual si yo hubiera sido algún bandido, o que fuese capaz de hacer mal de ojo.

Realmente no me incomodó semejante conducta. A lo menos, así sería sólo responsable de mis actos.

Me quedé solo en medio de aquella llanura, que nunca se acababa. ¿Quién me había hecho a mí encontrarme con toda aquella carga en las espaldas?

No veía ni perdices ni liebres. ¡Cuánto mejor hubiera estado en mi despacho leyendo o escribiendo!

Empecé a andar sin dirección fija, tomando con preferencia los caminos a las tierras de labor. Me sentaba diez minutos, andaba veinte. No se veía ninguna casa. Ninguna torre cortaba el horizonte. Aquello era un desierto.

De cuando en cuando se leía un letrero: Coto reservado. ¿Reservado? No a la caza, pues que no la había.

Continué andando, pensativo, con la escopeta al brazo. Parecía que el sol no se movía.

Quizá algún nuevo Josué hubiera parado su marcha, proporcionando así un placer a mis compañeros.

Sin duda no iba a haber noche el día de la apertura.

IX.

En este mundo todo tiene un límite, aun en los cotos.

Apareció un bosquecillo que cortaba la pradera; un kilómetro más, y llegaba a él.

Continué andando sin apretar el paso y llegué al bosque.

A lo lejos, pero muy lejos, se oían tiros.

–Gran caza están haciendo –pensé–. De seguro no dejan nada para el año que viene.

Entonces se me ocurrió que quizá tendría más suerte en el bosque que en la pradera.

En los árboles habría cuando menos inocentes gorriones, que nos ponen en las fondas de lujo como alondras.

El demonio de la caza había tomado posesión de mí. Ya no llevaba la escopeta al hombro; la cargué, alcé el gatillo, y empecé a mirar con cuidado a derecha e izquierda. ¡Nada! Los gorriones, temiendo sin duda a las fondas de París, se ocultaban. Una o dos veces apunté, pero eran hojas que se movían con el viento, y no quería tirar sobre las hojas.

Eran las cinco; debía estar a los cuarenta minutos en la posada para comer, antes de tomar el coche que debía volver a Amiens a hombres y bestias, vivos y muertos.

Seguí el camino con cuidado siempre.

De pronto me paré. El corazón saltaba de su sitio.

Entre unas matas, a cincuenta pasos, había algo.

Era oscuro, con bordes plateados y un punto rojo como una ropilla ondulante. De seguro alguna ave u otro animal de pelo o de pluma. Dudaba si sería una liebre o un faisán. ¿Por qué no? ¿Qué haría si al volver a ver a mis compañeros llevaba en mi saco el cadáver de un faisán?

Me aproximé con cuidado, la escopeta preparada. Contenía la respiración.

Estaba emocionado. Sí, emocionado como Brétignot, Maximon y Duvauchelle reunidos.

Cuando estuve cerca, a unos veinte pasos, me arrodillé con objeto de hacer mejor la puntería. El ojo derecho abierto, el izquierdo cerrado. Apunté e hice fuego.

–¡Le he dado! –exclamé fuera de mí–, y lo que es esta vez nadie me disputará mi derecho.

En efecto, había visto volar algunas plumas, o quizás pelos.

No teniendo perro, me precipité entre las ramas, vi al animal inmóvil, no dando el menor signo de vida, le cogí...

¡Era un sombrero de gendarme, bordado de plata, con la escarapela roja!

Afortunadamente, el sombrero no estaba en la cabeza de su propietario cuando yo disparé.

X.

En aquel momento, una masa larga y estrecha que estaba echada sobre la hierba se levantó. Reconocí en seguida con terror el pantalón azul con franja negra, la túnica oscura con botones plateados, el cinturón amarillo, todo lo cual desperté yo con mi tiro.

–¿Se entretiene V. en tirar sobre los tricornios de los gendarmes? –me dijo con ese acento brusco que distingue la célebre institución.

–Gendarme, perdone V. –balbuceé yo.

–¡Y le ha dado V. en medio de la escarapela!

–Yo creí que era una liebre... fue una ilusión... Después de todo, estoy dispuesto a pagar lo que sea.

–Sí. Es que cuesta caro un sombrero de gendarme, sobre todo si se tira sin licencia.

Me puse pálido. Se me agolpó la sangre en el corazón.

–¿Tiene V. licencia? –me dijo el gendarme.

–¿Licencia?

–Sí, licencia. Debe V. saber lo que es.

No tenía semejante licencia. Para un solo día de caza creí que no valía la pena de sacarla.

Pero reponiéndome, creí que debía decir lo que se dice siempre, que me la había olvidado en mi casa.

Una sonrisa de duda se pintó en la cara del representante de la ley.

–Me veo en la necesidad de levantar acta –dijo.

–¿Por qué? Mañana le enviaré a V. el permiso y...

–Está bien; pero tengo que levantar acta.

–Hágala V., pues, ya que es V. insensible al ruego de un principiante.

Un gendarme sensible no sería un gendarme. Sacó del bolsillo una cartera envuelta en un cuero amarillo.

–Su nombre de V. –me dijo.

Yo sabía que en estos casos la costumbre es dar el nombre de algún amigo. Si en aquella época hubiera sido miembro de la Academia de Amiens, no hubiera titubeado un momento en dar el nombre de mis compañeros. Me contenté dando el nombre de uno de mis amigos de París, pianista distinguido. El tal amigo, ocupado sin duda en hacer escalas, estaba lejos de figurarse que se le iba a citar como delincuente en caza.

El gendarme tomó cuidadosamente el nombre de la víctima, su profesión, edad y domicilio. Después tuvo la amabilidad de rogarme le entregara la escopeta, lo que hice en seguida. Menos peso tenía que llevar; le dije si quería también el morral, el cuerno, la pólvora, perdigones, etc., etc.; rehusó generosamente, cosa que yo sentí.

Faltaba la cuestión del sombrero. Se arregló en seguida por medio de una moneda de oro.

–Es lástima; el sombrero estaba bien conservado –dije yo.

–Como que es casi nuevo –respondió el gendarme–. Lo compré hace seis años a un sargento que se había retirado.

Se puso el sombrero el majestuoso gendarme; se fue por un lado y yo por otro.

Una hora después llegaba a la posada, donde traté de disimular la confiscación de la escopeta y mi aventura.

Mis compañeros traían una codorniz y dos perdices para siete. Pontcloué y Matifat habían regañado para siempre y Maximon y Duvauchelle se repartieron unos cuantos puñetazos a propósito de una liebre que seguía corriendo.

XI.

Tal es la serie de emociones por las que pasé en aquel día memorable.

Quizá maté una codorniz, quizá había matado una perdiz, quizá había herido a un aldeano; pero con seguridad había atravesado el sombrero de un gendarme.

Sin licencia, me formaron proceso verbal, es decir, a mi amigo. Engañé a la autoridad. ¿Qué más cosas pueden suceder a un principiante?

Excuso decir que mi amigo el pianista tuvo una sorpresa desagradable cuando recibió la cita para comparecer ante el tribunal, donde no pudiendo probar nada le condenaron a 16 francos de multa, más los gastos, que eran casi la misma cantidad. Debo advertir que algunos días después recibió por el correo, con la firma Restitución, una libranza de 32 francos, importe de lo pagado por él. Nunca supo de quién provenían.

XII.

No me gustan los cazadores, lo he dicho al principio, sobre todo porque cuentan sus aventuras. Es así que acabo yo de contaros las mías; imploro, pues, vuestro perdón, amables lectores. No lo volveré a hacer.

Esta expedición será la primera y la última, pero conservaré siempre su recuerdo. Por esta razón, siempre que veo un cazador seguido de su perro, la escopeta al brazo, no me olvido nunca de desearle buena caza; dicen que esa frase es de mal agüero.


* En francés al gatillo de la escopeta se le llama chien del mismo modo que al perro. Al hacer la traducción no resulta el juego de palabras. (Nota del traductor.)


Editado por Christian Sánchez en noviembre de 2003.

© 2003

Versión original en francés ilustrada