SUBIR

De Rotterdam a Copenhague

de Paul Verne

Edición Sáenz de Jubera (c. 1890)

I.

Habiendo llegado de Deal a Rotterdam el día 5 de junio, después de una rápida travesía desde la costa inglesa a la Meuse, aún nos hallábamos retenidos el 10 por el mal tiempo. El viento Noroeste, soplando con violencia, barría el litoral holandés, y el mar era absolutamente impracticable para nosotros. Hubiera sido en efecto muy imprudente con nuestro steam yacht San Miguel, a pesar de sus excelentes cualidades náuticas y la perfección de su máquina, afrontar los furores del mar del Norte en estos peligrosos parajes.

Tal era la opinión de Mr. Harry Thomas Pearkop, Pilot for the Channel and the North sea [Piloto en el canal y mar del Norte], según decía su tarjeta, y que se encontraba a bordo... un poco a pesar nuestro. Le habíamos tomado en Deal para dirigir al San Miguel, hasta hallarnos fuera de los pasos de la rada de Dunes, a causa de la bruma que amenazaba levantarse en la tarde del 4 de junio; pero él, con la tenacidad propia de la raza inglesa, siempre en acecho de la libra esterlina, había concluido por convencernos de su indispensabilidad para la campaña que nuestro yacht se preparaba a emprender.

Historia singular la de este gentleman subiendo a bordo del San Miguel, a pesar de nuestra oposición, y concluyendo por implantarse a bordo, a despecho de nuestra resistencia.

Thomas Pearkop es un hombre de mediana talla, ancho de rostro, ancho de espaldas, ancho de vientre, en una palabra, todo anchura; bien plantado sobre sus anchos pies, escondidos en anchos zapatos sin tacones. Fisonomía afable, ojos azules, nariz recta, una de esas narices que parecen estar dotadas de propiedades ópticas; tez morena, tirando al rojo de ladrillo; perilla en la barba, sin patillas ni bigote; en fin, una buena cara de marino.

Thomas Pearkop hablaba con voz clara, a propósito para dominar el estrépito del viento; pero no conocía dos palabras de francés.

Afortunadamente yo hablaba el inglés lo bastante para comprenderle.

–Pero si no tenemos necesidad de vuestros servicios, Thomas Pearkop –decía yo–. Nuestro capitán es perfectamente capaz de conducirnos. Conoce el mar del Norte por haber navegado en él más de veinte veces durante sus treinta años de cabotaje, y marcharía de faro en faro tan bien como el mejor piloto de la rada de Dunes.

–¡Ah, yes! –respondía el gentleman–; pero las corrientes, los bancos de arena, las brumas, las brumas sobre todo, tan frecuentes en esta estación de verano, y que no permiten ver ni los faros ni la costa. ¿Cómo os compondríais? ¡Ah! –añadía con melancolía, levantando al cielo sus gruesos ojos azules–, ¡cuántos capitanes, y de los mejores, se han perdido por no haber aceptado mis servicios!

Entonces llegaba la nomenclatura de los buques de todas las naciones que habían sido arrojados a la costa, y hasta perdido vidas y bienes, por haber despreciado las luces de este hombre indispensable en todos los parajes del mar del Norte. Después, la exhibición de innumerables certificados, en dinamarqués, en ruso, en italiano, en alemán, de los cuales no entendíamos una palabra, sin contar un testimonio en francés, firmado por M. E. Perignon, propietario del steam yacht Fauvette y vicepresidente del Yacht Club de Francia. Bajo esta avalancha de buenas y de malas razones nuestra resistencia se debilitaba visiblemente, dando doble aliento al agresor. En fin, después de una heroica defensa, fue preciso capitular. Aceptamos, pues, la oferta de Thomas Pearkop de conducir al San Miguel de Deal a Rotterdam. Sin embargo, el precio del pilotaje debió sufrir una amputación, bien dolorosa para los intereses del gentleman: fue reducido a ocho libras de las quince que pidió desde el principio, casi el 50 por 100 de rebaja.

Entonces, a una señal de Thomas Pearkop vimos aparecer en el fondo de la canoa que le había conducido, el saco de gruesa tela encerada, adornado con las tres iniciales de su propietario, que todo piloto que se estima en algo lleva invariablemente consigo. ¡Pero qué saco, gran Dios!, un metro cincuenta de alto, por cincuenta centímetros de ancho, relleno hasta la boca, atado con bramante como un salchichón, y de tal modo pesado, que hubo necesidad de dos hombres para embarcarle. Yo creo que bajo este peso excepcional, el San Miguel, humillado, iba a inclinarse como una simple ballenera.

II.

Antes de continuar la relación de este viaje, si nuestros lectores quieren acompañarnos en nuestra peregrinación a través del mar del Norte, y del Báltico, di han de encontrar curiosas las observaciones que hemos recogido durante nuestra campaña, no será inútil hacerles conocer en pocas palabras el buque sobre que estábamos embarcados.

El San Miguel, al que sus pequeñas dimensiones parecen a primera vista impedir lejanas excursiones marítimas, es un gracioso yacht de vapor, de treinta y tres metros de largo, treinta y ocho toneladas de aforo en aduana, y de sesenta y siete, según las medidas del Yacht Club de Francia, del cual lleva, en la cabeza del mástil, el guión tricolor con estrella blanca.

Construido en Nantes, en 1876, por la casa Jollet y Babin, reúne, a una solidez a toda prueba, notables cualidades náuticas, que le permiten, en caso necesario, afrontar el mal tiempo, y salir del apuro. Según Thomas Pearkop, hasta ofrecería, en un vendaval, y si era preciso mantenerse a la capa, mayor seguridad que un buque de un tonelaje más considerable. Pero la opinión del gentleman debe ser acogida con reserva; porque para él, un yacht, tan pequeño, que le llevaba, tan grueso, en tan poco tiempo, debía naturalmente acercarse a la perfección. Limitémonos, pues, a tomar nota de su buena opinión; ¡pero quiera Dios que nunca nos veamos obligados a justificarla por la experiencia!

El San Miguel es un buque de hierro, aparejado en goleta, con cinco tabiques impermeables, de tipo entrefino, al cual su máquina de veinticinco caballos de 300 kilográmetros, o sean más de 100 efectivos, puede imprimir una velocidad de nueve a nueve y medio nudos por hora. Esta velocidad es aun posible aumentarla a diez nudos y medio, con la cooperación del velamen, que es muy importante, y permite transformar el yacht en barco de vela desarmando la hélice.

En estas condiciones, el San Miguel aun alcanza, con una buena brisa, una marcha de siete a ocho nudos, pudiendo hacer muy buen papel, como velero, en el caso de ocurrir averías en su máquina.

Pero la máquina es absolutamente perfecta. Es del sistema Compound, de dos cilindros desiguales, de condensador por superficie, y ha sido dibujada por M. Normand, del Havre. Construida en los talleres de MM. Jollet y Babin, les hace el mayor honor.

En cuanto a la distribución interior del yacht, hela aquí: a popa un salón, al cual se baja por una escalera recta, emplazada entre una cámara de criados, y otro gabinete indispensable; de este salón vestido de caoba, cuyos divanes pueden convertirse en lechos, se pasa al dormitorio, amueblado con dos camas, tocadores, armario y mesa de despacho de encina blanca. Vienen después la máquina y las calderas, que ocupan la parte más ancha del centro del buque. En la proa, el comedor está servido por una escalera de un cuarto de revolución, que baja entre la cámara del capitán y la despensa, y comunica con la cocina por medio de un torno. Más allá de la cocina se halla el puesto del equipaje, que cuenta seis cuadros de marineros. En suma, nada más gracioso que este steam yacht con su alta arboladura inclinada, su casco negro con una banda clara en su línea de flotación y división, sus claraboyas con barrotes de cobre, sus chupetas de teck y la elegancia de sus líneas que se perfilan desde el coronamiento hasta la roda.

III.

Tal es el San Miguel. En cuanto a su propietario, Julio Verne, todo el mundo le conoce. No corresponde a su hermano hacer su elogio. Diré únicamente que este trabajador infatigable concluye algunas veces por cansarse. El reposo le es entonces indispensable, y en ninguna parte le encuentra tan completo como en su yacht, en medio de las agitaciones del mar.

¡Créese generalmente que trabaja a bordo! Error; reposa y se repone durante algunos meses. Es además un convidado sólido, a quien el mareo es desconocido; durmiente imperturbable, haga el tiempo que quiera, y sobre todo un camarada muy alegre y excesivamente amable. Pero me detengo, porque a poco más penetraría en un terreno que me está prohibido. Pudiera acusárseme de parcialidad.

El San Miguel, además de numerosas excursiones en la Mancha y sobre las costas de Bretaña, había hecho ya dos viajes importantes. En 1878 partió de Nantes, conduciendo a Raúl Duval, Julio Hetzel, hijo, mi hermano y yo, hasta los parajes del Mediterráneo occidental.

Visitó a Vigo, Lisboa, Cádiz, Tánger, Gibraltar, Málaga, Tetuán, Orán, Argel, y soportó valerosamente los días de mal tiempo, de que no se vio exenta esta navegación. Decir el encanto que se experimenta en visitar, con estas condiciones, las admirables costas de la España, de Marruecos y de Argelia, es bien difícil. No lo sería menos contar las impresiones del segundo viaje, que tuvo por objeto visitar a Edimburgo y la costa Este de Inglaterra y de la Escocia. Tal vez algún día publicará mi hermano las Memorias del San Miguel, y esto no podrá menos, así lo creo, de contribuir a desarrollar la afición del yachting, en Francia.

Este año se trataba al principio de ir hasta San Petersburgo, pasando por Christianía, Copenhague y Stockolmo.

Pero consideraciones de diversas naturalezas nos hicieron modificar este itinerario. Hasta habíamos renunciado a visitar los parajes del Báltico, y si por fin hemos ido, débese a circunstancias absolutamente imprevistas, como se verá por la presente narración.

El San Miguel está mandado por el capitán Olive, oriundo de la pequeña isla de Trentemoult, hermoso rincón de tierra, varado en pleno Loira, río abajo de Nantes, y que, como la villa de Batz, ha conservado sus costumbres especiales. Maestro en cabotaje, con veinticinco años de mando, nuestro capitán es un hombre prudente, un buen marino, al cual puede acordarse completa confianza.

Ahora, cuando haya dicho que el equipaje, enteramente bretón, se compone de un mecánico, dos fogoneros, un maestre, que es el hijo del capitán, de tres marineros, un grumete y un cocinero; cuando haya añadido que éramos a bordo cuatro pasajeros; Julio Verne, Robert Godefroy, mi hijo mayor y yo, el lector conocerá perfectamente el yacht San Miguel y su personal.

IV.

Nos hallábamos detenidos en Rotterdam, aguardando un cambio de tiempo para dirigirnos directamente a Hamburgo; precio: once libras, en lugar de diez y siete que había pedido Thomas Pearkop, por conducirnos hasta la entrada del Elba. El San Miguel estaba anclado en la Meuse, delante del bello parque que, por este lado, termina la verde cintura que rodea esta bonita villa.

Habíamos aprovechado los intervalos que nos dejaba el viento, para visitar La Haya, Amsterdam y su mejores museos, y aún estábamos deslumbrados con sus esplendores. En efecto, es preciso ver la Holanda para conocer a Rembrandt. Quien no ha visto la Ronda de noche y la Lección de anatomía, no puede apreciar completamente el genio de este gran pintor. Lo mismo sucede con el célebre lienzo de Paul Potter, que representa un toro de pie y una vaca acostada.

La impresión que se experimenta en presencia de estas obras magistrales es tanto más sorprendente cuanto que se produce en un punto donde se cuentan en gran número los Rubens, los Van der Helst, los Van Dyck, los Murillo, los Hobbema, los Ruysdael, los Teniers, los Brenghel de Velours, etc., cuya reunión hace de estos museos un incomparable conjunto de obras maestras.

Desgraciadamente los locales dejan mucho que desear, y son poco dignos de los huéspedes que albergan. ¿Cómo villas tan ricas y tan artísticas como Amsterdam y La Haya no hacen construir museos más en relación con su gusto para las artes?

En cuanto a lo que hemos visto de la Holanda, a través de los cristales de un wagon, no ha sido sino una simple ojeada sobre sus verdes prados, sus canales trazados a tiralíneas, sus últimos términos cuajados de molinos, que alegran el horizonte; pero esto bastaba para justificar la humorada del poeta Cavalier Butler.

La Holanda cala cincuenta pies de agua; la tierra que la compone está al ancla; sus habitantes, a bordo.

El tiempo apremiaba. Estábamos ya a 11 de junio. Imposible diferir la partida sin comprometer nuestra campaña. Fue preciso decidirse, aun cuando el viento fuese aún duro, y los molinos de Rotterdam girasen hasta romper sus inmensas alas, extendidas en los aires a cien pies de altura. He aquí lo que se resolvió: ir a Amberes.

Es posible, sin tomar el mar, dirigirse a Amberes por los canales que unen el Mosa y el Escalda. Tan pronto se sigue un río como un canal que domina las anchas praderas, próximamente unos dos metros, y en el cual se penetra por esclusas admirablemente conservadas. Esta navegación, tan nueva para nosotros, ofrecía un verdadero interés.

Después de una última mirada dirigida al barómetro, siempre inmóvil en los 750 milímetros, y a pesar de las promesas de buen tiempo prodigadas por Thomas Pearkop –a quien el desistir del viaje a Hamburgo podía hacer perder algunas libras– el San Miguel partió para Amberes a las nueve de la mañana, si bien decididos a volver sobre nuestro primer proyecto si el tiempo mejoraba.

Doce horas son precisas para llegar a la orilla derecha del Escalda.

Es ésta una navegación que se hace entre las grandes islas de la Zelanda, Voorne, Goeree, Schouwen, Walcheren, ya en un estrecho canal, ya sobre verdaderos lagos, al parecer sin salida, y esto por medio de gribanas [Especie de barca que navega por las costas de la Mancha; tiene dos palos muy cortos y un bauprés.], gabarras, sloops , goletas y vapores, que surcan incesantemente estas aguas tan tranquilas como las praderas que las rodean.

Pasose tranquilamente la noche en Ziericksee, a la extremidad del segundo canal, y al siguiente día, 12 de junio, Thomas Pearkop vino a despertarnos anunciando un cambio de tiempo.

Como el bravo piloto había dado ya cinco o seis veces esta buena noticia, nos habíamos vuelto un poco incrédulos respecto a sus pronósticos. Pero una vez en el puente, fue preciso rendirse a la evidencia: el barómetro había subido y el viento calmado durante la noche. Entonces renunciamos a ir a Amberes, tomamos una vista sumaria del Escalda, que, en esta parte de su curso me ha parecido semejarse al bajo Loire, y después de haber girado a la derecha, en lugar de hacerlo a la izquierda, nos dirigimos a Flessingue.

Flessingue es un agujero. La villa, de mediano interés, está muy alejada del puerto, que, según dicen, llegará a ser considerable. Lo deseamos, y esperamos que entonces los negociantes se mostrarán más acomodaticios de lo que lo han sido para con nuestro mecánico.

Después de proveernos de carbón a un precio formidable –ésta es la palabra– nuestro yacht abandonó a Flessingue. Su partida se efectuó hacia las cinco de la tarde; pronto pasamos las bocas del Escalda, y hétenos en camino para Hamburgo, bajo la alta dirección de Thomas Pearkop. Habíase convenido que el San Miguel tocaría de paso en Wilhelmshaven, el gran puerto militar alemán, que se encuentra en el golfo de Jade, a la entrada del Weser, y que deseábamos mucho visitar.

Este diablo de Pearkop es un piloto de primer orden. A despecho de sus cincuenta años, tiene una vista inverosímil. Lo mismo de noche que de día, percibe los faros, los buques, la tierra, un buen cuarto de hora antes que todo el mundo. Y después su famoso saco, aquel saco legendario en que encierra las cartas, planos, instrucciones, y sobre todo, un anteojo; pero ¡qué anteojo! Procede, según parece, de un gran navío noruego que naufragó sobre el banco de Godwin, a la entrada del Támesis. Todo el mundo pereció, pero salvose el anteojo, y Thomas Pearkop no le cedería por muchas de esas libras esterlinas a las que es tan aficionado.

Por mi parte, si me perteneciera le cedería por nada; tal vez diera dinero por desprenderme de él, pues jamás, con su auxilio, he podido distinguir ni tierra, ni fuego, ni buque, ni boya, ni baliza.

V.

La brisa N. O. continuaba soplando al engolfarnos mar adentro un poco más débil, es verdad, pero lo suficiente para preocuparnos. Teníamos que hacer un largo camino sin puerto de parada, a excepción del Texel, al N. del Zuyderzee, cuya entrada es en extremo difícil.

La brisa aumentaba poco a poco, y era de temer que refrescase mucho a la salida del sol. En estos parajes poco profundos –quince o veinte brazas de agua a lo sumo– la mar se levanta fácilmente, se hace dura y puede molestar a un barco tan raso sobre el agua como el San Miguel.

En su consecuencia, pensamos seriamente en arribar a Texel.

Sin embargo, por una parte, las repugnancias de Thomas Pearkup, que no estaba muy conforme con entrar de noche, y por otra, el alza del barómetro, nos decidieron a continuar nuestro camino.

A la salida del sol, y según habíamos previsto, la brisa refrescó sensiblemente; pero al mismo tiempo saltó al N., lo que valía mucho más, pues con el viento de través el San Miguel, apoyado por su vela mayor, su mesana, su trinquete y su foque, alcanzó bien pronto una velocidad de diez nudos.

El tiempo se embelleció durante la noche, y a cosa de las nueve llegamos a la entrada del golfo de Jade.

Allí tomamos un piloto de Brema, cuya goletilla batía la mar a la entrada del golfo, el cual se comprometió a conducirnos a Wilhelmshaven, a donde arribó nuestro yacht a cosa de la medianoche.

Este puerto, exclusivamente militar, situado sobre la costa O. del golfo, está cerrado por puertas sin esclusa, que se abren en la pleamar para la entrada y salida de los buques. Dudábamos de la acogida que nos harían las autoridades de aquel punto y aun si acordarían la entrada en el puerto a una embarcación francesa.

Tal vez habrá quien se admire de nuestro deseo de visitar algunos puntos de la costa alemana, y precisamente el puerto de Wilhelmshaven; pero nosotros somos de los que piensan que hay mucho que aprender entre pueblos extranjeros, amigos o enemigos.

Además, en lo concerniente a Alemania nos habíamos propuesto guardar toda la reserva que exigían las circunstancias.

A las ocho de la mañana –14 de junio– mi hermano y yo bajamos a tierra para dar los pasos necesarios. Un señor, de uniforme, como todos los que, por cualquier título que sea, dependen del Gobierno, nos recibió y dirigió a su excelencia el almirante, gobernador de Wilhelmshaven, que habita a dos kilómetros de allí. Escoltados por un plantón, tieso como un piquete, partimos con acelerado paso hacia el hotel del Gobierno.

El almirante nos hizo saber que no le era posible recibir antes de las diez. Gracias a nuestra insistencia, a fin de no perder la hora de la marea, obtuvimos una orden escrita para el capitán del puerto, M. Mæller, en cuya busca nos pusimos inmediatamente, acompañados de un segundo plantón más tieso aún que el primero.

Después de media hora de pesquisas, hallamos por fin al capitán Mæ ller, de uniforme y sable al costado. Nuestro plantón avanzó vivamente hacia él, se detuvo a tres pasos, inmóvil, juntos los talones, la mano izquierda en la gorra, y tendiendo al capitán con la derecha la orden escrita del almirante.

Si insisto en estos detalles es porque presentan uno de los lados originales de la organización militar de este país. Todos estos fueron movimientos ejecutados mecánicamente, con una regularidad absoluta, que demuestra hasta qué punto están grabados en el ánimo del inferior el temor al superior y el respeto a la disciplina. Jamás olvidaré a este soldado inmóvil, aguardando una señal de su jefe para abandonar su posición, y guardando después una respetuosa actitud. Estos sentimientos existen en todos los grados de la escala jerárquica de la armada alemana.

El capitán Mæ ller nos acordó inmediatamente la entrada en el puerto; diéronse las órdenes, y a la una el San Miguel estaba amarrado en la primera dársena.

Wilhelmshaven es un puerto de creación muy reciente; data de quince años, es decir, de la época en que se verificó la anexión del Schleswig-Holstein a la Prusia.

Es el único establecimiento militar que posee Alemania en el mar del Norte, por lo cual es objeto de considerables trabajos, que le convertirán dentro de poco en una plaza de primer orden.

Su situación en el golfo de la Jade le pone al abrigo de un bombardeo por mar.

Además de las obras que le protegen hasta la entrada del golfo, tiene una defensa natural muy fuerte en el golfo mismo, que se haría impracticable para una flota enemiga una vez levantadas las balizas. El canal es sinuoso, las corrientes muy rápidas, y si las cañoneras intentasen remontarle, se hallarían expuestas a un fuego violento, a muy corta distancia, producido por las numerosas baterías de grueso calibre que dominan los pasos, sin perjuicio de los torpedos.

Por el momento, el puerto sólo tiene una entrada, pero dentro de dos años tendrá una segunda, en la que se trabaja día y noche, y que facilitará mucho el movimiento.

Tiene dos dársenas, el antepuerto en donde se hallaba colocado el San Miguel, y el puerto militar propiamente dicho, en el fondo del cual se elevan los talleres, se dibujan las calas de construcción y se vacían las formas de la carena. No de permite la entrada al público, y los extranjeros sólo son admitidos cuando presentan una orden escrita del gobernador.

Deseábamos mucho visitar esta parte reservada, y a cosa de las dos volvimos al hotel del Gobierno a fin de obtener el permiso absolutamente indispensable.

El vicealmirante-gobernador estaba ausente, y dirigimos nuestra demanda al subgobernador, el contraalmirante Berger. Este oficial general se apresuró a recibirnos. Nos dijo que se consideraba dichoso al ver un yacht francés visitar el gran puerto militar alemán, y se excusó de no habernos podido recibir por la mañana.

Esta acogida debía hacernos augurar bien sobre el resultado de nuestra petición; pero llegados a este punto delicado nos declaró que no podía acordar la autorización de entrar en el arsenal sin consultar a Berlín por telégrafo, lo que ofrecía hacer en el momento.

Dímosle gracias por su oferta, que no aceptamos. Pero a falta del arsenal, ¿no podría visitarse la fragata de instrucción, para los marineros cañoneros, la Marte, que estaba anclada en el antepuerto?

–¡Oh!, eso sí, con mucho gusto –respondió el almirante–. Voy a daros mi tarjeta, que en unión de las vuestras, haréis pasar al oficial de servicio, y no dudo que seréis bien recibidos. Veréis las piezas de marina más modernas, y os recomiendo particularmente la de 0,28 m, con la cual nos vanagloriamos de atravesar todas las corazas, cualesquiera que sean, a una distancia de 800 metros.

Después de esto saludamos a su excelencia, y un cuarto de hora después llegamos a la fragata Marte.

Esta fragata, de hierro, no acorazada, es de un tipo bastante pesado, pero muy a propósito para su destino. La batería es elevada, y se compone de todos los calibres actualmente en servicio en la marina alemana; desde el Krupp de 0,08 m hasta el Krupp de 0,28 m, la pieza de que nos había hablado el almirante Berger.

Al llegar a bordo fuimos recibidos por el capitán de fragata, segundo del buque, que habla bien nuestro idioma, del que parece conocer todas las sutilezas. Se puso a nuestra disposición y nos hizo visitar su barco con mucha galantería. El Krupp de 0,28 m llamó especialmente nuestra atención. Como todos los cañones que salen de la fábrica de Esen, es de acero fundido, sin duda reforzado por birolas o anillos, porque para que un proyectil pueda atravesar toda clase de corazas a 800 metros, es preciso que esté animado de una velocidad inicial muy superior, y esta velocidad no se consigue sino con una carga de pólvora relativamente considerable.

Nuestra visita se terminó en el cuadro de popa, en que se hallaban reunidos algunos oficiales de a bordo que nos presentó el segundo. Todos hablaban correctamente el inglés y el francés. Nos hablaron de un accidente ocurrido hacía poco a bordo de su fragata: un obús había estallado en el momento de introducir la carga, causando la muerte a ocho hombres, sin contar una docena de heridos. Un cañón Krupp había también reventado a bordo de otro buque, causando grandes desastres. Los oficiales hablaban de esto como gentes poco cuidadosas de ocultar sus secuelas. Hubieran podido añadir que a consecuencia de una falsa maniobra, había estado a punto de naufragar uno de sus guardacostas acorazados al desfondarse contra la escollera de la entrada del arsenal de Kiel, accidente del cual no se ha encontrado huella en los periódicos.

El servicio es, según parece, muy duro para los oficiales a bordo de la Marte. El equipaje o tripulación se renueva por entero cada dos meses, a fin de ejercitar en la maniobra del cañón el mayor número posible de marineros. Mientras que la fragata está en el puerto, se destaca una parte de la tripulación a bordo de una cañonera aneja para ir a tirar al blanco en la rada.

Podemos atestiguar que en Wilhelmshaven se quema mucha pólvora.

Todos los días los marineros y las tropas de artillería son enviados al tiro, al cual dan, y con razón, una gran importancia.

Hacia las cuatro de la tarde pedimos permiso para retirarnos, después de haber dado las gracias por su cortesía al segundo y demás oficiales de la fragata.

VI.

Al día siguiente por la mañana el San Miguel estaba en presión, pronto para salir del puerto en el momento de la marea alta, a fin de dirigirse sobre Hamburgo, término de nuestro viaje. Estábamos haciendo nuestros últimos preparativos cuando un ingeniero de construcciones navales llegó a bordo para visitar el yacht. Nos preguntó a dónde nos dirigíamos.

–A Hamburgo –respondió mi hermano–. Nos hemos retardado demasiado para pasar el Báltico, y no sería prudente afrontar la costa de Jutlandia, que no es buena.

–Entonces, ¿por qué no pasáis por el canal del Eider que desemboca en la rada de Kiel? –replicó el ingeniero–. De este modo evitaríais rodear la Dinamarca, y después de haber atravesado un país encantador, os hallaríais en el Báltico pasado mañana.

–Pero –dije yo– si no deseamos otra cosa. Sólo que como hay bastantes esclusas en este canal, tal vez el San Miguel sea demasiado largo para entrar en ellas.

–No lo creo –respondió el ingeniero–; pero fácil es asegurarse de ello. ¿Cuál es la longitud de vuestro yacht?

–Treinta y seis metros, contando el bauprés.

–Es un poco largo en efecto. Sin embargo, veremos. Venid conmigo a las oficinas del puerto donde nos darán datos muy exactos.

En el camino nos encontramos un capitán de corbeta que está encargado del servicio de torpedos en el Jade. El ingeniero le puso al corriente de nuestro propósito, preguntándole si le creía realizable.

–Nada más sencillo –respondió este oficial–. Vamos, si gustáis, a bordo del vaporcito que precisamente acaba de llegar de Kiel. Tengo dispuesta una chalupa de vapor, y si queréis acompañarme, no tardaremos en asegurarnos de las dimensiones de las esclusas.

Esta obsequiosa oferta fue aceptada, y diez minutos después nos hallábamos a bordo del barco que hace la travesía de Kiel a Wilhelmshaven, pasando por el canal del Eider.

Al observar la construcción tan ancha como larga de este vapor, construcción evidentemente apropiada a la longitud de las esclusas, se desvanecieron mis esperanza. Para mí no era dudoso que nuestro yacht era más largo que los depósitos del canal.

Mientras comunicaba estos temores a mi hermano, los oficiales se habían hecho traer los planos especiales del Eider, y median la longitud de las esclusas.

Después de un debate bastante largo con el capitán del buque, el ingeniero declaró que probablemente podríamos pasar; pero que sin medir exactamente el San Miguel no podía asegurarlo.

Volvimos a la chalupa de vapor, y al poco tiempo nos hallamos en el puerto.

Al desembarcar encontramos otro oficial de un grado elevado al que el ingeniero explicó nuestro embarazo.

Después de las presentaciones de costumbre, este oficial nos dijo:

–Señores, tenemos un medio muy sencillo de aclarar nuestras dudas. Hay aquí una cañonera que ha venido de Kiel a Wilhelmshaven, pasando por el canal. Vamos, si queréis, a medir vuestro yacht de extremo a extremo; después mediremos la cañonera, y de este modo sabréis a qué ateneros.

Momentos después el San Miguel fue medido con la mayor exactitud, desde el extremo del bauprés hasta el coronamiento; nos dirigimos al malecón junto al cual estaba amarrada la cañonera, que después de medida, resultó ser dos metros más larga que el San Miguel, comprendido el bauprés.

Nos creíamos seguros de nuestra empresa, y sin embargo, por exceso de precaución, mi hermano envió al director del canal un despacho dando la longitud exacta de nuestro yacht, y rogándole nos hiciese saber en Tonning si era practicable el paso.

Después de despedirnos de los oficiales alemanes, volvimos a bordo.

Una hora después el San Miguel aparejaba para Tonning, pequeño puerto del Holstein, situado en la embocadura del Eider.

VII.

Aquí reaparecen Thomas Pearkop y su aritmética.

–Si queréis –dijo– darme dos libras más, os evito el pilotaje del golfo de Jade, que os costaría cinco, y os saco del río.

–Pero, Pearkop –lo respondí–, tened en cuenta que el canal no es fácil, que le hemos remontado de noche y que no habéis podido hacer las observaciones necesarias ni ver la posición de las balizas.

–Estad tranquilos, he visto cuanto era preciso ver, y respondo de todo.

Aceptóse la oferta. Thomas Pearkop nos pilotó perfectamente y ganó sus dos libras, ahorrándonos otras tres.

El 15 de junio por la noche llegamos al pequeño puerto de Tonning, pintorescamente situado en la orilla derecha del Eider, y desde la mañana siguiente, después de haber hecho carbón, pedimos un piloto para Rendsburg, punto donde principia el canal propiamente dicho.

Pero aquí, ¡grave decepción! Una carta del director del canal, en respuesta a nuestro telegrama de Wilhelmshaven, decía que no podíamos pasar las esclusas. El yacht medía tres metros más. ¿Qué hacer?

–Bien –dijo mi hermano–; no se dirá que unos bretones han dejado de obstinarse contra un obstáculo. ¿El San Miguel es demasiado largo?... Cortemos las narices al San Miguel, es decir, su bauprés; y si es necesario, cercenemos su mascarón de proa.

–Sea –respondí yo–, pero esperemos a que el yacht llegue a la primera esclusa.

Desde que se supo que queríamos pasar el canal del Eider, comenzaron las discusiones entre las gentes del país, comerciantes o proveedores atraídos por la llegada de un yacht francés.

La mayoría pretendía que el paso era imposible. Dejamos decir y partimos para Rendsburg, a donde llegamos a las seis de la tarde.

La primera parte del viaje se hizo remontando el precioso río, que es seguramente el más sinuoso que se puede imaginar. Sus vueltas son de tal modo caprichosas, que con frecuencia volvíamos sobre nuestros pasos; y yo aprecio que para dirigirse de Tonning a Rendsburg es necesario andar, por lo menos, cincuenta kilómetros, cuando en línea recta sólo hay veinticinco.

El país es llano, pero muy verde; abundantes pastos, donde caballos, carneros y vacas, diseminadas a centenares, se despachan a su gusto.

Algunas colinas pobladas de árboles aparecen de cuando en cuando, fábricas, quintas cubiertas con enormes techos de paja, cuyos muros de ladrillo, muy bajos, se elevan por los montantes grises de las ventanas, defendidas por persianas verdes. Después, una o dos aldeas, Frederitstadt, Erfde, Witenbergen, ocultas entre los árboles. El río es bastante hondo, pero el canal no siempre se encuentra libre, tal es el número de barcos de cabotaje que por él circula, especialmente queches [Embarcación holandesa de comercio, con dos palos, mayor y mesana.], rojos, azules, verdes, verdaderas casas flotantes de la familia del marinero, y cuya gran vela amarilla se destaca vivamente sobre el paisaje. Así es que, a pesar de la agilidad del piloto, el San Miguel tocó por la virola, y no sin trabajo logramos volverle a poner a flote.

La primera esclusa se encuentra en Rendsburg, a donde llegamos a las seis de la tarde. A primera vista es permitido dudar, ¡el depósito es tan corto! Nuestra ansiedad duró poco: al cabo de dos minutos el yacht se hallaba dentro de la esclusa; pero de una manera tan justa que, para flanquear las esclusas siguientes, que son un poco más cortas, habría necesariamente que desmontar el bauprés, operación larga y delicada que practicamos sin más tardanza. Felizmente no fue preciso sacrificar el mascarón de proa.

Rendsburg, una de las principales ciudades de Dinamarca antes de la anexión, es por su situación, una plaza importante.

Ya en los antiguos tiempos pudo inscribir sobre una de sus puertas:

Eydora Romani terminus imperii.

Y en efecto, el Eider había sido una de las fronteras que la conquista romana no había podido franquear. Hoy Rendsburg es el cuartel general del 11º cuerpo de la armada alemana. La villa no ofrece mucho interés, pero los alrededores son muy pintorescos. El parque es encantador con sus grandes árboles cuyas ramas bajas batían sus hojas en el Eider.

No es fácil imaginarse el esplendor de la vegetación en este país del Norte; parece que la Naturaleza, después de un largo sueño de seis meses de invierno, se despierta con más vigor y se apresura a engalanarse con su verdura primaveral como para hacer olvidar los tristes y nebulosos días de la estación rigurosa. Las flores de los campos no aguardan a que la nieve se derrita, los botones hacen saltar la delgada capa de hielo que recubre las ramas caldeadas por la savia, y todo se desarrolla a la vez con un vigor desconocido en nuestros climas templados.

Desde Rendsburg hasta la extensa bahía de Kiel se atraviesa por un verdadero parque, una especie de Saint-Cloud, cuyos árboles midiesen doscientos pies de altura, principalmente las hayas que han reemplazado a las encinas y pinos del periodo de hielo. Aquí el Eider se ensancha en vastos estanques sucesivos de aguas tranquilas y profundas, que reflejan, sin alterarla, la imagen de sus pintorescas orillas. Más lejos el río se recoge y serpentea en sinuosos repliegues por medio de grandes árboles que se reúnen por encima y forman una bóveda de ramaje impenetrable a los rayos del sol. El yacht se desliza dulcemente bajo estas misteriosas sombras, entre las gruesas valizas de madera y las espalderas de zarzos que defienden las orillas. Parece que camina hacia lo desconocido. Todo es follaje en torno suyo, y el río desaparece en un laberinto de verdura. Las cañas se inclinan ante nuestra súbita aparición, las plantas acuáticas de anchas y tranquilas hojas, se agitan y desaparecen como dominadas por repentino espanto en las profundidades de la onda. Y como para imprimir a este delicioso país su sello particular, mientras que los jilgueros se escapan de los matorrales, las cigüeñas inmóviles nos miran pasar sin temor, se elevan en seguida con rápido vuelo, y van a mecerse sobre la cima de los árboles o sobre el pequeño triángulo verde que corona los caseríos.

Partimos de Rendsburg el 17 de junio, a las ocho de la mañana, después de haber pasado delante del gran establecimiento penitenciario construido en la parte alta de la ciudad, y llegamos a la rada de Kiel a las cinco de la tarde. Teníamos que franquear seis esclusas, dos puentes giratorios de camino de hierro y cuatro o cinco puentes ordinarios de báscula. Éstos son de una sencillez admirable; dos hombres, uno sobre cada orilla, bastan para hacerles maniobrar en algunos segundos, con ayuda de un sistema de contrapeso bien entendido.

¿Y qué se hace mientras el yacht desciende o se eleva con las aguas del depósito? Se pasea por los caminos de halage, conservados como los paseos de un parque; se tiende uno bajo sombras tan espesas que el sol no puede traspasarlas. Bonitas posadas, construidas en el ángulo del camino de halage, os ofrecen sus anchas mesas pintadas de verde, sobre las cuales espumea una excelente cerveza. Todo esto es alegre, vivo, encantador. ¿Y cómo por las esclusas tan justas para el San Miguel ha podido pasar la cañonera alemana, dos metros más larga que él?

En Rendsburg únicamente pudimos saberlo. El inspector general del canal nos explicó que para poder esclusar la cañonera hubo necesidad de alargar el depósito construyendo puertas provisionales. Este trabajo había costado caro, pero se imponía. Era durante la guerra. Los alemanes temían un ataque de la flota francesa contra Wilhelmshaven, que no se hallaba en estado de defensa como lo está hoy. Así es que no habían titubeado en sacrificar las sumas necesarias para hacer venir por el canal, puesto que éramos dueños del mar, las dos o tres cañoneras de que tenían necesidad para la defensa de la plaza.

Sin duda que no hubiéramos intentado la aventura a haber conocido este detalle antes de abandonar Wilhelmshaven: ¡faltó tan poco para que el San Miguel no hubiera podido pasar! Veinticinco centímetros más de largo, y se habría visto obligado a retroceder, proporcionándonos un contratiempo desagradable. Según he dicho ya, el Eider es en extremo sinuoso, sin contar con que incesantemente se ve recorrido por queches y hasta por pequeños barcos de vapor cargados de turistas con músicos a la cabeza. Pero desde Rendsburg hasta Kiel se presenta, salvo en algunos sitios, excesivamente angosto. Esto hace que las revueltas sean mucho más difíciles, y no pueda moverse el yacht sino llevando a tierra una amarra a fin de virar rápidamente. La acción del timón no basta, y los buques un poco largos experimentan en estos bruscos recodos grandes dificultades; así es que el Gobierno piensa en construir un canal directo de gran sección que pueda recibir embarcaciones de todas dimensiones, incluso buques de guerra. Los dos puertos militares de Wilhelmshaven y Kiel se hallarían de este modo en comunicación uno con otro y podrían mutuamente prestarse ayuda.

VIII.

¿Y Thomas Pearkop? se me preguntará; ¿qué ha sido del excelente Thomas Peurkep? ¿Le habíamos retenido a bordo del San Miguel? Y en caso afirmativo, ¿qué podía hacer ahora que sus luces habían llegado a ser inútiles?

La respuesta es muy sencilla: sí, habíamos conservado al gentleman. Acostumbrados a él, a su grueso y reluciente rostro, que atestiguaba el excelente régimen del yacht, de seguro le hubiéramos echado de menos. Hay que decir también que para quedarse a bordo había propuesto conducirnos a Deal con rebaja, sí, con rebaja: ¡ocho libras solamente!

A primera vista esto parece inverosímil; pero reflexionando se reconoce un sistema financiero profundo, bien concebido, que le ofrecía multitud de ventajas:

1° Thomas Pearkop evitaba de este modo el gasto, ocupando su cargo, del paquebot de Tommig a Hamburgo y de Hamburgo a la costa inglesa, punto muy importante. 2° Aprovechaba su estancia a bordo del San Miguel para aprender el francés, sí; y el medio que empleaba era bastante ingenioso. Se había ligado íntimamente con nuestro cocinero, al que prestaba numerosos servicios; pelaba las zanahorias, lavaba la ensalada, ablandaba los beefsteaks golpeándoles ni mucho ni poco, con un brazo que hubiera podido pulverizarlos. Además, acompañando al jefe al mercado, le hacía siempre comprar las cosas más de su gusto, pescado sobre todo, por el cual profesaba un culto de antiguo pescador. Si sabía prepararle bien, sabía también comerle.

Pero se me dirá: ¿y el francés de qué modo le aprendía?

En primer lugar, aunque no hablase ni el francés, ni el alemán, ni el danés, ni el holandés, Thomas Pearkop servía de intérprete entre nuestro cocinero y los diversos proveedores del yacht. Cómo se las arreglaba, yo no me encargo de explicarlo, limitándome a hacerlo constar.

Por otra parte, sus relaciones con nuestro grumete eran en extremo frecuentes:

«¡Grumete, un vaso de vino!»

«¡Grumete, un vaso de cerveza!»

«¡Grumete, un vaso de aguardiente!»

«¡Grumete, un vaso de agua!»

Esto último raras veces.

Y como esta conversación se repetía muchas veces al día, Thomas Pearkop aprendía nuestro idioma en lo que tiene de más esencial para una garganta anglosajona, y mantenía su estómago en un diapasón excelente.

Pretender que el gentleman sabía el francés a fondo cuando se separó de nosotros, sería ir un poco lejos; pero conocía la manera de hacerse servir un vaso de cualquier cosa. Este era el fondo de su vocabulario, con una palabra negra, bono, que jamás dejaba de emplear cuando se hallaba satisfecho.

IX.

La bahía de Kiel, en cuyo fondo nuestro yacht, con su bauprés repuesto, echó el ancla a cosa de las seis de la tarde, es sin contradicción una de las más bellas y seguras que existen en Europa. En este ancho estanque podrían anclar y maniobrar fácilmente todas las escuadras del mundo.

Kiel está en la extremidad de la rada, un poco a la derecha, con un fondo de verdes bosques. A la izquierda se encuentra el arsenal, completamente separado de la villa, que está rodeada de un muro muy elevado.

No queriendo exponernos, como en Wilhelmshaven, a declinar la oferta que no dejaría de hacernos el gobernador de telegrafiar a Berlín, estábamos decididos a no ver del arsenal de Kiel más que lo que cualquiera puede percibir desde afuera. Pero subiendo a las alturas que le dominan de cerca fue fácil tomar una vista de conjunto muy suficiente. Además de numerosos establecimientos podían contarse cuatro guardacostas acorazados de cuatro chimeneas, de los cuales uno se hallaba en reparación a consecuencia del accidente de que ya he hablado. Estos acorazados me han parecido armados de cuatro grandes cañones de barbeta sobre una plataforma central. Había además muchos cañoneros llevando en la proa un cañón de 0,24. Esperábamos al llegar a Kiel encontrar en la rada la flota acorazada alemana; pero desgraciadamente no sucedió así. No vimos más que una fragata de vapor, de madera, L'Arcona, que llevaba el pabellón de vicealmirante.

Si la memoria no me es infiel, la fragata L'Arcona es la misma que en 1870 rehusó el combate que la fragata francesa la Surveillante, y después la corbeta la Belliqueuse, vinieron a ofrecerla sucesivamente en la rada de Funchal (Madere), donde tuvo necesidad de continuar hasta el fin de la guerra.

Kiel, antigua ciudad danesa, en otro tiempo bastante floreciente, ha perdido mucho de su importancia comercial después de la anexión, que ha hecho de ella una ciudad alemana.

Particularidad bastante curiosa; el consulado francés de Kiel ha sido suprimido después de la guerra. Supónese que ha sido con el objeto de impedir las confidencias que hubiera podido hacer este agente respecto a los progresos de la marina del Imperio germánico. En reciprocidad, el gobierno francés ha suprimido los consulados alemanes de Cherbourg y Toulon. La bahía de Kiel está rodeada de una cortina de árboles soberbios. Los olmos, las hayas, los castaños, las encinas alcanzan una altura verdaderamente sorprendente, y la mar viene a morir a sus pies.

Numerosas casas de campo se elevan sobre las colinas que rodean esta admirable bahía, cuyos diversos puntos están puestos en comunicación por un servicio de pequeños barcos de vapor. Nada más alegre ni más fresco que estas habitaciones, de una arquitectura fantástica, que se ocultan bajo los grandes árboles en la orilla misma del litoral. Antes de mucho, sin duda alguna, este favorecido país llegará a ser el punto de reunión de la alta sociedad alemana. Sería el Brighton de la Alemania del Norte; pero un Brighton infinitamente más verde, más umbrío que el de la costa inglesa, que, visto desde el mar, se distingue sobre todo por una lamentable aridez.

Es inútil preguntar si la bahía de Kiel ha sido cuidadosamente fortificada. La entrada, bastante estrecha, está dominada por baterías formidables que cruzan sus fuegos a muy poca distancia. El famoso cañón que la Prusia había enviado a la Exposición universal de París en 1867, cañón que lanzaba un proyectil de 500 kilogramos, está, según parece, colocado en uno de los bastiones del canal de entrada. Un buque enemigo que quisiera forzar el paso sería echado a pique en pocos minutos.

La villa es abierta, pero se trata de rodearla de fuertes destacados. Hasta creo que han comenzado los estudios sobre el terreno, y que los trabajos van a llevarse a cabo con extraordinaria rapidez.

X.

Después de permanecer veinticuatro horas en Kiel, partimos en la noche del 18 de junio sin tomar piloto, a fin de remontar al Norte hasta Copenhague.

El capitán Ollive había vuelto a tomar la dirección del San Miguel, y Thomas Pearkop pasaba por consecuencia, del papel de «gran utilidad» al de «gran inutilidad».

Según ya os lo he explicado, hacía otra cosa que pilotaje, o más bien ensayaba hacer otra cosa, aunque sin lograrlo por completo. Su instinto de marino, su amor al oficio se sobreponían a pesar suyo. Se ocupaba de la ruta, preparaba la sonda, botaba la guíndola, escudriñaba el horizonte con mirada siempre infalible, descubría los fuegos y la tierra antes que nadie, y por último, daba su opinión al capitán, quien se aprovechaba o no, a voluntad.

La navegación de Kiel a Copenhague no ofrece ninguna dificultad; solamente exige una vigilancia continua; en efecto, las tierras de Dinamarca, islas y continentes, son bajas y el canal bastante estrecho en ciertos sitios.

La noche fue espléndida. Nos hallábamos entonces en los más largos días del año, y a los 56 grados de latitud septentrional. Así es que el sol desapareció muy tarde del horizonte.

Parecía que abandonaba a disgusto el cielo resplandeciente con sus fuegos. Con un poco de poesía mezclada a otro poco de mitología hubiera podido creérsele celoso de su hermana Febe, que subía pálida y tímida por el opuesto horizonte y aguardaba su desaparición para reinar como soberana en el azul profundo de la noche.

El cielo estaba entonces abrasado por el reflejo de un inmenso incendio. Las ligeras nubes que escoltaban al astro del día se teñían de un rojo tan ardiente, que nuestros ojos apenas podían sostener su resplandor. El mar parecía oro en fusión. En medio de este despilfarro de luz, una sola nubecilla mohína, toda negra, formaba con sus resplandecientes vecinas un contraste verdaderamente curioso: parecía estar en penitencia. Sin duda Febo tuvo piedad, porque antes de desaparecer en las olas, la inundó con sus más calientes rayos, y concentró largo tiempo sobre ella los últimos reflejos de un crepúsculo que parecía no había de acabarse nunca.

La Luna desde entonces tuvo el campo libre para gozar apaciblemente de algunas horas que la dejaba el sol. Mirábamosla subir lentamente, cuando una exclamación de mi hermano vino a llamar nuestra atención y relegar a Febe al segundo término.

–¡Un cometa! –gritó–. Mirad qué hermoso cometa.

Cada cual se volvió inmediatamente, y a algunos grados por cima de la estrella polar, precisamente en el meridiano inferior, apercibimos el magnífico astro que hacía a nuestros encantados ojos su primera aparición.

Grande fue nuestra sorpresa. Antes de nuestra partida se había hablado de un cometa, pero los astrónomos habían tenido el cuidado de advertir al vulgo de los mortales que no sería visto en nuestro hemisferio. ¿Era acaso un nuevo astro, o el cometa ya señalado se había burlado de las afirmaciones de nuestros sabios?

Sea lo que quiera, después de algunos minutos de estar admirando su elegante forma y la graciosa curvatura de su cola, a través de la cual se distinguían las estrellas, de repente dejóse oír un ruido formidable, parecido al de una carreta pesadamente cargada. Una especie de avalancha parecía precipitarse sobre el puente del yacht.

Iba ya a gritar «sálvese el que pueda», cuando tuve la explicación de este fenómeno singular.

Era sencillamente Thomas Pearkop que corría rugiendo:

–¡The comet! ¡The comet! ¡What a fine comet!

–¡Demasiado tarde! –le respondimos dichosos de tomar nuestra revancha–, demasiado tarde, muy demasiado tarde para un gentleman que posee tan buenos ojos y un tan excelente telescopio. Colgaos, bravo Pearkop, hemos visto el cometa antes que vos.

No se colgó, pero se fue lastimosamente con las orejas bajas, ligeramente amoscado de nuestras bromas.

Al poco tiempo le oímos gritar con voz un poco colérica:

–¡Grumete, un vaso de aguardiente!... ¡Bien lleno!

Este «bien lleno» anunciaba desde luego un progreso marcado en la lengua francesa, y después una verdadera necesidad de consuelo, que devolvió a nuestro bravo piloto todo su buen humor.

XI.

A las siete de la mañana del siguiente día 19 de junio, el San Miguel llegaba a la entrada del Sund. Hacía calma chicha. Ni un soplo de viento, ni una sola arruga en la superficie del mar. Algunos centenares de gaviotas arrojaban alegres gritos al rasar las tranquilas aguas. Numerosos buques al ancla aguardaban que la brisa se levantase para ponerse en camino. Muchos steamers, rayando el horizonte con sus largos penachos de humo, indicaban la proximidad de un gran puerto de comercio.

A cosa de las diez, Copenhague empezó a destacarse entre la bruma, con sus campanarios, sus parques y los mástiles de los navíos anclados en su puerto.

El San Miguel se hallaba aún a diez o doce millas de distancia.

En este punto el Sund no mide más de tres o cuatro brazas de profundidad. Los grandes navíos y los buques de guerra que vienen del mar del Norte al Báltico o viceversa, no pueden atravesarle; se ven obligados a rodear la isla de Zelanda y de pasar por el gran Belt o por el pequeño Belt.

El mar es aquí de una trasparencia tal que su fondo se distingue fácilmente. Campos de algas marinas forman un tapiz de un verde oscuro, sobre el cual se destaca vivamente el verde más claro de los retoños nuevos. Nada más encantador que seguir, asomándose por encima de las bordas, las variaciones de la luz sobre esta vegetación submarina, que se aclara o se ensombrece según la altura del fondo.

A veces, un pescado, espantado por la brusca aparición de nuestro yacht, se lanza de su retiro e ilumina con sus reflejos plateados las oscuras profundidades, en las que va a buscar un refugio. Hay momentos en que parece haber tan poca agua bajo la quilla del buque, que se tiene por inminente varar en la arena, pero sólo es una ilusión producida por la limpidez del mar.

Entre tanto el yacht se acerca rápidamente al puerto; bien pronto pasa los islotes fortificados que defienden la rada y las baterías rasantes de la ciudadela de las Tres Coronas.

Después de haber saludado con su pabellón la fragata almirante danesa, anclada en la rada, hacia el Mediodía, el San Miguel quedó amarrado en el puerto comercial, frente al arsenal, en medio de numerosos ateamers que, cargados de pasajeros, hacen el servicio de las diversas estaciones de las costas de Dinamarca y de Suecia.

XII.

Durante ocho días el San Miguel permaneció en este sitio y recibió numerosas visitas. Por primera vez, sin duda, se veía flotar el pabellón de un yacht francés sobre el canal del Báltico que separa la ciudad en dos cuarteles. Muchos periodistas vinieron a bordo y nos dieron interesantes noticias sobre el país, sus costumbres y su libertad política y civil, que es absoluta.

Por otra parte, durante las horas que no pasábamos en tierra hubiera sido difícil experimentar un solo momento de fastidio; tan grande es el movimiento del puerto: steamers para el transporte de pasajeros a todos los puntos de las costas danesas, suecas o noruegas, barcos mercantes que entran a toda vela o se colocan a la rastra de pequeños remolcadores de gran fuerza; correos cuyas campanas anuncian la partida a todas horas del día y de la noche, una actividad, un movimiento, una vida que encantan.

No me propongo describir los museos de Copenhague, como no lo hice tampoco con los de Rotterdam, Amsterdam y La Haya. Otros lo han hecho ya con más autoridad que yo. Seria preciso una pluma más docta que la mía para presentar al lector las maravillas contenidas en el Museo etnográfico, colección única en el mundo de curiosidades chinas, japonesas, americanas, indias y groenlandesas, en el Museo de antigüedades del Norte, en el de Rosenborg, que empalma la historia de las joyas, armas, muebles, tapicerías, en el punto en que el primero la ha interrumpido, y en el de Thorwaldsen, vasto monumento funerario de arquitectura etrusca, en donde se hallan reunidas todas las obras del gran escultor danés cuyo nombre lleva.

En esta rápida relación sólo me he propuesto poner de manifiesto puntos poco conocidos, y más principalmente Wilhelmshaven, el canal del Eider y la bahía de Kiel.

Me limitaré a añadir que, durante nuestra visita al Museo de antigüedades del Norte y al de Rosenborg, fuimos acompañados por el Chambelán Worssoë, antiguo ministro de Instrucción pública en Copenhague, el verdadero organizador de estas maravillosas colecciones. Este amable sabio se había puesto a nuestra disposición para mostrarnos los tesoros artísticos que él ha reunido y clasificado con el celoso cuidado del hombre apasionado por la ciencia. Así que nuestra visita a estas salas, que han conservado la fisonomía de su tiempo, desde el Renacimiento hasta la Restauración, ha añadido, a las explicaciones tan claras que nos hacía, un interés absolutamente excepcional.

Copenhague, en otro tiempo simple aldea de pescadores, donde se levantó un fuerte castillo contra los piratas del Báltico, había llegado a ser la capital del reino danés desde la mitad del siglo XV. Esta ciudad cuenta hoy cerca de 400.000 habitantes. Después que se han destruido sus fortificaciones, la villa ha tornado un gran desarrollo, y si continúa creciendo tan rápidamente, absorberá bien pronto casi toda la población de Dinamarca.

Ahora es una villa moderna, que se ha repuesto de los incendios de 1728 y 1736 y del bombardeo de 1808. Los cuarteles nuevos son soberbios, con sus anchos bulevares y plazas inmensas donde abundan las aguas vivas. El jardín del Tívoli, trazado precisamente sobre el emplazamiento de las antiguas fortificaciones, es un establecimiento sin rival en el mundo. Es el punto de reunión de todos los que desean pasar una agradable noche, y su director artístico, Mr. Bernard Olsen, ha merecido justamente el éxito que ha coronado sus esfuerzos.

Nada más encantador, en efecto, que una velada en el Tívoli, sobre todo en los días de gran fiesta parroquial.

El jardín entonces está iluminado de un modo maravilloso: la luz, variada por los vidrios de colores, se esparce a torrentes por debajo de los árboles; las barcas, adornadas con faroles venecianos, circulan por el pequeño lago interior; ni un café, ni un teatro que no ponga su nota en esta fiesta de los ojos; el Palacio turco parece haber sido transportado de las orillas del Bósforo a este encantado sitio, y un laberinto, trazado bajo los planos del arquitecto francés Le Notre; pero considerablemente aumentado por las perspectivas luminosas, os retiene prisionero, a pesar vuestro, si no poseéis el hilo de Ariadna.

Dos excelentes orquestas os hacen oír sucesivamente música clásica y música ligera. Los teatros, con bien organizados bailes, con acróbatas más o menos dignos de admiración, ofrecen un espectáculo variado y a propósito para todos los gustos: no tenéis más embarazo que el de la elección.

En fin, para los que aman las emociones de un descenso rápido, las montañas rusas, con tres transiciones sucesivas, y ¡que transiciones, sobre todo la última! Las montañas rusas os procuran por sesenta céntimos una angustia de medio minuto. La primera vez que se ensaya, no bien se ha partido cuando ya se siente. Al primer salto desearía uno marcharse; al segundo, se piensa en la familia; pero al tercero, el choque es de tal modo brutal, el wagon que os arrastra parece de tal modo salirse de los rails a consecuencia de la espantosa velocidad adquirida, que voluntariamente se haría el testamento si, un momento después, un choque final no indicase el fin del suplicio, proyectándoos en los brazos de los empleados colocados allí para recibiros. ¡Se ha llegado! ¿Creeríais que después de este horrible viaje teníais ya bastante? De ninguna manera: se vuelve a empezar.

XIII.

Copenhague no tiene edificios dignos de mencionarse. Sin embargo, la Bolsa, construida por Christian IV, es una construcción muy antigua, de ladrillo de un estilo particular, coronada por un campanario formado por las colas entrelazadas de cuatro monstruos fantásticos. Pueden citarse también el castillo de Christianborg, que es el asiento de la Dieta; el palacio de Amalienborg, de gusto del siglo XVIII, en que reside el Rey; el teatro Real Kongens Nytorv y el castillo de Rosenborg, levantado en 1607, en el parque del mismo nombre.

Después de la iglesia de Nuestra Señora, cuyo coro está adornado con trece estatuas de Thorwalsden representando a Cristo y los Apóstoles, debo mencionar más especialmente la iglesia de Frelsers, situada en la isla de Amager, al otro lado del puerto. Este monumento no tiene ningún valor arquitectural, pero la domina un fuerte y elevado campanario, a cuyo vértice no puede llegarse sino por una rampa exterior que se arrolla en espiral alrededor de la flecha. Es preciso tener el corazón sólido para llevar a cabo esta ascensión. Mi hermano, en su Viaje al centro de la Tierra, nos hace asistir a una «lección de abismo» dada por el profesor Lidenbrok a su sobrino Axel, sobre esta rampa vertiginosa.

El día en que subimos mi hijo y yo el tiempo estaba muy claro. La vista se extendía muy lejos abrazando de N. a S. el Sund en toda su longitud; pero reinaba una brisa carabinada del Este que hacía difícil toda observación. No teníamos bastante con las dos manos enganchadas a la barandilla para retenernos y resistir el empuje violento del viento. Luego imposible servirnos de nuestros anteojos. Así es que no pudimos reconocer el pabellón de un ligero buque de dos chimeneas amarillas que avanzaba sobre la rada de Copenhague y saludaba con veintiún cañonazos el pabellón danés que flotaba sobre la ciudadela. Volviéndose hacia el Norte, se percibe a la extremidad del Sund la pequeña villa de Elseneur. Entre Elseneur y Copenhague se extiende un inmenso bosque de gigantescos árboles, sembrado de numerosas villas. En este bosque, verdadero arrabal de Copenhague, al cual conduce el hermoso paseo de Langelinie, trazado a la orilla del mar, es donde las ricas familias danesas han establecido su residencia de verano. Conducen a él steamers que hacen el servicio de todos los puntos de la costa, y atracan a bordo largos piers, especie de estacadas de madera o hierro, pintorescamente alineados sobre la rada. Pensábamos verificar al día siguiente una agradable excursión y, de paso para Elseneur, visitar el castillo de Kronborg.

Este castillo defiende la entrada Septentrional del Sund, y en esta vieja fortaleza es donde Shakespeare ha colocado las grandes escenas de su sombría tragedia Hamlet.

Pero, a pesar del interés que tomábamos en este notable panorama, era preciso pensar en la partida; nuestra posición no era sostenible, las ráfagas aumentaban en violencia, y por momentos el campanario oscilaba bajo su poderoso impulso.

Mi hijo, menos aguerrido que yo, comenzaba a sufrir con este movimiento de trepidación, extremadamente penoso cuando se sufre a cien metros en el aire; se desencajaba por momentos como si estuviese atacado del mareo; su mirada se turbaba... ya era tiempo de partir.

Comenzamos a bajar. Por habituado que yo estuviese a excursiones por las montañas, esta rampa, hundiéndose en el vacío en forma de tirabuzón, producía sobre mí una impresión desagradable. Sin estar tan verde como mi hijo, estaba ya pálido, y sólo hubiera faltado que la situación se prolongase algún tiempo más para llegar al mismo estado que él.

Habíamos bajado ya una docena de metros cuando de repente surgió un obstáculo inesperado.

Una dama de más de cincuenta años, adornada con un inmenso sombrero color de rosa, y ridículamente vestida con un traje verde manzana, recordando por su lacónico corte la graciosa forma de una funda de paraguas, cerraba el paso, estrecho ya para una sola persona.

Esta dama, que debía ser alemana, iba seguida de sus once hijos; sí, ¡de sus once hijos¡ y quién sabe si aún la quedaban más.

La caravana que conducía se terminaba a cinco o seis metros más abajo por un señor muy grueso, el marido sin duda, que sudaba y soplaba por los dos.

¿Qué hacer? El caso era espinoso. Volver a subir no me era posible sin exponerme a recibir el turbión. Lo más prudente era avanzar; pero era preciso hacer retroceder todo aquel convoy, pues no era posible cruzarse sobre semejante escalera.

El caso era apurado... La madre lanzaba sobre mí furiosas miradas y parecía prepararse para la lucha. Su marido, que desde retaguardia no podía darse cuenta de la dificultad, daba sordos gruñidos y parecía de un humor de todos los diablos.

Lo mejor era, pues, parlamentar con los recién llegados y ensayar hacerles retroceder.

–Nosotros no podemos volver atrás, señora, nos es imposible –dije yo con tono decidido.

–Pero, caballero –respondió ella en francés germanizado que pude llegar a comprender–, nosotros tenemos, sin duda, el derecho...

–Sin duda... pero, bien lo sabéis, hay ocasiones en que la fuerza se sobrepone al derecho y nos vemos forzados a descender–. Y al mismo tiempo la mostraba el rostro, cada vez más descompuesto, de mi hijo.

Esto fue de tal modo significativo, que, sin titubear, la caravana reculó en desorden: fue como un sálvese quien pueda general. En veinte segundos la rampa estaba libre, el enemigo había desaparecido y bajábamos tranquilamente los veinte metros que aún nos faltaban para llegar a la escalera interior del campanario de Frelsers Kirke.

XIV.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, nos embarcábamos sobre un paquebot de hélice que desamarraba del gran muelle de madera de Copenhague y partía para Elseneur. Estos rápidos steamers, destinados únicamente al servicio del litoral danés, ofrecen muchas comodidades a los pasajeros. Sus salones son extensos, bien decorados, y el spardeck, que ocupa toda la popa, permite a los turistas admirar a su gusto esta costa encantadora, desde Copenhague hasta la extremidad Norte del estrecho.

Elseneur es una pequeña villa, de nueve mil habitantes, en la cual se aprovisionan la mayor parte de los buques que cruzan el Sund. Hay allí un puertecillo pintoresco que hace pendant con el de Holsingborg, sobre la costa de Suecia, al otro lado del estrecho.

Tan pronto como desembarcamos, a cosa de las nueve y media, resolvimos la cuestión del almuerzo en el Hôtel de Oresund, donde fuimos confortablemente recibidos; después, sin perder un momento, fuimos a visitar el castillo de Kronborg, que es el gran atractivo de esta excursión.

La capilla es muy curiosa y merece especial atención. Del interior del castillo no hay gran cosa que decir. Las numerosas piezas que contiene están adornadas con cuadros de escaso valor. Pero las vistas que se descubren desde las ventanas y sobre todo de la plataforma de la torre cuadrada que domina la fortaleza, es verdaderamente soberbia.

El Sund estaba entonces surcado en todos sentidos por buques de todas dimensiones: queches, goletas, fragatas, bricks, steamers, los unos subiendo, los otros bajando el estrecho. Calculo en más de quinientos el número de los barcos ingleses, suecos, daneses, noruegos, que se distinguían en estas apacibles aguas.

Ni la bahía de Nápoles ni la entrada del Bósforo ni el estrecho de Mesina son superiores en belleza a esta entrada del Sund. Al frente se perfila la costa de Suecia, con algunas montañas al fondo y la pintoresca villa de Helsingborg en primer término. Al Norte, el Cattegat, de azuladas aguas y playas caprichosamente recortadas, se ensancha bruscamente con una bahía profunda que se redondea hacia el Oeste. En las otras direcciones la mirada reposa sobre la campiña tan verde de este bello país. Imposible soñar un conjunto más armonioso.

Así es que no sin pena logra uno arrancarse a semejante espectáculo.

Para no perder el barco de Copenhague, no había tiempo que perder. Íbamos, pues, a partir, cuando apareció en el horizonte del Cattegat una masa de humo bajo la cual podían distinguirse gruesos puntos negros regularmente esparcidos.

–¡Calla! –dije yo–, diríase una escuadra que se dirige hacia el Sund a todo vapor.

–Es sin duda la escuadra inglesa –respondió Robert Godefroy–. He leído en los periódicos que ha abandonado a Portsmouth y se dirigía hacia Copenhague al mando del Duque de Edimburgo.

–Entonces –me hizo observar mi hermano– el rápido barco que ha salido ayer mientras os hallabais en el campanario de Frelsers Kirke era probablemente el aviso de la escuadra que venía a anunciar su llegada a Copenhague.

–A fe mía, tanto peor –dije yo a mi hermano–; no alcanzaremos el barco, pero es preciso ver entrar en el Sund a los navíos ingleses.

Una hora después la escuadra inglesa, fuerte de ocho acorazados, desfilaba delante de Elseneur, cada buque a la distancia reglamentaria, llevando al almirante a la cabeza.

Bien valía este espectáculo una hora de retraso.

A las cuatro volvimos a tomar el barco, que a cosa de las seis entraba en Copenhague, pasando a alguna distancia de los navíos ingleses, anclados fuera de la ciudadela a causa de su gran calado.

XV.

Al llegar a bordo del San Miguel, la primera persona que se nos presentó fue el Gentleman. Parecía aguardarnos con la mayor impaciencia.

Como hacía mucho calor, Thomas Pearkop se había puesto en mangas de camisa y presentaba así un aspecto enteramente nuevo. Su vasto pantalón de grueso paño azul, que le subía hasta los sobacos, recordaba por su longitud los que los padres previsores mandan hacer a sus hijos en estado de crecimiento. Los tirantes de tapicería rosa, muy cortos y bordados de flores azules, retenían este prodigioso pantalón, dentro del cual se hallaba expuesto a desaparecer el Gentleman al menor esfuerzo. Inmensos bolsillos, verdaderas minas, se abrían en los flancos de este edificio gigantesco, y su hinchazón indicaba la gran cantidad de objetos de todas clases que se ocultaban en sus profundidades.

Thomas Pearkop ignoraba que volvíamos de Elseneur. Sobre su grueso y bondadoso rostro se reflejaba un vivo sentimiento de orgullo; así es que con cierta solemnidad nos dijo:

Gentleman, the british squadron! You did not see the british squadron!

–Sí –le respondí yo–; en efecto, hemos visto la escuadra inglesa. También ahora, como cuando el cometa, os habéis retrasado, mi bravo piloto. Pero consolaos, no es vuestra la culpa. No podías percibir la escuadra antes que nosotros, porque nos hallábamos en Elseneur cuando entró en el estrecho y...

–¡Cuán bello debió ser eso! – exclamó Thomas Pearkop sin dejarme concluir, pero con un sentimiento tal de envidia y una expresión tan viva de pesar por no haber asistido a semejante espectáculo, que inmediatamente cesé en mis bromas ante aquella explosión de patriotismo.

Seguramente los ingleses tienen algunas faltas; ¿cuál es el pueblo que no las tiene? Pero es preciso hacerles justicia; cuando se trata de su flota, de su armada, de sus voluntarios, del gobierno de su país, es imposible encontrarlos ridículos, aun en sus exageraciones. La fibra patriótica, cuando se trata de estos asuntos, vibra en ellos fácilmente, demasiado fácilmente tal vez; ¿pero quién puede acusarlos por esto?

Que sus ministros se engañen, que cometan errores sobre errores, jamás un inglés convendrá delante de un extranjero.

Ved su prensa, leed sus grandes periódicos, aun los que son más hostiles al Gobierno; no encontraréis en ellos artículos groseros, relaciones injuriosas, epítetos mal sonantes. El tono es siempre cortés, y si por acaso dejase de serlo, el diario perdería inmediatamente sus suscritores. Una larga y tranquila práctica de la libertad de la prensa los ha conducido a no abusar jamás.

XVI.

Desde el día siguiente de nuestra llegada a Copenhague habíamos ido a visitar al ministro de Francia y al canciller de la legación. Habíannos recibido de una manera bastante amable y, a invitación nuestra, nos prometieron venir a bordo del San Miguel.

Pensando que sería agradable a nuestros huéspedes el pasear por la rada, el día prefijado se encendieron los fuegos y el San Miguel se encontraba en presión cuando llegaron a bordo.

Después de una rápida visita al yacht, cuyas excelentes disposiciones apreciaron, mi hermano les propuso aparejar, proposición que fue aceptada con placer.

Sin perder un momento largamos las amarras, y un cuarto de hora después el San Miguel llegaba a algunos cables del navío almirante inglés, el Hércules.

Todos los buques de la escuadra, a excepción de uno solo (no sé por qué motivo), habían izado el gran pavés. El Hércules llevaba en su palo mayor el pabellón Real de Inglaterra, que solamente se arbola en circunstancias solemnes.

A su lado, como para indicar el lazo de familia que une la Dinamarca con la Gran Bretaña, flotaba el pabellón dinamarqués.

El Rey de Dinamarca era, en este momento, el huésped del Duque de Edimburgo. Christian XII devolvía al hijo de la Reina de Inglaterra la visita que éste le había hecho la víspera en el castillo de Amaliemburgo.

Si la visita no se prolongaba demasiado, íbamos a asistir a la partida del Rey, cuyo yacht estaba anclado a algunos cables de distancia del Hércules, y al saludo Real que debía hacer en esta ocasión la escuadra inglesa.

Este saludo es muy importante, sobre todo cuando los buques son numerosos y están armados de cañones de grueso calibre. Cada navío dispara, al mismo tiempo que el almirante, una salva de veintiún cañonazos, mientras que los marineros, de pie, sobre las cofas y las vergas, arrojan un conjunto de vigorosos ¡hip! ¡hip! ¡hip! ¡hurrah!

Este espectáculo, muy interesante, es en extremo raro, y era una verdadera buena fortuna el poder asistir a él.

Bien pronto el yacht del Rey se puso en movimiento y vino a colocarse a medio cable del Hércules, al cual el San Miguel se había acercado, manteniéndose un poco detrás y junto al acorazado Warrior.

Transcurrieron algunos minutos. Christian XII, acompañado del Príncipe heredero y de muchos miembros de la familia Real, apareció en la toldilla del Hércules.

El Rey, después de estrechar la mano del Duque de Edimburgo, bajó a la canoa y se dirigió hacia su yacht, seguido de numerosas embarcaciones que conducían a las personas de su séquito.

En este momento el cielo, hasta entonces cubierto, se despejó. Un rayo de sol atravesó las nubes y vino a herir los resplandecientes uniformes de los oficiales daneses de la escolta.

La tienda de púrpura que cubría la popa de la canoa Real quedó iluminada de reflejos dorados, y los personajes que abrigaba aparecieron rodeados de una brillante aureola.

Por un contraste sorprendente los cascos de los navíos ingleses, macizos y sombríos, mostraban en cada banda sus poderosas piezas de artillería, terribles elementos de destrucción; pero, como para hacer olvidar esta lúgubre nota, los gallardetes y pabellones de todos colores flotan en alegre confusión hasta el tope de los mástiles, y, desarrollándose a impulsos de la brisa, arrojan sobre este grandioso cuadro la nota plácida de los días de fiesta.

Pero ¡atención!, al toque del silbato los marineros ingleses se extienden rápidamente sobre las vergas. Suena el toque de clarín. Los ¡hip! ¡hip! ¡hip! ¡hurrah! estallan estridentes lanzados por los sólidos pechos de John Bull. Un segundo toque, y la salva comienza. En un momento el San Miguel se ve envuelto por el humo. A la calma que reinaba sucede el estrépito más espantoso. A pesar de las detonaciones de la artillería, los agudos ¡hip, hip, hip! de los marineros ingleses dominan como la voz de soprano al bajo profundo. Nuestro yacht estaba tan cerca del Warrior, que a cada disparo de sus gruesos cañones temblaba hasta la quilla, mientras que el aire, rechazado brutalmente, venía a golpearnos el rostro como el soplo de un huracán.

Esta impresión no carecía de encanto. Al principio se encuentra uno algo excitado por estas violentas detonaciones, pero se acostumbra fácilmente y se concluye por encontrarlas aun demasiado débiles.

En este concierto monstruo, imposible descubrir la menor idea musical. Todo lo más se percibe una gama poco extensa, formada por los diferentes calibres de las piezas. Cuando Ricardo Wagner haya agotado todos los actuales recursos de la instrumentación, cuando haya sido necesario fabricar instrumentos de cobre, de tal modo voluminosos que sea preciso poner a soplar una docena de personas para obtener un sonido, tal vez encuentre auxiliares preciosos en los cañones de 40, 50 y aun de 100 toneladas. Estos nuevos instrumentos le serán tanto más útiles, cuanto que los auditores, ya completamente sordos, aplaudirán de confianza las combinaciones armónicas, algunas veces extravagantes, del maestro alemán.

Pero a quien había que ver durante esta ceremonia era a Thomas Pearkop: estaba radiante, los ojos se le salían de las órbitas, sonidos inarticulados se escapaban de su robusto pecho, y a poco más, hubiera lanzado sus ¡hip! ¡hip! ¡hip! con tanto vigor como sus compatriotas.

El digno hombre era talmente feliz, que es posible –notad bien mi restricción–, es posible que si antes de abandonar el puerto le hubiésemos dicho:

«¡Pearkop, la escuadra inglesa, la escuadra de que os mostráis tan orgulloso, va a hacer el saludo Real a S. M. el Rey de Dinamarca! Nosotros vamos a asistir a esta magnífica ceremonia; pero como encontramos que vuestra nota de pilotaje –¡treinta libras!– es un poco cara, no os llevaremos a la rada si no consentís, aquí mismo, en reducir la susodicha nota a veinte libras, con lo cual aun quedaréis bien pagado. ¡Si rehusáis, vais a bajar a tierra durante nuestra excursión, y no seréis de la fiesta!... Elegid.»

Pues bien; con seguridad, dado su patriotismo, el justo orgullo que le inspiraba la vista de su escuadra, la admiración que experimentaba por sus acorazados, hubiera vacilado, regateado, y por último, habría sido capaz de... No, decididamente, sacrificar diez libras, ¡jamás!... Primero quedarse en tierra.

Antes de abandonar la escuadra inglesa, permítaseme expresar la pena que muchos daneses, en Copenhague y en la parte anexionada a la Prusia, han manifestado varias veces por la ausencia casi absoluta del pabellón francés en estos mares.

La Inglaterra no se deja olvidar. Además de sus numerosos buques de comercio que surcan estos parajes del Báltico y del mar del Norte, ha enviado este año una escuadra de acorazados a Copenhague y a San Petersburgo. A Francia sería muy fácil hacer otro tanto, aun más, y de este modo adelantarse a la calurosa acogida que la estaría reservada.

En efecto, la flota inglesa que ha aparecido en las aguas de Copenhague no estaba compuesta, casi en su totalidad, sino de viejos navíos sin gran valor. Veíase el Warrior, el primer acorazado que ha construido la Inglaterra, y que se remonta a la época en que nosotros construimos el Gloria. El único buque un poco moderno era el navío almirante, el Hércules, y sin embargo, su artillería está muy lejos de igualar en potencia la de que están armados al presente nuestros acorazados. Si quisiéramos eclipsar a la Inglaterra, bastaría enviar una división en que figurasen la Desvastation, con sus piezas de cincuenta toneladas; L'Amiral Duperré, Le Redoutable, y como crucero, Le Duquesne o Le Tourville, que alcanzan una velocidad de diez y ocho a diez y nueve nudos. Es cierto que los ingleses podrían oponernos su navío L'Inflexible, con sus cañones de ochenta toneladas. Pero este buque, según las críticas que se han hecho públicamente; en la Cámara de los Comunes, está lejos de ser perfecto. Está acorazado solamente en el centro, y es difícil predecir lo que sucedería si sus extremidades llegaran a llenarse al ser agujereadas por gruesos proyectiles.

XVII.

Aquel mismo día debíamos abandonar a Copenhague, pero una invitación para comer en casa del ministro de Francia, a que siguió una soirée de las más agradables, retrasó dos días nuestra partida. Esta tardanza nos permitió visitar el admirable parque de Frederiksberg, que es hoy uno de los barrios del ensanche de la capital.

Al día siguiente, domingo, 26 de junio, después de haber desembarcado a nuestro amigo Roberto Godefroy, quien, por Malmó, Stockholm, Christianía, Drontheim, iba a completar su viaje dirigiéndose al Finmark hasta Hammerfest y al cabo Norte, el San Miguel dirigía su rumbo hacia Bolonia. Cuatro días después de haber vuelto a atravesar el canal del Eider llegaba a Deal y anclaba en la rada de las Dunas.

Éste era el país natal de Thomas Pearkop; iba a volver al seno de su familia en perfecto estado, y provisto de un soberbio certificado, atestiguando una vez más su capacidad de «Pilot for the North sea».

No hay que decir que Thomas Pearkop llevaba consigo su famoso saco.

Pues bien; este saco inverosímil, que encerraba ya todo un mundo, y en el cual parecía imposible introducir ni un alfiler, este saco era aun más gordo y más pesado cuando Thomas Pearkop abandonó el San Miguel. Contenía, además de cuatro botellas de vino fino, algunas más de licor, y varios comestibles que de buena voluntad le habíamos ofrecido para mistress Pearkop, enferma hacía dos años, de una grave enfermedad que dejaba pocas esperanzas a su marido.

Lo que sobre todo me ha chocado es la necesidad que tenía mistress Pearkop de reconfortantes. ¡Ojalá que hayan producido buen efecto los aportados por este marido modelo! Pero no afirmaré yo que no hayan equivocado el camino yendo a reconfortar, sin necesidad, al gentleman con gran perjuicio de su interesante mitad, si contaba con ellos para curarse.

Quedaba por arreglar la cuenta de pilotaje de un mes a través del mar del Norte, y esto se hizo sin dificultad.

La cuenta se elevaba a una cifra, respetable, que fue respetada.

Thomas Pearkop, entrado a bordo del San Miguel para permanecer en él una media hora, al precio de una media libra, había permanecido veintisiete días al precio de treinta.

Esta suma se contó sobre la mesa del comedor en hermosos luises de oro, completando el total con moneda menuda inglesa.

La mirada de Thomas Pearkop arrojó un relámpago; después hizo desaparecer la totalidad en su enorme bolsillo, no sin dar antes repetidas gracias.

En este momento quedó armada la pequeña canoa. El gentleman bajó a ella y se dirigió hacia el espolón de Deal, al que nos habíamos acercado en menos de un cable.

Pero he aquí que el grumete se acerca a mi hermano, y con aire espantado le dice:

–¡Señor!

–¡Gran Dios! ¿Qué hay?

–¡Señor, se lleva en el saco un pedazo de jabón de a bordo!

–¿Qué dices, grumete? ¡Qué falta de delicadeza! –respondió mi hermano bromeándose–. ¿Es eso posible en un hombre tan honrado como el bravo Thomas Pearkop?

–¡No, no! –exclamé yo–; no hay que reprocharle ni aun eso, pues mirad, la canoa vuelve y Thomas Pearkop nos trae el pedazo de jabón.

En efecto, la canoa viró de bordo y el gentleman nos hizo señas con la mano.

Llegada a cierta distancia la canoa se detuvo, y Thomas Pearkop iba a dirigirme la palabra, cuando yo me adelanté diciendo:

–¡Amigo mío, no valía la pena de deshacer el camino por tan poca cosa!

–¡Tan poca cosa! –respondió Thomas Pearkop en su inglés más insinuante–; pero, caballero, sólo habéis contado la libra a 25 francos 25 céntimos.

–Sin duda –contesté yo bastante sorprendido con esta observación inesperada–. ¿No es ése su valor corriente?

–No, señor –respondió el gentleman–, es 25 francos 26 céntimos, y por lo tanto, me debéis tres peniques.

–¡Tres peniques! ¡Seis sueldos! Tomadlos, bravo Pearkop, y ahora estamos en paz; ¿no es esto?

All right, señores.

–¡All right!


Editado por Christian Sánchez en noviembre de 2003.

©2003